TRADICIÓN DOGMÁTICA
4.- La encarnación y su finalidad
soteriológica en san Anselmo de Cantorbery
OBJETIVO
Mostrar, en el pensamiento teológico de san
Anselmo, la relación estrecha entre encarnación de Jesucristo y su finalidad
soteriológica.
SUMARIO
1.-
San Anselmo de Cantorbery (1033-1109)
2.-
El argumento soteriológico de la encarnación
2.1.- Introducción
2.2.- Desarrollo del argumento
3.-
Aportaciones de su teoría soteriológica
Bibliografía
KASPER, W., “Jesucristo, el hombre
para los otros y la solidaridad en la salvación”, en W. KASPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca
1998, pp. 265-280.
MARTÍNEZ, F., “Los contenidos de la
fe cristiana: la identidad de Jesús, el Cristo, y su significado salvífico”, en
F. MARTÍNEZ, Creer en Jesucristo. Vivir
en cristiano. Cristología y seguimiento, Editorial Verbo Divino, Estella
2005, pp. 145-508. (Con respecto a san Anselmo, pp. 400-411).
SAN ANSELMO, Cur Deus homo (¿Por qué Dios
se ha hecho hombre?, Obras Completas I, BAC, Madrid 2008, pp. 741-891.
SAN ANSELMO, De incarnatione Verbi (Carta sobre la Encarnación del Verbo), Obras Completas I, BAC, Madrid 2008, pp.
680-735.
SESBOÜÉ, B., Jesucristo el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación
(I), Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, pp. 356-360.
VON BALTHASAR, H. U., Gloria. Una estética, 2. Estilos
eclesiásticos, Encuentro, Madrid 1986, pp. 207-252 (En estas páginas Von
Balthasar centra su estudio sobre san Anselmo)
1.- San Anselmo de Cantorbery
(1033-1109)
San Anselmo[1]
es la figura intelectual más eminente de su siglo y uno de los pensadores más
profundos de la Edad Media. Ha sido llamado el último Padre de la Iglesia, el
primer escolástico, padre de la escolástica. Es más, llegó a ser denominado ‘el
Gregorio VII de la escolástica’ o ‘un metafísico del dogma’. Prepara el camino
para las grandes síntesis de los siglos XII y XIII, avanzando en sus escritos
muchos de los grandes temas que desarrollará la escolástica posterior.
Es, después de Escoto
Eriúgena, el primer pensador original de la Edad Media. Posee una formidable
agudeza dialéctica. Una vez planteado un problema y propuesta la primera
noción, sigue implacablemente hasta las últimas consecuencias. ‘Espíritu de un
raro vigor y sutileza dialéctica’. Pero no se trata de una dialéctica fría y
puramente filosófica, sino caldeada por el fuego del amor, como la de san
Agustín, cuyas huellas sigue paso a paso, aunque le supera en vigor
argumentativo. Es imposible encerrar en un esquema el acento vibrante de un
alma, toda bondad, que se desborda en sus devotos escritos[2].
“Todos los que me han conocido, afirmó en una de sus cartas, me han amado, y
más los que más íntimamente me han llegado a conocer”.
Destacamos de su
pensamiento filosófico y teológico las siguientes aportaciones que se enuncian:
1º).- En el ámbito
filosófico encuentra el justo equilibrio y armonía dialéctica entre la fe y
la razón. Contra los dialécticos exagerados afirma la supremacía y la absoluta
suficiencia de la fe. En un orden jerárquico, lo primero es la fe, y después la
razón. Lo primero es creer, y después entender. La fe es el punto de partida y
la primera fuente de nuestro conocimiento. No se entiende para creer, sino que
después de creer hay que tratar de comprender. La fe suministra las verdades, y
la razón ayuda a entenderlas, explicarlas y corroborarlas con argumentos de
orden natural.
Es una actitud legítima y
verdadera en teología, la cual toma su punto de partida de los datos revelados
aceptados por la fe y los va examinando, desarrollando y desentrañando en
deducciones y conclusiones con ayuda de un método dialéctico racional.
Frente a los
antidialécticos, que repudiaban la ciencia humana, san Anselmo, siguiendo las
huellas y el ejemplo de los Santos Padres, y en especial de san Agustín,
defiende su utilidad para la explicación y comprensión de las verdades
aceptadas por la fe. Así, pues, es presunción anteponer la razón a la fe. Pero
es negligencia desdeñarla porque ya se posee la fe. El orden que debe seguirse
es el siguiente: en que cada cosa ocupa jerárquicamente el lugar que le
corresponde: primero, creer y aceptar los misterios tal como los propone la fe;
y después, trabajar por explicarlos con ayuda de la razón. El resultado de este
procedimiento es ‘la inteligencia de la fe (‘Intellectus fidei’, ‘la ratio
fidei’, con la cual la fe se hace racional[3].
La inteligencia de la fe es el grado máximo al que puede llegar el
entendimiento humano antes de ‘encontrarse definitivamente con Dios cara a
cara’[4].
2º).- En el ámbito teológico
san Anselmo, dada su sistematización de las verdades de la fe, prepara el
camino para las grandes síntesis escolásticas de los siglos siguientes: las
pruebas de la existencia de Dios; la esencia y la existencia; los atributos
divinos, etc.
Con respecto a las
pruebas de la existencia de Dios hemos de acudir a los tres argumentos que
expone en el Monologion. Pero antes
de entrar en cada una de las pruebas es preciso identificar el punto de
partida que utiliza san Anselmo: el hecho de la existencia de una
pluralidad de seres finitos, dotados de perfecciones desiguales, entre cuyos
grados puede establecerse un orden jerárquico ascendente. Este orden constituye
una especie de escala, que conduce, finalmente, a la afirmación de un primer
ser, causa ejemplar, eficiente y final, que posee esas perfecciones en grado
sumo, y de las cuales participan todos los seres inferiores.
San Anselmo establece
un procedimiento, por tanto, a posteriori, ya que parte de la existencia
real de seres desigualmente perfectos, siguiendo una línea de perfecciones –la
bondad, la magnitud, el ser- hasta llegar a la cumbre en cada línea de
perfección. Poseer una perfección de manera incompleta significa participar de
esa misma perfección absoluta. Ya así, una perfección incompleta o imperfecta
exige la existencia de la perfección absoluta en su misma línea.
Identificado el punto de
partida y el procedimiento establece las tres pruebas ontológicas de la
existencia de Dios [5].antes de
llegar al ‘argumento ontológico’. No satisfecho san Anselmo con las pruebas
expuestas en el Monologon, que le
parecen demasiado complicadas e insuficientes, se propone llegar a una claridad
completa en la demostración de la existencia de Dios. Para ello parte, no de la
realidad de los seres y de sus perfecciones (bondad, justicia, grandeza, grados
de perfección, ser), sino de la idea misma de Dios, tal como la proporciona la
fe, es decir, la idea de un ser eterno, infinito y perfectísimo. Es una
aplicación del método del crede ut
intelligas. Partiendo de una noción dada por la fe, la razón, aplicando los
procedimientos de la dialéctica, llega a demostrar su realidad. Es un ejercicio
dialéctico tomando por punto de partida una definición. Tan evidente le parece
ese procedimiento, que espera llegar a convencer con él incluso a los ateos más
empedernidos.
El proceso de la
demostración tiene tres etapas: 1º).- Como punto de partida, propone una
‘definición’ de Dios partiendo de la noción que le proporciona la fe, es decir,
un ser tan grande que no puede pensarse nada mayor; 2º).- Esa noción existe y
tiene ya realidad en la mente como idea. Pero existir en la mente y en la
realidad es más que existir tan sólo en la mente; 3º).- Luego Dios existe, no
sólo en la mente, sino también en la realidad. De otra suerte no se realizaría
en El la definición de que es aquello que nada mayor se puede pensar.
3º).- En el ámbito
cosmológico: La creación. San Anselmo se enfrenta con la cuestión del
origen del mundo, el cual no ha existido siempre, sino que ha sido creado por Dios,
¿de dónde procede? Si se dice que de una materia preexistente, como antes del
mundo sólo existe Dios, esa materia sería Dios mismo, y en ese caso
incurriríamos en el panteísmo. Hay que decir que antes del mundo no existía
ninguna materia de la cual pudiera sacarlo Dios. Solamente existía Dios, causa
infinita, capaz de sacarlo de la nada. El ser del mundo sucede a su no-ser en
virtud de un acto de la voluntad y del poder infinito de Dios.
Sin embargo, antes de que
las cosas vinieran en el tiempo a la existencia actual, existían ya alguna
realidad en el pensamiento divino. Sus esencias existían desde toda la
eternidad en la inteligencia divina, en forma de ideas ejemplares, increadas, a
cuya imagen fueron creadas todas las cosas, dándoles la existencia actual.
Véase con qué vigor expresa este pensamiento, de neta influencia agustiniana, y
en el cual vibra el concepto de la distinción real de esencia y existencia, en
el mismo sentido que tiene ya implícitamente en el ejemplarismo[6]
de san Agustín, y que adquirirá su expresión más perfecta en santo Tomás.
Un caso de aplicación de
este ejemplarismo es el concepto anselmiando del hombre. Dios ha dejado impresa
su huella en todas las obras de la creación, pero de una manera especialísima
en el hombre, cuya alma es una imagen de la Santísima Trinidad, en cuanto que,
dentro de una misma esencia, tiene memoria (Padre), inteligencia (Hijo) y
voluntad o amor (Espíritu Santo).
4º).- En el ámbito
antropológico. Relación Dios-hombre. Las reflexiones de san Anselmo, en
realidad, se fundamentan en el binomio Dios-hombre. Resulta de interés hacer
referencia a este binomio desde la relación que hay, a su vez, entre
conocimiento y palabra. La palabra es un signo físico o externo a nosotros, pero
también está dentro de nosotros al ser nuestra mejor expresión interior. En la
interioridad la palabra está como intelección de la realidad mediante nuestro
intelecto. San Anselmo se detiene especialmente en esta última consideración de
la que puede predicarse originariamente la verdad o la falsedad.
Esta palabra mental o
concepto es más o menos verdadera según su mayor o menor grado de semejanza con
la cosa. En consecuencia, el conocimiento humano se halla medido en relación
con las cosas[7]. A
diferencia de la palabra humana, la palabra divina en cambio es la medida de
las cosas, porque es su modelo. Esto hace, en palabras de san Anselmo, que la
verdad humana es una especie de rectitud, de capacidad de decir cómo son las
cosas.
Pero la rectitud no sólo se
predica del intelecto, sino también de la voluntad: en el primer caso se trata
de la verdad, en el segundo consiste en la justicia y el bien. Más aún: la
libertad misma, rasgo esencial de la voluntad, se define como rectitud o
capacidad de obrar el bien. En efecto, la libertad no se reduce, como pensaban
muchos, a ‘poder pecar o no pecar’, hipótesis en la cual ni Dios ni los ángeles
serían libres. La libertad es la capacidad de actuar con rectitud y, por lo
tanto, se identifica con la voluntad del bien, con la buena voluntad. Somos
libres con el propósito de conservar la rectitud de la voluntad, por amor a la
rectitud misma. Se trata, pues, de una rectitud que hay que amar y buscar por
sí misma, no por otros motivos. Constituye el mayor bien, sin el cual es
imposible obtener los demás valores.
La rectitud de la
voluntad y la rectitud del intelecto –en otras palabras, la justicia y la
verdad- se encuentran y se identifican. Es cierto que la voluntad puede
extraviarse, perdiendo esa rectitud y convirtiéndose en esclava de los vicios.
No obstante, también en este caso la voluntad sigue conservando su libertad,
aquel instinto de rectitud en el que consiste la libertad, y que mediante la
gracia de Dios y con la ayuda de Él permite liberarse del pecado y volver a
transitar por el camino del bien.
¿Cómo se lleva a cabo la
concordancia entre libertad humana y presciencia divina? ¿Entre predestinación
y libre arbitrio, o entre gracia y mérito? Ante un Dios omnipotente,
omnisciente y predestinador, ¿cómo se puede hablar de libertad y de
responsabilidad humanas? Éstos son algunos de los temas tratados en el ensayo De concordia. Anselmo brinda esta
respuesta a dichos interrogantes: ‘Si determinado acontecimiento se produce sin
necesidad, Dios, que prevé todos los acontecimientos futuros, también prevé
dicho acontecimiento. En consecuencia, se necesario que algo se dé sin
necesidad’.
Esta respuesta,
aparentemente académica, se ve enriquecida por otros elementos cuando Anselmo
manifiesta que la previsión de la necesidad de que se lleve a cabo determinado
acontecimiento futuro libre es posible, porque tal previsión divina tiene lugar
en la eternidad, en la que no existen cambios, mientras que el acontecimiento
libre sucede en el tiempo. Se trata de dos planos distintos, el de la
eternidad y el del tiempo. Con respecto a nuestra responsabilidad y a los
méritos que acumulados a través de nuestra vida, Anselmo recuerda lo que en
otro lugar ha expuesto con mayor amplitud: la libertad se identifica con la
voluntad y, por lo tanto, con la rectitud. Dios no puede quitar o conceder esa
rectitud, o eliminar la libertad, sin suprimir la voluntad al mismo tiempo. Si
ocurriese tal cosa, Dios actuaría en contra del objetivo para el cual creó al
hombre libre y responsable de sus acciones, cosa que en último término
constituye su superioridad en relación con las demás criaturas. Esto no
significa que el hombre sea autosuficiente y que no necesite la ayuda de Dios
para alcanzar su meta final. Ésta sigue siendo una dádiva gratuita. Sin embargo,
la fidelidad a ésta dádiva y a sus implicaciones depende de nuestra libertad de
adhesión. De aquí surge la necesidad del acuerdo y no de la oposición entre
gracia de Dios y libertad humana.
2.- El argumento soteriológico de la
encarnación[8]
2.1.- Introducción
La teoría soteriológica anselmiana se mueve siempre en el
límite del riesgo, especialmente cuando se la lee desde un contexto cultural
distinto al suyo. Por eso, ha sido objeto de las más variadas y contrapuestas
interpretaciones, y con frecuencia de las más agrias y amargas críticas y
desautorizaciones. La teología y la espiritualidad actual, tan sensibles al
tema de la gratuidad, son todo menos afectas a la argumentación anselmiana.
Parece desprenderse de ella una imagen poco cristiana de Dios: un Dios celoso y
narcisista, justiciero y vengativo, incapaz de misericordia con los pecadores e
incluso con su Hijo inocente. Y, al mismo tiempo, parece desprenderse de ella
una concepción jurídica y sacrificial de la salvación, como si ésta sólo fuera
posible a base de méritos y del dolor impuesto, y no por el amor y el perdón.
Incluso fuera de los ámbitos creyentes se ve en ella una teoría dolorista de la
salvación y una imagen masoquista de Dios.
Para evitar tan extremas interpretaciones, lo primero que se
necesita es situar la teoría en su contexto cultural original, es decir, en
un contexto feudal, en el cual el valor supremo es el honor del señor y la
obediencia del vasallo. Es una regla elemental de hermenéutica. Hoy se nos
hace imposible aceptar como humana y cristianamente válido aquel orden social.
Pero, utilizando lenguaje moderno, no podemos dejar de reconocer valor al
ensayo de ‘inculturación’ que supone la teoría soteriológica de san Anselmo.
¡Ojalá fuera capaz la teología actual de globalización! Lo único que cabe
preguntarse es si ese ejercicio de ‘inculturación’ en el mundo feudal y en el
derecho romano debió sacrificar rasgos irrenunciables del Dios cristiano y
valores irrenunciables de la salvación cristiana. Ahí está el éxito o el
fracaso de toda inculturación.
Con esta última apreciación debemos comprender su punto de
inflexión hacia la concentración soteriológica. La respuesta a la pregunta con
la que titula una de sus obras ‘¿por qué Dios se ha hecho hombre?’ es la
siguiente: Dios se ha encarnado para salvarnos, porque el ser humano y la
creación entera necesitaban ser salvados. Anselmo cambia el interés de la
cristología a la soteriología. La encarnación es sólo la condición de posibilidad
de la redención. No sólo eso, la obra salvífica de Cristo se realiza sobre todo
en su pasión y en su muerte.
El punto de partida de la obra y de
la argumentación no es una razón que busca la fe, sino una fe que busca la
inteligencia. Desde el prólogo queda claro el punto de partida y la finalidad
de la obra: ‘El fin de aquellos (monjes) que me piden esta petición no es el de
llegar a la fe por la razón, sino el de complacerse en la contemplación e
inteligencia de las verdades que creen’.
Las dificultades que
plantea la cuestión de la encarnación de Dios son las mismas de siempre. En
Anselmo se repiten las mismas preguntas que habían suscitado las grandes
controversias cristológicas. Son básicamente dos: ¿Cómo o por qué, siendo Dios
omnipotente y omnisapiente y teniendo a su alcance caminos más fáciles, decidió
salvar a la humanidad por el camino más difícil de la propia encarnación, de la
pasión y la muerte? ¿Cómo se puede armonizar la omnipotencia de Dios y la
humillación, la kénosis, el dolor y el sufrimiento que suponen la encarnación,
la pasión y la muerte del Hijo de Dios? ¿Cómo es posible y por qué Dios
todopoderoso ha de asumir la bajeza y la debilidad de la naturaleza humana para
restaurarla? El interlocutor no ve razón para que ‘el Altísimo baje a tantas
humillaciones, que el que es todopoderoso haga una cosa con tanto trabajo’. Y
aún hay otra cuestión que parece inducir a escándalo: ¿Cómo es posible que un
Dios tan justo y misericordioso entregue a la muerte a un inocente para salvar
a los pecadores?
En definitiva, son las
mismas cuestiones que habían obsesionado a Arrio y a otros muchos creyentes
desde hacía siglos. La piedra de toque era, en el fondo, cómo conciliar en Dios
la omnipotencia e inmutabilidad con el sufrimiento, la pasión y la muerte. Si
no pudo salvar a los hombres de otra forma, ¿dónde está su omnipotencia? Si
pudo y no quiso, ¿dónde están su sabiduría y su misericordia? ¿Cómo armonizar
en Dios la justicia y la misericordia? Porque, ciertamente Anselmo parte del
supuesto irrenunciable de que Dios es omnipotente y omnisapiente, y también
parte del supuesto de que es infinitamente misericordioso. Son cuestiones que
siguen presentes en el corazón de la teodicea.
Todas estas cuestiones,
formuladas anteriormente, están detrás de la gran cuestión que titula su obra: Cur Deus homo? Anselmo contesta que Dios
se ha encarnado para salvar al género humano. Y aduce unas razones que él
considera ‘necesarias’. ‘Necesarias’ no significa aquí que sean apodícticas en
base a un juego racional de lógica y dialéctica. Ni significan que violenten la
soberanía y libertad divinas. Significa que son razones ‘objetivas’, que están
enraizadas en la creación, que expresan la dinámica de la realidad creatural,
pues, la realidad es razonable, no arbitraria y violenta. Esta necesidad de la
creación es perfectamente compatible con la libertad divina; es fruto de la
libertad divina.
2.2.- Desarrollo del
argumento
El argumento de san Anselmo nace de la experiencia de fe propia de
un místico. Pero se desarrolla con el rigor de una lógica férrea y de una
inteligencia deslumbrante. A veces da incluso la sensación de que la
inteligencia traiciona a la realidad, y
pone a Anselmo al borde del idealismo, confundiendo lo pensado por fuerza de la
lógica con lo real existente.
Anselmo intenta mostrar la necesidad de la economía de la
encarnación redentora a partir de la necesidad de una reparación que
viniera del hombre por la ofensa hecha a Dios. Y lo hace, como se complace
en repetir, ‘con sola la razón’, como si no hubieran existido nunca Cristo y la
fe cristiana. Por otra parte, este postulado se plantea dentro de la fe, con
ese distanciamiento que la fe toma frente a sí misma, a fin de mostrar mejor
que no puede haber salvación para el hombre sin Jesucristo.
Éstos son los pasos de la
argumentación anselmiana que prueba la necesidad de la encarnación del Hijo de
Dios para la salvación de la humanidad[9]:
1º).- Primer tiempo: todo debe ir seguido de una satisfacción o de una pena. El pecado
es analizado por Anselmo según las categorías del honor ofendido, violado y
robado, lo cual lo relaciona con la noción jurídica de robo, pecar es cometer
de alguna manera un robo superior, el robo del honor de Dios. Así pues, la
reparación exige no solamente una restitución completa, sino también un plus de
compensación del perjuicio causado:
“El que no da a Dios este honor debido, quita a Dios lo
que es suyo y lo deshonra: y esto es precisamente el pecado. Y mientras que
devuelve lo que ha quitado, permanece en la culpa; ni basta el que pague sólo
lo que ha quitado, sino que, a causa de la injuria inferida, debe devolver más
de lo que quitó”[10].
Anselmo se sirve incluso
de la imagen del ‘pretium doloris’,
pero la transforma hablando a propósito de ese plus de algo que agrade a Dios. Así pues, una satisfacción completa
requiere estos dos elementos.
El análisis se basa en
una transferencia analógica entre el orden de la justicia en el mundo y el orden
de la justicia divina, que exige la supresión del desorden causado por el
pecado. La vuelta al orden exige por tanto que Dios reciba satisfacción del
pecador. La misma satisfacción
espontánea de los prevaricadores, o el castigo impuesto a los que no quieren
satisfacer, entran en los planes de Dios, que saca con frecuencia el bien del
mal y tienen su lugar y belleza en el universo. Dios recobrará así su honor de
grado o por fuerza. Porque ni él puede perderlo ni el hombre puede escaparse de
Dios: o bien se someterá a Dios en la obediencia, o bien será puesto bajo su
voluntad que castiga. Al final de estas reflexiones interviene la fórmula tan
conocida: ‘Es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena’[11].
Ante un argumento tan
riguroso, Bosón presenta una objeción muy comprensible. ¿No es contradictorio
que Dios nos exija a nosotros perdonar sin contrapartida, mientras que él se
niega a hacerlo? La respuesta de Anselmo no vacila ante el término de venganza
que se considera aquí necesaria: “A nadie
toca hacer venganza sino a él, que es el Señor de todas las cosas”[12].
Las autoridades políticas ejercen esta venganza en su nombre, cuando son
justas.
Toda argumentación, que
hace un uso repetido del dilema, está dirigida por una cierta idea de la
grandeza de Dios. Esta grandeza aleja de Dios todo tipo de inconveniencia[13].
Anselmo está en las antípodas de todo voluntarismo divino: hay cierta forma de
misericordia que no le conviene a Dios, puesto que acarrearía una injusticia.
Sería inútil pretender que una cosa es justa porque Dios la quiere; al
contrario, la quiere porque es justa. Por otra parte, el orden de justicia que
Dios persigue es un orden de belleza: no es posible que Dios soporte una
deformidad en el seno de sus designios. Es como un hombre rico que no puede
guardar en su tesoro una perla que un ladrón hubiera mancillado. De esta manera
la compensación es comparada con una limpieza[14].
2º).- Segundo tiempo: el hombre pecador es radicalmente incapaz de satisfacer. Como buen
cristiano, Bosón enumera todo lo que el hombre puede hacer para purgar su
pecado: “Con la penitencia, con el
corazón contrito y humillado, con las abstinencias y diversos trabajos
corporales, con la misericordia de dar y perdonar y con la obediencia”[15]. Pero
Anselmo le replica enseguida: todo esto se lo debes ya a Dios, aunque no hayas
pecado. Todo lo que tú le das a Dios viene de él y se lo debes ya todo. No te
queda nada que puedas devolverle por el pecado. No puedes hacer nada.
Por otra parte,
suponiendo que todas esas obras de obediencia y de caridad no se debieran ya a
Dios por el título de la creación, el hombre seguiría estando sin nada con que
satisfacer, ya que el pecado más pequeño tiene un valor infinito respecto a la
majestad ofendida de Dios. Pues bien, “Dios
exige la satisfacción según la gravedad del pecado”[16].
Esta reflexión constituye un retorno a la perspectiva patrística: el hombre es
parecido a uno que a pesar de las advertencias, hubiera caído en una profunda
fosa y no pudiera salir solo de ella[17].
La segunda razón está de hecho ordenada a la primera. Anselmo vuelve a orientar
según la perspectiva de la satisfacción el antiguo dato doctrinal: el hombre
caído en el pecado no puede encontrar la salvación por sus propias fuerzas.
3º).- Tercer tiempo: la satisfacción es necesaria para completar el designio de Dios sobre
el hombre. No solamente la satisfacción es una condición necesaria para la
salvación del hombre, que ha sido creado con vistas a la bienaventuranza, sino
que es igualmente necesaria desde el punto de vista de Dios, que no puede
aceptar haber creado al hombre ‘en vano’ y renunciar a cumplir el designio
emprendido con su criatura. Por tanto, es preciso que se realice el designio de
Dios y que – se trata de un aspecto muy importante para Anselmo- la ciudad de
Dios, disminuida por el pecado de los ángeles, pueda completarse en la
aportación de los hombres. Esta necesidad no es ni mucho menos una constricción
que pese sobre Dios; se trata de una necesidad interior que se identifica con
la gratuidad[18]. Porque
el que se somete libremente a la necesidad de hacer el bien, lo hace
gratuitamente. Así, al crear al hombre con su bondad, Dios “se obligó en cierto modo espontáneamente a terminar la obra comenzada”[19]. Ya
Ireneo había dicho que la obra de Dios no puede verse abocada a un fracaso; va
en ello el arte y la armonía del designio divino. Este tercer tiempo de la
argumentación nos muestra que toda la intención de Anselmo se inscribe en
definitiva en una gratuidad divina que no es otra cosa sino la gracia. La
necesidad de la satisfacción, con su exigencia cuantitativa, se ve envuelta en
este movimiento descendente de la iniciativa gratuita de Dios.
4º).- Cuarto tiempo: sólo un Dios-hombre puede cumplir la satisfacción que salva al hombre. Ya tenemos reunidos todos los términos del
problema. Por una parte, ningún hombre puede satisfacer, ya que ninguno puede
ofrecer a Dios por el pecado “algo mayor
que todo lo que existe fuera de Dios”[20], y
sin embargo es al hombre a quien le corresponde satisfacer. Por otra parte,
sólo Dios sería capaz de realizar una satisfacción digna de Dios, pero de nada
serviría que Dios satisfaciera en lugar del hombre. Por tanto, la solución que
se impone es la siguiente:
“Si pues, como se ha demostrado, es necesario que la ciudad
celestial se complete con los hombres, y esto no puede hacerse más que con la
dicha satisfacción, que no puede dar más que Dios, ni debe darla más que el
hombre, síguese que ha de darla necesariamente un hombre Dios”[21].
A partir de esta
conclusión, Anselmo ‘deduce’ la encarnación, es decir, recobra la coherencia de
los datos nuevos de la cristología tradicional. Lo mismo que los padres habían
construido esta cristología con la ayuda del argumento soteriológico, también
Anselmo muestra, a partir de esta nueva forma de exigencia soteriológica que es
la satisfacción, la necesidad de las dos naturalezas en Cristo y de la unidad
de su persona, dentro de una perspectiva muy calcedoniana. Con este mismo espíritu
‘deduce’ la alta conveniencia de la concepción original y analiza el valor ante
Dios de la muerte de Jesús. Cristo es sin pecado y, por tanto, no está sometido
a la ley de la muerte que no afecta al hombre más que en virtud de su pecado.
Pero si Cristo no está sometido a la muerte, puede morir, si lo quiere,
voluntariamente. De esta situación es de donde nace su capacidad para
satisfacer: por una parte, puede ofrecer a Dios ‘algo mayor que todo lo que no
sea Dios’ y, por otra, puede hacerlo sin que sea ‘una cosa exigida y debida’.
Anselmo ve también una conveniencia en la correspondencia antitética entre lo
absoluto del pecado de Adán y lo absoluto de la satisfacción realizada por
Cristo:
“Si el hombre pecó por el placer, ¿no es conveniente que
satisfaga por el sacrificio? Y si tan fácilmente fue vencido por el demonio con
la mayor facilidad y deshonró así a Dios pecando, ¿no es justo que en la
satisfacción ofrecida a Dios por el pecado encuentre la mayor pena posible en
vencer al demonio y dar gloria a Dios? ¿No es razonable que el que por el
pecado se separó de Dios lo más que pudo, por la satisfacción se entregue a él
lo más que sea posible?[22]
Finalmente se subraya el
valor ejemplar de la muerte de Cristo. San Anselmo muestra entonces cómo esta
muerte prevalece contra todos los pecados del mundo, porque se trata del don de
una vida que ‘vale más que todos los pecados de los hombres’, con lo que ‘esa
vida dada en expiación de los pecados prevalece sobre todos ellos’[23].
Esta muerte destruye incluso los pecados de los que hicieron morir a Cristo,
teniendo en cuenta que aquel crimen se cometió por ignorancia. AL final de su
exposición, Anselmo escribe estas palabras de ‘satisfacción’ por el resultado
obtenido: “Es evidente por tanto que
Cristo, al que creemos Dios y hombre, ha muerto por nosotros”[24].
El argumento de san
Anselmo, que comenzó buscando las razones de la encarnación, concluye
concentrando la obra soteriológica de Cristo en su pasión y muerte. La
encarnación es, pues, condición de posibilidad para la salvación, que tiene
lugar, sobre todo, mediante la pasión y muerte de Cristo. Aquí se asoma la
categoría de sacrifico, que apenas había aparecido en el discurso de Anselmo: ‘Si
el hombre pecó por el placer, ¿no es necesario que satisfaga por el
sacrificio?’
3.- Aportaciones de su teoría soteriológica
La teoría soteriológica de san
Anselmo tiene algunos valores innegables, que deben inspirar aún la teología y
la espiritualidad cristiana[25].
1º).-
Ofrece una visión honda y teologal del pecado, al que define en relación con
Dios y la creación, y no se contenta con una visión meramente moral o jurídica,
como mera desobediencia a la ley. Descubre toda la gravedad del pecado y su
dimensión objetiva, pues implica a la vez lesionar el honor de Dios y lesionar
el honor del ser humano y romper el orden del mundo. Combina la perfección
divina con las ideas de justicia y de misericordia. Dios está de tal forma
vinculado a la justicia, que esta vinculación expresa la fidelidad de Dios como
creador.
2º).-
Dios respeta la libertad y responsabilidad del hombre en la salvación. Pero
Dios es pasivo ante la salvación del hombre: toma la iniciativa de la
encarnación y otorga a la humanidad en Jesucristo los recursos y los medios
para una satisfacción plena o condigna. Esa iniciativa de Dios es ya gracia. La
encarnación de su Hijo es pura gratuidad, obra de la libertad divina, y, al
mismo tiempo, ofrece a la humanidad la capacidad de autodignificarse, de
salvarse desde dentro de la historia humana. Y la misma muerte de Cristo no es
un castigo que Dios impone a su Hijo, sino la satisfacción que el propio Hijo
ofrece al Padre por los pecados de la humanidad. “La satisfacción es
formalmente distinta del castigo… El castigo es sufrido por constricción y no
tiene ningún valor satisfactorio, mientras que la satisfacción se ofrece de
buen grado, como homenaje reparador”[26].
Quizá
aquí radica la mayor fuente de malentendidos en torno a la teoría anselmiana,
porque con mucha frecuencia se interpreta la muerte de Cristo como un castigo
impuesto por el Padre a su Hijo. Pero nada más lejos de la mente de Anselmo: “(Dios) no le forzó a la muerte contra su voluntad ni permitió que
fuese muerto, sino que él mismo buscó la muerte para salvar a los hombres”[27].
El Hijo no fue condenado por el Padre en un gesto de venganza. El Padre sólo
quiere esta muerte en cuento que es salvífica, no en cuanto que es dolorosa. “Como el Padre le agradó la voluntad del
Hijo y no le prohibió el querer o cumplir lo que quería, con razón se afirma
que quiso que el Hijo sufriese la muerte tan piadosa y tan útilmente, aunque no
desease su tormento”[28].
3º).-
La salvación no es una experiencia meramente subjetiva del hombre; implica la
restauración de la belleza y el orden de la creación. La salvación no consiste
en un perdón nominal o en mera imputación de la justicia, como defenderán luego
el nominalismo y la Reforma; consiste en una restauración real de la realidad
creada, de la humanidad. Dios no impone la muerte de Cristo; la padece en su
Hijo y la convierte así en muestra suprema de amor. La muerte de Cristo no
tiene simplemente un valor ejemplar, como defenderá H. Grozio. Ni la redención
tiene un sentido meramente ético, como defenderá luego la teología liberal.
Combina de forma extraordinaria el honor de Dios y el honor del mismo ser
humano. “Por eso precisamente coinciden
el honor a Dios y el bien del hombre que ha de salvarse; esta coincidencia
desemboca en la economía inaudita de la encarnación redentora”[29].
4º).-
Uno de los valores más destacados de la teoría soteriológica de Anselmo es
subrayar tan fuertemente la solidaridad en el pecado y en la salvación. Primero
el individualismo del humanismo renacentista y luego el individualismo liberal
debilitaron este sentido de la solidaridad en la salvación y en la perdición,
idea que está en la entraña misma de la historia salvífica. Esa pérdida del
sentido de solidaridad ha empobrecido notablemente la piedad popular cristiana,
haciendo de la salvación un asunto básicamente individual y meramente
espiritual[30]. Por
eso la teología tiene hoy el reto de recuperar esta categoría, y asociar la
idea tan bíblica de la sustitución con la idea tan moderna de la solidaridad.
5º).-
Los riesgos mayores de la teoría anselmiana están asociados al imaginario y la
axiología de la cultura feudal que subyacen a dicha teoría. Anselmo hizo bien
en ensayar la inculturación de la cristología en su época, condición de
posibilidad para hacer comprensible y experimentable la fe cristiana en aquel
tiempo. Pero arriesgó al utilizar algunas metáforas sin las necesarias
precisiones, sin discernirlas y purificarlas mediante la ‘vía de la negación y
la vía de la eminencia’. De hecho, la teoría soteriológica de Anselmo ha dado
lugar a teorías teológicas y prácticas piadosas de dudosa ortodoxia cristiana.
Algún fallo o alguna ambigüedad debió haber en ella para dar lugar a tales
consecuencias.
Quizás
la categoría más resbaladiza es la del ‘señor feudal’, utilizada para definir a
Dios y para definir el pecado. En la figura del señor feudal prevalece más el
sentido del honor que el sentido de la justicia y de la misericordia. Como
consecuencia, la imagen de Dios más celoso de su honor que de la vida y la
salvación de sus creaturas. La imagen resultante es un Dios más justiciero que
justo, vengativo y hasta sanguinario, y de ninguna forma misericordioso. Es un
Dios que ejerce un dominio despótico, caprichoso y arbitrario sobre las
creaturas, incluso sobre su propio hijo. Por aquí apuntan la mayor parte de las
preguntas que arroja el interlocutor Bosón. Éste parece colocarse de parte de
la misericordia, y Anselmo de parte de la justicia, sin que ni uno ni otro sean
capaces de armonizar ambas dimensiones del Dios bíblico.
De
esta metáfora del ‘señor feudal’ aplicada a Dios puede resultar también una
concepción ambigua del pecado y de la redención. La noción de pecado se
circunscribe demasiado a la noción del honor divino lesionado, aunque esa
lesión se traduzca en la lesión del honor humano. Se mide la ofensa a Dios más
por la infracción del orden querido por Dios que por el daño que se hace al ser
humano. De ahí puede derivarse una concepción meramente jurídica del pecado,
como si de un robo a Dios se tratara. Se parte así del supuesto que Dios y el
hombre no son dos compañeros de camino –la encarnación como humanización de
Dios- sino dos señores en competencia, con desiguales oportunidades. Los celos
del ‘señor omnipotente’ convierten en pecado cualquier atrevimiento del ser
humano que osa disputarle a Dios su soberanía. El hombre sólo es capaz de
pecar, no de satisfacer. La categoría de ‘filiación’, tan central en el Nuevo
Testamento, apenas aparece como referente esencial del pecado. Entre Dios y el
hombre parecen prevalecer las relaciones ‘dueño-esclavo’, y los intercambios de
deuda y pago. Se presenta la salvación como exigencia de la justicia
conmutativa, pero el hombre jamás podrá relacionarse con Dios según este modelo
de justicia. La exigencia de pagar hasta el último centavo de la deuda que es
el pecado es lo que hace la salvación poco menos que imposible. Ni la misma
Iglesia, en su práctica penitencial más estricta, había llegado a esta contabilidad
tan estricta de deudas y pagos. Por eso, en la teoría de Anselmo queda
desdibujada la gratuidad, condición esencial de toda salvación cristiana.
6º).-
La teoría soteriológica de Anselmo no contempla la idea de ‘divinización del
hombre’ que había inspirado la teología de la encarnación en la tradición
oriental. ‘Este silencio contribuye a centrar la atención solamente en la
mediación ascendente de la satisfacción y a soslayar la mediación descendente,
que sin embargo afirma Anselmo”[31].
La encarnación es considerada como simple condición de posibilidad para la
redención, sin apenas valor soteriológico en sí misma. Las ‘razones necesarias’
de la encarnación no están en la iniciativa amorosa y gratuita de Dios, sino en
la incapacidad del hombre para satisfacer condignamente por su pecado-deuda.
Pero la economía salvífica ve en el misterio de la encarnación un horizonte
mucho más amplio: Dios asume la condición humana para comunicarse con el ser
humano y divinizar a éste, aun cuando no hubiera pecado.
7º).-
Finalmente, la teoría de Anselmo se mueve en el filo del riesgo al hablar de la
necesidad de la muerte de Cristo. Para Anselmo es cierto que Dios Padre no
condena a su Hijo ni quiere su muerte en cuento tal. Son los hombres los
responsables de esa muerte. Y el Hijo la acepta libre y voluntariamente. Dios
no la quiere, pero se hace necesaria para la salvación de los hombres, pues es
lo único superogatorio que un ser humano puede ofrecer a Dios. ¿No bastaba la
vida de Cristo para la salvación humana? ¿Tiene más valor la muerte que la
vida? Para Anselmo la necesidad de esta muerte es producto de la justicia y del
amor de Dios a la humanidad. Pero en la interpretación de la muerte de Cristo
es fácil dar un paso en falso hasta el punto de hacer prevalecer el castigo
sobre la satisfacción. Este riesgo se agranda, dando que en las reflexiones de
Anselmo las referencias a la resurrección de Cristo son prácticamente nulas.
La
teoría soteriológica de Anselmo ejerce una fuerte influencia en la teología
medieval. Pero no todas las teorías soteriológicas van en la misma dirección.
Quizá el autor que más contrasta con Anselmo es Abelardo. Éste no acepta la
teoría de la satisfacción, y menos cuando ésta es ofrecida por un inocente. La
muerte de Cristo es un crimen, un pecado más grave que la desobediencia de
Adán. No puede estar ahí la redención. Exigir que muera un inocente es inútil,
injusto y cruel. El único valor salvífico de la pasión de Cristo es su
revelación del amor de Dios, su ejemplaridad, que nos mueve a corresponder con
amor. Para Abelardo sólo el amor salvo.
[1]
San Anselmo es natural de Aosta , en el Piamonte, de noble familia longobarda.
Atraído por la fama de su compatriota Lanfranco, ingresó en el monasterio de
Bec (1060). Fue prior en 1063, y en 1078 sucedió a Herluino como abad. La mayor
y mejor parte de sus obras es fruto de sus treinta años de enseñanza en Bec. En
1093 sucedió a Lanfranco en el arzobispado de Cantorbery, continuando su labor
de restauración de los monasterios ingleses, arrastrados por la invasión
danesa. Desplegó una actividad extraordinaria defendiendo el poder espiritual
conforme a las normas de Gregorio VII. Esto le hizo enfrentarse con Guillermo
el Rojo (1087-1100) y Enrique Beauclerc (1100-1109), teniendo que sufrir por
dos veces el destierro. Volvió a Inglaterra en 1106, donde murió en 21 de abril
de 1109.
[2]
Obras: Dialogus de grammatico; Monologium; Proslogion; De fide Trinitatis
et de incarnatione Verbi; De
processione Spiritus Sancti contra graecos; De veritate; Liber
apologeticus contra Gaunilonem; De
libero arbitrio; Da casu diaboli;
Cur Deus homo; De conceptu virginali et originali peccato; De concordia praescientiae, et praedestinationis, et gratiae Dei cum libero arbitrio; Meditaciones y
oraciones, la mayor parte espúreas, y un epistolario de 445 cartas muy
interesantes en el aspecto doctrinal e histórico.
[3]
Algunas corrientes filosóficas contemporáneas, preocupadas por la hermenéutica
de la revelación cristiana, intentan enfocar un concepto de revelación
(manifestación o comunicación de Dios llamado a ser aceptado y descubierto por
la fe) con un concepto de razón que, sin coincidir nunca, puedan al menos
entrar en una dialéctica viva y engendrar en conjunto una inteligencia de la
fe. Cf. P. RICOEUR, “Herméneutique de l’idée de Révélation”, en AA.VV., La Révélation, Publications des Facultés
universitaires Saint-Louis, Bruxelles 1984, p. 15.
[4]
Aunque esta posición de equilibrio y armonía aparentemente zanjaba la
controversia entre dialécticos y antidialécticos, quedaba abierto un doble
peligro: 1º).- el de no distinguir suficientemente la razón de la fe ni delimitar
bien los campos de una y de otra. No basta con distinguir un orden jerárquico
entre ambas. 2º).- no se marcaba un límite al alcance de las especulaciones
racionales en la inteligencia de los misterios de la fe. Prácticamente san
Anselmo tiene una gran confianza en la razón. Busca razones necesarias para
demostrar los misterios del cristianismo no sólo para los naturales, como puede
ser la existencia de Dios, sino también para los estrictamente sobrenaturales,
como el misterio de la Trinidad y el de la Encarnación. Debemos tener en cuenta
que san Anselmo todavía no conoce los recursos filosóficos que tendrán gran
alcance en los teólogos posteriores del siglo XIII.
[5]
Con respecto a las pruebas de la existencia de Dios cabe destacar la línea ascendente de la
bondad que utiliza, como primera prueba.
Por los sentidos y por la razón vemos que hay en el mundo una multitud de cosas
buenas. Pero vemos también que esas cosas no son igualmente buenas, sino que
hay en ellas una gran variedad y una gradación de bienes mayores o menores, es
decir, más y menos perfectos. Sabemos que todo tiene una causa, y podemos
preguntarnos cuál es la de la bondad de las cosas y, a la vez, de la diversidad
de sus grados. ¿Tiene cada una de esas perfecciones una causa particular o hay
una causa universal y única de todas ellas?, se pregunta. No puede haber una
causa particular para cada ser, sino una causa única y universal, porque el
mismo hecho de poseer la perfección (bondad, justicia) de manera imperfecta,
indica que esa cosa no la posee por esencia, sino por participación en
diverso grado de una bondad absoluta, que existe fuera de las cosas. Así,
los seres son más o menos buenos por relación a la bondad que es perfecta por
esencia. Todos los seres buenos participan de esa bondad, sin que ella
participe de la bondad de ninguno. Pero ese bien sumo debe ser infinitamente
grande. Todas las cosas son buenas por él, y solamente él es bueno por sí
mismo. Siendo, pues, infinitamente grande, ese bien supremo es Dios. Esta
prueba consiste en una aplicación de su realismo exagerado. Todas las cosas son
buenas por un mismo bien. Pero no salva la trascendencia de ese bien, y, por
lo tanto, no se le puede identificar con Dios. (En el capítulo segundo
aplica el mismo procedimiento a la grandeza o magnitud).
Más
valor tiene la segunda prueba,
basada en el ser mismo de las cosas, el cual reclama una causa. Existen los
seres. Pero todo cuanto existe tiene una causa. Porque todo cuanto existe, o
existe por alguna otra cosa o por la nada. Por la nada, nada puede existir. Luego
todo cuanto existe, existe por alguna otra cosa. Ahora bien, esas causas
pueden ser una o muchas. Una para todas las cosas o una para cada una, de
suerte que cada cosa exista por sí misma. Si son muchas causas, o bien todas se
refieren a una misma causa, o unas dependen mutuamente de otras. Pero esto
segundo es irracional. Por lo tanto, todas cuantas cosas existen, existen por
una sola causa, y ésta existe por sí misma. Pero aquello que es por sí mismo,
es el máximo ser entre todos los seres. Por lo tanto, es Dios.
La tercera prueba la formula san
Anselmo a partir de la jerarquía de grados de perfección que existen en los
seres. Cualquiera que contemple la naturaleza, aprecia inmediatamente que
hay en ella un conjunto de seres que difieren entre sí por su grado de
perfección. Un caballo es más perfecto que un árbol, y un hombre más que un
caballo. Esta escala no puede ser infinita, sino que es necesario que se
cierre, llegando a un grado supremo que no tenga otro superior encima de sí.
Por lo tanto, es necesario llegar a una naturaleza que sea superior a todas las
demás, y a la cual se ordenen todas las inferiores. Un paso más: esa
naturaleza, ¿es una o múltiple? Si son muchas e iguales, o bien son iguales por
alguna esencia común a todas, pues esencia es lo mismo que naturaleza. En este
caso, si tienen una esencia común, en realidad todas esas naturalezas son una
misma. Pero, si lo que tienen de común lo tienen por otra naturaleza, distinta
de su esencia y superior a ellas, en ese caso esa naturaleza es más perfecta
que las naturalezas que de ella reciben su perfección. A partir de estas tres
pruebas san Anselmo llega a la formulación de su conocido ‘argumento
ontológico’. Cf. G. FRAILE, Historia de
la Filosofía II, El Judaísmo, el Cristianismo, el Islam y la Filosofía, BAC,
Madrid 1966, 2º ed. pp. 375 y ss. También, G. REALE, D. Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y
científico. Antigüedad y Edad Media, Herder, Barcelona 1991, 429-435.
[6]
El ‘Ejemplarismo’ es la teoría según la cual las cosas de este mundo son copia
o sombra de realidades arquetípicas o ejemplares (las ideas, en Platón; las
ideas de Dios, en san Agustín).
[7]
El concepto de verdad es en san Anselmo una aplicación de su ejemplarismo.
Todas las cosas preexisten en las ideas ejemplares de la mente divina. Por lo
tanto, su verdad consiste en su adecuación a esas ideas, que son la expresión
perfecta de sus esencias. ‘Son verdaderas en cuanto que son como deben ser’. La
verdad en sí es sólo Dios. La verdad de las cosas es una rectitud que sólo
puede ser percibida por la inteligencia. La verdad ontológica es la verdad de
la esencia de las cosas, en cuanto que dicen orden a las ideas ejemplares de la
mente divina. La verdad lógica es la verdad de la proposición. La verdad moral
es la rectitud de la voluntad. La libertad consiste en el poder de guardar la
rectitud de la voluntad por la misma rectitud. Y la justicia, en la rectitud de
la voluntad guardada por sí misma. De todo esto se deduce, si existen verdades
parciales en las criaturas, debe existir una verdad subsistente, una justicia y
una rectitud absolutas, que es Dios. Cf. G. FRAILE, o.c., p. 382.
[8]
El contenido de este apartado está tomado de F. MARTÍNEZ, “Anselmo de
Cantorbery: ¿Por qué la encarnación?”, en F. MARTÍNEZ, Creer en Jesucristo. Vivir en cristiano. Cristología y seguimiento, Editorial
Verbo Divino, Estella 2005, pp. 400-411.
[9]
Se retoman, a partir de ahora, los pasos que ofrece Bernard Sesboüé en su libro
Jesucristo el único mediador. Ensayo
sobre la redención y la salvación (I), Secretariado Trinitario, Salamanca
1990, pp. 356-360.
[10]
San ANSELMO, Por qué Dios se hizo hombre,
Obras Completas I, BAC, Madrid 2008, Capítulo XI,, p. 775.
[11] Cf. Ibid., Capítulo XV, p. 785.
[12] Ibid, Capítulo XII, p. 779.
[13] Cf. Ibid, y capítulo XX, p. 807.
[14] Cf. Ibid, capítulo XIX, p. 805.
[15] Ibid, capítulo XX, p. 807.
[16] Ibid, capítulo XXII, p. 815.
[17] Cf. Ibid., capítulo XXIV, p. 817.
[18] Cf. Ibid., Libro II, capítulo V, p. 833.
[19] Ibid.
[20]
Ibid, capítulo VI, p. 835.
[21] Ibid.
[22] Ibid., capítulo XI, p. 851.
[23] Cf. Ibid., capítulo XIV, p. 857.
[24] Ibid., capítulo XV, p. 859.
[25]
Seguimos, en este epígrafe, las reflexiones aportadas por F. MARTÍNEZ, o.c.,
pp. 407-411.
[26]
B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único
Mediador… Vol. I, p. 365.
[27] SAN
ANSELMO, Cur Deus homo, Libro I,
capítulo VIII, pp. 761 y ss.
[28] Ibid., capítulo X, p. 769 y ss.
[29]
B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único
Mediador… Vol. I, p. 362.
[30]
Así se perdió la idea de solidaridad en la salvación y la perdición. No fue
sólo en la ilustración y el liberalismo, sino igualmente en la piedad corriente
de las Iglesias donde empezó a expandirse cada vez más un individualismo
salvífico y una privatización de la interpretación de la redención. “Salva tu
alma” era el lema de las misiones populares. ¿Pero es posible salvar la propia
alma sin hacer lo propio con la del otro y también con su cuerpo?” W. KASPER, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca
1988, p. 274.
[31]
B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único
Mediador…, I., p. 369.
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