EL MEDIADOR ABSOLUTO


Jesucristo, la persona del Mediador absoluto entre Dios y el hombre

Introducción: Preparación histórico dogmática de la comprensión del ser persona de Jesús.[1]

1.      En Jesús ¿de quién hablamos? De una persona, de Dios en persona en la persona de su Hijo, que se nos mostró en toda su plena humanidad como persona.

Calcedonia, y las dos naturalezas, la humana y la divina, de la única hypóstasis divina, no ha de ser punto de partida para seguir investigando cómo de dos se hace uno; sino, más bien, es punto de llegada de las afirmaciones bíblicas. La dualidad es un momento conceptual de la contemplación de Jesucristo, que parte de su unidad y, tras las precisiones que hace Calcedonia, éste retorna a proclamar su unidad. O sea, del único y mismo sujeto Jesús, hay que llegar a afirmar que es verdaderamente humano y verdaderamente divino, todo él y sólo él. Nicea, con la divinidad, y Calcedonia, con la divinidad y la humanidad en una persona, están interpretando y asegurando con sus precisiones las afirmaciones de las Escrituras sobre Jesús. En los evangelios, la relación se establece entre la persona de Jesús y la persona de Dios, su Padre.
¿Cómo es posible que la persona de Jesús, hombre verdadero, sea divina? ¿Cómo es posible que la persona de Jesús sea la persona divina del Hijo de Dios consustancial al Padre en la eternidad de Dios? En los tiempos modernos se parte de la inconmensurabilidad de la naturaleza divina y la humana. Pero eso es porque presuponen que “un único sujeto-persona no puede estar estructurado de un modo y de otro modo si sus dos estructuras estuvieran en el mismo plano. En Jesucristo, sin embargo, no es así, porque Aquel que es capaz de asumir en sí mismo un ser-estructurado-de-otro-modo es precisamente el Totalmente Otro, muy por encima de una oposición simple y de una incompatibilidad inmediata con el ser humano que Él asume”.[2]

Nada humano le fue ajeno al Hijo de Dios. El no poder pecar no es una falta de humanidad sino una realización mejor de lo humano. El pecado en el hombre es principio de su deshumanización, que ha de estar constantemente corrigiendo para sobrevivir con plena dignidad de ser humano. El pecado no pertenece a la naturaleza humana creada por Dios, sino al hecho de su libertad. El hombre se determinó en su libertad por vivir de espaldas a Dios o suplantando a Dios en el mundo. En cambio, Jesús se determinó en su libertad humana, libertad de elección también, por vivir totalmente de cara al Padre, pendiente de su voluntad, asumiéndose como Hijo. Este acto de su libertad, su sí a Dios, tiene el significado para todos nosotros de “liberación” y “elevación” de lo humano a su mayor dignidad, “ser enteramente hijos de Dios” (M. Zambrano).

En la persona de Jesús, en su vida o existencia personal, la imagen de la humanidad esencial, la verdad del ser humano, se ha podido y querido manifestar bajo las condiciones históricas del pecado del mundo “sin ser vencido por ellas”.[3] Plenamente libre, no ha escapado a las condiciones bajo las que viven y sufren los seres humanos, ese pecado estructural al que todos contribuimos y que a todos nos tienta. Jesús no escapó al misterio de la tentación descrito en Génesis 2-3 a propósito de Adán, pero no cayó en ella. “¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?” (Jn 8,46).

Jesús fue el hombre que viniendo personalmente de Dios entró dentro del juego de las relaciones humanas marcadas por el pecado y la mortalidad, y él mismo ha construido su personalidad humana ayudándose de ellas o confrontándose con ellas. En cambio, no podemos decir que Él haya tenido ninguna complicidad con ese pecado del mundo. En Jesús vemos salvada y garantizada la verdad del hombre en la verdad de Dios.

Así pues, el dogma cristológico (tal como llega de Calcedonia al Concilio de Constantinopla II, un siglo después) no sostiene las dos naturalezas de Jesucristo como dos realidades equivalentes que puedan sumar (Dios y el hombre no pertenecen al mismo género), sino que se sirve de este subterfugio numérico para decir que, en la Encarnación del Hijo de Dios, la humanidad no es nunca reducida a la identidad divina, o sea no es nunca transformada en pura divinidad ni confundida con ella, aunque tampoco goza de una subsistencia humana separada o dividida  de la identidad divina. Es predicada la dualidad para salvaguardar la verdad de la naturaleza humana de Jesús. En el plano de la existencia concreta no hay una dualidad sino un único sujeto divino del que se predica su plena humanidad.
Con la fórmula de Cirilo de “una sola naturaleza encarnada del Verbo/Hijo Dios”,  a la que se aferraban tantos cristianos y daba pie a tantas discusiones, se estaba indicando la unicidad de la subsistencia (hypóstasis) de Jesucristo. Y no se refería a que la divinidad y la humanidad de Jesucristo no harían más que una sola naturaleza o esencia. Constantinopla II hace decir a Cirilo lo que dijo Calcedonia: donde Cirilo dijo naturaleza Calcedonia dijo hypóstasis; lo que supuso una evolución semántica en los términos, al reservar naturaleza para lo común o consustancial con algún otro ser, e hypóstasis para lo personal realmente distinto y existente.[4]
De esa persona única cabe predicar propiedades divinas y propiedades humanas. Es lo que se vino en llamar “comunicación de idiomas”, o comunicación de las distintas propiedades divinas y humanas. Era una forma de expresar lo que verifican las Escrituras y los evangelios en concretos. Quien es engendrado de María es el engendrado por Dios su Padre desde la eternidad. Y tanto los milagros como los sufrimientos son atribuidos al mismo Jesús, el Verbo/Hijo encarnado. En este sentido, llegamos a la pasión de Jesús, y Constantinopla II asume: “Nuestro Señor Jesucristo, crucificado en su carne, es verdadero Dios, Señor de la gloria y Uno de la Santa Trinidad” (can. 10. DzH 432).

Si Jesús no fuera el Hijo eternamente engendrado por el Padre, y el Hijo, uno de la Trinidad, no fuera el que ha sufrido en la cruz, “el misterio de la piedad” que nos salva desaparecería (razón de Cirilo y los monjes Escitas). Es dicha “apropiación” la que hace posible expresiones ortodoxas como “Dios es el crucificado” o “Dios ha muerto”, cuando expresan que el Padre ha entregado a su propio Hijo en poder de los hombres y éstos llegaron a matarle. Otra cosa es la expresión “Dios ha muerto”, de la mano de Jean Paul Richter, Hegel o Nietzsche, cuando se usa para expresar el desafío y la obra de los hombres modernos, que han borrado a Dios del horizonte de sus vidas obligándose a convertirse ellos y su vida en el último absoluto.

Hasta aquí, hemos intentado la recuperación de la perspectiva de la unidad del sujeto o persona que es Jesús. Pero si no olvidamos que es el Verbo/Hijo de Dios quien se hace carne, hombre, la unión del Verbo/Hijo a la humanidad, a una carne humana en concreto animada de un alma razonable y pensante, dice Constantinopla II que eso se hizo según composición (kata sýnthesin), expresión no sin cierto riesgo, o según la hipóstasis (kath hypóstasin), más acertadamente. La relación que aquí se establece, hemos subrayado, se da entre la Hipóstasis o persona divina y la naturaleza humana que ase asume. Ahí se da la unión, en el pasar el Hijo de Dios al hombre Jesús que es el Hijo de Dios, unión entre Dios y hombre sin confusión ni separación. Así pues el Verbo/Hijo de Dios llega a ser un solo ser concreto personal con su humanidad.
Así pues, la simplicidad de la hipóstasis o persona del Verbo/Hijo de Dios, simple si se prescinde de la Encarnación, en cierto sentido llega a ser compuesta y diversa cuando la contemplamos en el Verbo/Hijo encarnado, diversa de cuando se contempla al Verbo/Hijo en sí, en la Trinidad inmanente. Si se ha dicho que ninguna naturaleza puede existir sin disponer de una subsistencia (hypóstasis), pudo decirse también que la naturaleza humana del Verbo/Hijo encarnado  está “enhypostasiada” en la hypóstasis del Verbo.

No se puede precisar más. Queda claro, que el sujeto último de todas las acciones y pasiones de Jesucristo no es el Verbo/Hijo tomado en sí solo, sino el Verbo/Hijo que se ha hecho hombre. Y este Hijo encarnado no es un ser intermediario entre otros dos seres, sino verdadero Mediador: “No hay más que un solo Mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús” (1Tm 2,5). No es otra cosa, no es un tercero entre Dios y el hombre, es todo Dios y todo hombre a la vez, verdadero Dios en tanto que es verdadero hombre, uno solo y el mismo en tanto que Dios y en tanto que hombre. La unión hipostática, o unión según la hypóstasis, da cuenta de la unidad del Mediador, de la misma naturaleza que el Padre y de la misma naturaleza que nosotros en su humanidad.

Una objeción de los tiempos modernos: la verdadera naturaleza humana de Jesús queda muy reafirmada pero, entonces, ¿Jesús no va a llegar ser verdadera persona humana? Parece una contradicción que no sea persona humana y, sin embargo, la Iglesia siempre ha tenido reparos en afirmarlo para asegurar que la persona de Jesús era la persona divina, el Hijo eterno del Padre. ¿Qué hacer entonces?

Con toda la tradición dogmática y teológica diremos que “Jesús no ‘tiene’ persona humana que sea otra que la persona del Verbo, pues no hay en él dos subsistencias; pero se debe decir igualmente que el Verbo/Hijo de Dios ha llegado a ser en Jesús una persona humana en virtud de su encarnación que es una verdadera humanización” (Sesboüé 121-122). “Jesús vivía su relación originaria y constitutiva del Hijo respecto del Padre bajo el modo de la realización progresiva vinculada a las etapas del devenir de un “yo” humano. El “yo” de Jesús ha tomado humanamente conciencia de sí mismo a través de las experiencias de su existencia y su misión, como el “yo” del Hijo que es por origen todo entero volcado hacia el Padre” (Sesboüé 122; cf. Rahner).

Hay que distinguir el significado de partida del concepto “persona”, como el acto de subsistir en una substancia o naturaleza, es decir, el principio originario que hace de un ser estructurado un existente único…, hay que distinguirlo, decimos, del concepto moderno de persona, o sea, el conjunto singular e históricamente constituido de notas y caracteres, que determinan a alguien como un ser irremplazable y una identidad original; lo que no es posible sin un proceso de realización de la persona progresivamente reconocida por los otros. El concepto de persona moderno es más bien la personalidad de una persona, y de esto no estuvo falto Jesús, una personalidad humana tan singular. Pero su subsistencia no radicaba en sí humanamente, como sucede en nosotros; sino era la subsistencia del Hijo de Dios en persona como persona divina.

2.      La voluntad humana es libre expresión de la persona de Jesús, que cuenta con la conciencia de su identidad y misión y con el modo humano de conocimiento.
Fue la última precisión dogmática en la historia del dogma cristológico. Llegamos al Concilio de Constantinopla III, en el 681. Se trata del problema de la existencia humana de Jesús, o sea, la historia humanamente vivida de Jesús, el Hijo de Dios. Comencemos por el tema de la conciencia y conocimiento de Jesús, el Hijo de Dios.

1)      Sobre la conciencia humana y su conocimiento.
Hasta el siglo VI, los Padres admiten con normalidad que la inteligencia humana de Jesús se sometía a la ignorancia común a los humanos por razón de su finitud, temporalidad y creaturalidad. ¡Encarnación por medio de la kénosis! Se insistía en ello más en la escuela antioquena que en la alejandrina. Los alejandrinos, más influidos por la lectura joánica del misterio del Verbo/Hijo encarnado, conservaron la preocupación de restringir la ignorancia humana de Jesús a los puntos claramente expresados por los evangelios: el progreso del niño en sabiduría (según Lc 2, 40 y 52), sus asombros admirativos (p.ej. Mt 8,10; 15,28; Mc 5,30; Lc 13,34), las preguntas que Él hace recabando información (Mc 6,38; 10,51; Jn 11,34) y la ignorancia del día del juicio (Mc 13,32). Pero argumentaban dicha ignorancia por razón de la condescendencia con nosotros para que pudiéramos verlo así de humano: “Jesús se humillaba voluntariamente al aceptar hablar de manera humana” (Sesboüé 185). Pero a partir del siglo VI el pensamiento cristológico  evolucionará en Oriente hacia una afirmación más neta de la plenitud de la ciencia de Jesús.

En efecto, en el siglo VI aún, se planteó la cuestión a propósito del día del juicio último (Mc 13,32); fue el momento de la crisis a-gnoeta (540- 600). Los a-gnoetas eran partidarios de la ignorancia de Jesús similar a la de un hombre finito. Se temió, entonces, volver al nestorianismo, ver en Jesús un hombre finito con su ignorancia, unido sólo modalmente al Hijo de Dios, y volver, así, a cuestionar la unión hipostática de la naturaleza humana en el Hijo de Dios. La Iglesia no asumió la opinión de los a-gnoetas (cf. Gregorio Magno, Carta Sicut aqua, datada en el 600, en DzH 474-476).

Ciertamente, nosotros decimos hoy que Jesús no debió ignorar su identidad y misión salvadora, pero la vivió y la cumplió bajo la condición del despojamiento que le fue propio en los días de su vida mortal. En la carta de Gregorio Magno, y en la posterioridad medieval, no se distinguía bien entre la conciencia de identidad y misión, que no le faltará a Jesús, y la ciencia o conocimiento de todo lo que el Padre conoce que, una vez encarnado, sí pudo haberlo dejado en manos del Padre, para compartir con los hombres, por su encarnación y despojamiento, la falta de tantos conocimientos no absolutamente necesarios para la salvación de lo humano. Pero sobre este tema, sobre la ciencia o el conocimiento humano de Jesús, no hubo un Concilio ecuménico que dirimiera la cuestión como sí lo hubo para la cuestión de la voluntad humana de Jesús. Sólo disponemos de la citada Carta de Gregorio Magno.

En fidelidad a los anteriores concilios, y en virtud de la unión hipostática, no debemos hoy tampoco concebir la humanidad de Jesús nestorianamente, como un sujeto pensante separado del sujeto divino. El sujeto único es divino, pero ahora encarnado como ser humano concreto. Por tanto, la distinción de las dos naturalezas y los dos principios naturales de actividad, que incluye el de la voluntad humana libre, nos permite no atribuir a la inteligencia humana de Jesús la propiedad divina de la omnisciencia, pues en este caso no cabría su libre voluntad.

En efecto, 1) Él cuenta con una ciencia humana, entendida como una actividad propia de su alma racional. “La persona humanizada del Verbo/Hijo se apropia, por tanto, los modos del conocimiento que permiten constituir un “saber” dentro de la condición humana. Pero 2) también la relación filial original, que une a Jesús con el Padre, relación que está en acto en todos los acontecimientos y acciones de la vida humana de Jesús, comunica a su inteligencia humana un conocimiento revelador del designio de Dios sobre los hombres” (Sesboüé, 186): la misión de Jesús que implica su singular identidad.
Esto acontece de acuerdo con la temporalidad y la intersubjetividad del conocimiento humano. Jesús irá tomando conciencia categorialmente de su misión y su identidad, que no nacen de la carne y la sangre humana sino que vienen de lo alto. Pero este conocimiento categorial histórico lo lleva a cabo en su experiencia trascendental de su filiación divina. Por tanto, para comprender hoy el problema debemos contar con una distinción: Entre conciencia de sí implícita y conocimientos explícitos mediante el lenguaje; o mejor, entre conciencia o conocimiento trascendental y conciencia o conocimientos categoriales.

No parece que verdadera y plena naturaleza humana  (integridad y autenticidad de su condición humana) sea lo mismo que naturaleza humana perfecta y acabada (perfección axiológica suprema, acabada, lograda ya en su posibilidad de conocimiento y acción, no más perfectible). Cuando desde la Encarnación del Hijo de Dios se presuponía esa perfección, acabamiento, plenitud realizada de toda posibilidad, y esto desde el principio de su existencia terrena, éste era un presupuesto al que no obligaba la formulación de Calcedonia que hablaba de verdadera naturaleza humana. Si la unión hipostática y la comunicación de idiomas funcionan como principios a priori, de los cuales deducir conclusiones, dejando de lado ya los testimonios escriturísticos que hablan de un Jesús,  que se atuvo a las distintas etapas de maduración de la vida del hombre, forzamos nuestra mirada sobre Jesús.

A pesar de la sobriedad de Santo Tomás de Aquino, aún habrá que matizarle que la ciencia o conocimiento propio de la “visión beatífica” no la gozaría desde el instante de su Encarnación sino que habría que esperar a la muerte y resurrección de Jesús; sólo entonces volvería con su humanidad a gozar de la visión beatífica con el Padre. Lo que Sto. Tomás llama ciencia “infusa”, no menor que la que disponen los ángeles, por su singular vinculación a Dios, habría que decir que no sería necesario afirmarla acerca de conocimientos objetivos, categoriales. Bastaría que nos refiriésemos, con aquella expresión, a la conciencia de sí trascendental, presente en toda su existencia terrena, y que aflora categorialmente como conciencia de su identidad y de su misión en la medida en que dispone de lenguaje categorial para expresarla con el lenguaje de “Hijo” respecto de su Padre. Y la ciencia “adquirida” por su humanidad y relaciones está bien reconocida en la Summa Theologica.[5]

Precisemos mejor el tema. La visión de Dios beatífica permanente se descarta porque no le dejaría ser verdaderamente humano. La conciencia de sí y de su misión, en cuanto experiencia trascendental, es concomitante a los momentos en que aflora su yo respecto de los otros, los “tú” en los que entra en relación; desde el primer esbozo de sonrisa que responde a la mirada amorosa de la madre hasta cuando con los padres o maestros aprende a leer y comprender las escrituras, para continuar hasta cuando se confronta con los Maestros en el Templo, con los paisanos en la Sinagoga, con el Bautista. En cada momento Jesús no se relaciona con personas o escrituras humanas, sino se ve a él en relación con el Padre del que se sabe Hijo. Ve a María y a José y a través de su paternidad ve al Padre de quien proviene. Lee las Escrituras y escucha al Padre y su designio salvífico, la misión que ha de hacer suya. Habla con los Maestros de la Ley y con sus paisanos y va más allá de lo que ellos pueden comprender, porque conecta con la voluntad del Padre, a quien debe toda su fidelidad. Cuando comienza su acción evangelizadora goza de la plena conciencia de sí y de su misión en vistas al reinado de Dios.
Desde su concepción y nacimiento y en todo este crecimiento en sabiduría y gracia le acompaña el Espíritu Santo, por quien se da la Encarnación del Verbo/Hijo en el seno de María y el hacerse hombre en el tiempo e intersubjetivamente. El Espíritu que llena al Hijo Jesús le mantiene constantemente unido desde su humanidad al Padre y le comunica constantemente la gracia de su filiación a su humanidad. Podríamos decir que el Hijo Jesús en cuanto verdaderamente humano cuenta con el lumen naturale, el lumen fidei, el lumen propheticum y el lumen filialis, o sea, la gracia creacional compartida con todo ser humano, la gracia de la fe compartida con su pueblo, la gracia profética aunque como el profeta escatológico que había de venir, otro como Moisés, y la gracia de su filiación singular respecto del Padre. El ser el Hijo, ha de repercutir en el ser Jesús, pero si ha de ser sin confusión ni separación, debe ser mediante la autodonación cuando Jesús razona con los otros, expresa su fe religiosa con los otros, habla palabras de Dios, se entrega al Padre y a los hermanos.
Podríamos pensar como hace G. Marchesi, que además de esta habitual conciencia humana de su filiación divina, que aflora y crece según las posibilidades de la evolución de su hacerse persona humana, además, si aceptamos los testimonios evangélicos, pudo gozar de experiencias beatificantes que le confirmarían y fortalecerían en su conciencia de sí y de su misión. El momento del Bautismo, ante algún milagro, el grito de júbilo en el Espíritu: “te doy gracias Padre, porque has escondido los misterios del Reino a los sabios y entendidos…”, la oración en el tabor, la comida mesiánica, momentos de oración en que salió confortado. Pero siempre hay que bajar de la experiencia y encarar la realidad. Pero esos momentos de intimidad con el Padre en el Espíritu, alimentaron la libertad, el amor y la autodonación con que vivió y actuó Jesús.
2)      Respecto de la voluntad y libertad humana de Jesús, el Hijo de Dios.

De las reflexiones anteriores acerca de la conciencia de Jesús y su conocimiento, concluimos que la libertad pudo funcionar realmente de modo humano, y por tanto disponer de voluntad humana, porque la conciencia de sí, siendo trascendentalmente divina, no dejó de aflorar y realizarse de modo humano, mundana, temporal e intersubjetivamente. De aquí que el Constantinopolitano III llegara a definir dos voluntades en Jesucristo, la humana y la divina.
Hay dos citas escriturísticas que obligaban a hablar de un discernimiento entre la propia voluntad humana de Jesús y la voluntad del Padre. Esta distinción y hasta distancia sería un índice de que el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, lleva una auténtica existencia humana desde la que siente la tensión y distancia del hombre respecto de Dios: “Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado” (Jn 6,38). “Abba, Padre, a ti todo te es posible, ¡aparta de mí este cáliz! No obstante, que no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres” (Mc 15,36).

¿Cómo hacer justicia a estos dos testimonios sin un conocer y querer humanos auténticos que, además de la experiencia humana que está haciendo, conoce también la voluntad del Padre? Y, aunque siente la tensión entre el querer humano y el divino, su espíritu, su conciencia, su conocimiento, discierne lo que debe hacer y se decide por asumir la voluntad del Padre. Lo mismo se plantea en la cruz: ¿cómo hacer justicia al grito orante dirigido al Padre desde la cruz? Hay que tomar en serio la agonía de Jesús, cuando está muriendo en la cruz, y la agonía de Jesús en la oración del Huerto de los olivos. Desde la verdad de estos momentos del final, tomemos también en serio todo el desarrollo de su vida, el camino que le llevó de Galilea a Jerusalén.

Una aclaración todavía sobre dicho discernimiento en Jesús. Después de Constantinopla II, en aquel contexto polémico de después de Calcedonia, con aquella dualidad de naturalezas, que no acababan de asimilar bien los de tendencia monofisita o alejandrina, los esfuerzos de la magna Iglesia se encaminan a dar valor al alma humana de Jesucristo, sin recaer en nestorianismo, el de Nestorio y Teodoro de Mopsuestia. Constantinopla II defiende que Jesucristo no es otro que el Verbo/Hijo de Dios, y que, ciertamente, Jesucristo no cambió la orientación fundamental de su vida “por la turbación sentida (enochloumenon) por las pasiones del alma y los deseos de la carne” (DzH 434).

Creemos continuar siendo fieles a este lenguaje del Concilio, cuando decimos que no es necesario pensar que Jesús no conoce las pasiones del alma y los deseos de la carne, sino lo que el Concilio nos obliga a pensar es sólo que esas pasiones no turbarían ni cambiarían el sentido de su existencia y misión, no lo perturbarían hasta el punto de frustrar su misión, ni le impedirían responder en fidelidad al amor del Padre. No le acabarán desorientando de Él, porque, moviéndole e inclinándole del mismo modo que nos inclinan a nosotros, cuenta con una capacidad de discernimiento de la voluntad de Dios y el bien del hombre, que le impide sucumbir bajo las “pasiones del alma o deseos de la carne”… Esa capacidad de discernimiento, esa luz o gracia que lleva Jesús, es su experiencia trascendental de ser el Hijo, y existencialmente y conscientemente la vive como su voluntad de fidelidad al Padre y a los hombres.

Por supuesto que Jesús no nace con pecado original, pero al menos, en cabeza ajena, en nosotros, sí que conoció dicho pecado en todas sus consecuencias, pues vino a solidarizarse con los pecadores y ofrecerse en representación nuestra como nuestro redentor. ¿En nosotros? Sí:
1.      Pues conocía bien, en nosotros, a dónde pueden llevar dichas “pasiones del alma y deseos de la carne”, o sea, lejos de Dios (el pecado), que es como nos encontró Jesús.
2.      Conocía el peso del pecado en nosotros, el endurecimiento del corazón, la falta de misericordia y amor.
3.      Y conocía bien, también, el fin último al que se ordenan las pasiones del corazón humano, a Dios, su Padre (a la justicia y la misericordia que dan como fruto la paz).
4.      Conoce y sufre, pues, el hambre y la tristeza de muerte y tantas otras pasiones, pero no sucumbe a su tentación.

Es decir, con su conocimiento de las pasiones humanas, conoce también a dónde han conducido a los hombres, y cómo esa misma posibilidad se halla en Él, ahora verdadero hombre entre los hombres, y hombre por los hombres; precisamente por eso, conoce la tentación y las consecuencias del pecado bajo cuyos poderes él también se halla y los sufrirá. Pero sin hacerle olvidar nunca lo que también conoce muy bien, que él se debe todo al Padre, que todo lo ha recibido de él y quiere devolverle todo su amor y fidelidad en obediencia a su designio salvífico.
Esto significa en Jesús verdadera voluntad humana, conocimiento humano y, en concreto, discernimiento humano, poder limpio de discernimiento, que no se halla bajo la herencia de pecado con la que nacemos los humanos (concupiscentia).

Aunque sin la herencia del pecado en él, quiso libremente entrar en el ámbito del pecado para solidarizarse con los pecadores, sufrir con ellos las consecuencias del pecado convertido en poderes y estructuras esclavizantes de los seres humanos. Que su generación eterna y su generación en el tiempo no llevara negatividad alguna, ninguna herencia de pecado, esto no significa que no se dejara salpicar por el poder del pecado en el mundo, en la historia y en los hombres y, de ahí, el poder de la tentación sobre su naturaleza humana. Fue el Santo en un mundo de pecadores y, por eso, el Siervo sufriente ante Dios y ante los hombres.

ð  Esta es la gran aportación del Concilio de Constantinopla III al defender las dos voluntades: precisar que había verdadera alma humana en Jesús, defender el punto de vista de la historia de Jesús, el Hijo de Dios, tal como fue contemplado por sus discípulos y testimoniado en los relatos evangélicos.

Máximo el Confesor redactó lo esencial de las fórmulas del Concilio provincial de Letrán de 649 (asumido por el Concilio Ecuménico Constantinopla III) siguiendo el sentido de las dos naturalezas definidas en Calcedonia:

“Y del mismo modo que confesamos sus dos naturalezas unidas sin confusión ni división, igualmente y de acuerdo a las naturalezas, afirmamos dos voluntades, la divina y la humana, así como dos operaciones naturales, la divina y la humana, esto para confirmar perfectamente y sin omisión que el mismo y único Jesús, el Cristo, Nuestro Señor y Dios, es verdaderamente, por naturaleza, Dios perfecto y hombre perfecto, haciendo excepción del pecado, y que así él quería y obraba al mismo tiempo divina y humanamente nuestra salvación” (DzH 500; cf. también Canon 10 que añade: “dos voluntades del único Cristo Dios unidas en un pleno acuerdo, la divina y la humana; por razón de que, en virtud de una y otra naturaleza suya, existe naturalmente el mismo obrador de nuestra salvación”).

Aquí no se ha decidido si la voluntad y la operación humana pertenecen a la naturaleza humana o a la persona, para de ahí, deductivamente, sacar la conclusión de dos voluntades o una voluntad, sino que se llegó a hablar de dos voluntades por exigencia de los datos de los evangelios, las Escrituras. Según los evangelios, Él quiso y obró, al mismo tiempo, divina y humanamente nuestra salvación. Porque es muy importante para la salvación de los hombres que dicha salvación sea también la obra de una voluntad humana, libremente comprometida en su realización, y que pueda mostrarnos y obrar lo que nosotros hasta entonces no habíamos podido. O sea, que la salvación que nos aporta la hemos de comprender como la culminación de la vocación creacional a la que habíamos sido llamados al ser concebidos y nacer como humanas criaturas. Ahora con Jesús, al contemplar él como se trabaja entre su voluntad humana y la voluntad divina, nos abre y nos muestra la posibilidad de nuestra salvación.

Por supuesto que si defendemos las dos voluntades también profesamos nuestra fe en que la voluntad humana en Jesús no contradijo la divina, acabó actuando en coherencia con la voluntad divina, pero sí que pudo experimentar antes cierta tensión entre el sentir humano y el divino, al actuar desde su humanidad.

La fórmula más clara y más ortodoxa a la vez que nos ofrece Constantinopla III en marzo del 681, es:
“Guardando desde luego la no confusión y la no división, en breves palabras lo anunciamos todo: creyendo que es uno de la santa Trinidad, aun después de la encarnación, nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, decimos que sus dos naturalezas resplandecen en su única hipóstasis, en la que mostró tanto sus milagros como sus padecimientos, durante toda su vida redentora, no en apariencia, sino realmente; puesto que en una sola hipóstasis se reconoce la natural diferencia por querer y obrar cada naturaleza lo suyo propio, en comunicación con la otra; y, según esta razón, glorificamos también las voluntades y operaciones naturales que mutuamente concurren para la salvación del género humano”. (DzH 558).

Este texto integra y reúne:
1) la unidad del sujeto divino que es Jesucristo según Nicea y Éfeso,
2) la dualidad de naturalezas según Calcedonia, que no deja de ser un ser humano uno de la santa Trinidad según el Constantinopla II, y
3) las dos voluntades que habían defendido y preparado Máximo Confesor y el Concilio de Letrán.
El significado para nuestra cristología actual de toda esta evolución histórico dogmática es que debemos partir de la unidad de sujeto o persona que contemplamos en las narraciones evangélicas, y tomar en serio el querer y obrar humano de Jesús, que implica un discernimiento también humano de lo que el Padre quiere, y que Jesús como Hijo suyo también quiere, ama y es lo que más íntimamente o personalmente desea. Esta clarificación sobre la necesidad de un discernimiento humano para que haya voluntad libremente humana la hacemos nosotros, pero no ha habido una declaración dogmática que la sancione. Queda como opinión teológica a profundizar en ella.

Así pues, necesitamos de un nuevo enfoque metodológico de la cuestión, que plantee la identidad de Jesús como inseparable de su acontecer en el tiempo, necesitado dicho acontecer y persona de Jesús de cierta “eidética” (“visión”, intuición, penetración) fenomenológica. Es decir, se trata de lo que vieron y captaron sus discípulos de Él, mientras convivieron con Él y después de Él, y que se expresa en la narratividad del relato evangélico, resultando ser una “identidad, la de Jesús, narrativamente testimoniada” (Sequeri, Gesché). Identidad, tiempo y narración es un tema tratado por el filósofo hermeneuta  Ricoeur.

            La voluntad de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se expresará contando con el tiempo humano. ¿Quién dice, pues, “aparta de mí este cáliz”? La voluntad humana del Hijo de Dios que siente como nadie el rechazo a la injusticia y la muerte. ¿Quién dice “pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres? La voluntad humana del Hijo de Dios, después de los minutos o la hora de discernimiento que necesitara, discernimiento humano por el que acaba ateniéndose a su ser el Hijo de Dios, que quiere lo que el Padre quiere.
No me parece mejor responder que primero (aparta de mí…) habla la voluntad humana de Jesús y luego (…lo que tú quieres) habla la voluntad divina de Jesús. No creo que estemos obligados a esta separación. El que dice lo primero dice lo segundo y siempre es el Hijo de Dios hecho hombre, y lo ha de decir con su libre voluntad humana, para que su acción sea verdaderamente salvífica para los seres humanos.
Cuando el Concilio constantinopolitano III define las dos voluntades no pretende dividir en dos a Jesús, sino solamente salvaguardar en Jesús, el Hijo de Dios, una verdadera voluntad humana con su necesario discernimiento. Hubo, pues, verdadera alma humana, no sustituida por el Logos/Hijo como pensaba Apolinar; hubo, en fin, verdadera existencia histórica humana del Hijo eterno del Padre.
La estructura ontológica de Jesús que definió Nicea, Calcedonia y Constantinopla III es extraída a partir de la narración de vida, pasión, muerte y resurrección. La narración evangélica presupone el tiempo de una identidad humana. En la Encarnación del Hijo de Dios, la identidad divina atemporal, asume la temporalidad de la identidad humana.
La cristología reposa, pues, sobre la correspondencia de los tiempos, entre el tiempo de la existencia pre-pascual y el tiempo de la manifestación gloriosa del resucitado. Hay aquí dos tiempos, el de Jesús y el del resucitado, con valor estructurador de la revelación del Hijo único de Dios. “Jesús” es el “Cristo”, Jesús es el que llegó a ser identificado y confesado por los Apóstoles. El tema de la persona de Jesús, como dirá luego Kasper, ha de volver a plantearse a partir de la unidad y totalidad de la persona contemplada y creída en el NT y narrada en los evangelios. La carta a los Hebreos así lo comprendió: del Jesús de Nazaret al Jesús resucitado había habido una verdadera historia humana porque había habido un “perfeccionamiento” lo que implica temporalidad y crecimiento:

“Jesús, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, por todo lo que padeció, aprendió la obediencia [lo que es propio del Hijo; aprendió a ser lo que era, el Hijo, pero ahora desde la humanidad, en el tiempo]; y llegado a la perfección (teleiôtheis egeneto), se convirtió en causa de salvación…” (Heb 5,7-9).
“Convenía, en verdad, que aquel por quien es todo y para quien es todo llevara a muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento (dia pathêmatôn teleiôsai) al que iba a guiarlos a la salvación” (Heb 2,10).
“Un sumo sacerdote misericordioso, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas… probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15; cfr. 2,17-18; 3,1-2).

1.      El NT y la identidad de Jesús: su comunión esencial con el Padre fue y es una comunión relacional, personal.[6]
La unidad humano-divina que se captó en Jesús y de la que habla el NT y en concreto los evangelios es la unidad de Jesús y su Padre. La unidad de la humanidad de Jesús con el Logos que encarna, se expresa en el NT indirectamente como unidad en la relación de Jesús con el Padre. Si Jesús está en comunión esencial con Dios, consubstancial al Padre, se dirá en Nicea, es porque vive una comunión personal con el Padre, que a lo largo de su vida se realiza en el tiempo hasta su muerte y resurrección.

2.      El esfuerzo por la distinción y precisión entre naturaleza y persona.
Las disputas entre la escuela alejandrina (Cirilo) y la escuela antioquena (Nestorio) consiguieron que la Iglesia hiciera una precisión importante entre la naturaleza y la persona. Más allá de Cirilo, Eutiques llegó a formular el monofisismo: tratándose de dos naturalezas antes de la unión del Logos divino y la humanidad de Jesús, llegarán a formar una sola naturaleza después de la unión, lo que implica una trasformación, como total compenetración de ambas naturalezas en una como resultado, lo que arriesga ser una mezcla
Ya Tertuliano distinguió entre naturaleza y persona; y León Magno preparó las afirmaciones de Calcedonia de modo que las dos naturalezas conservaran su propiedad y confluyeran en la unidad de la persona, para que la persona de Jesús pudiese ser lo que era, mediador de Dios y los hombres. Las dos naturalezas subsistirían en la única persona sin confusión ni cambio, por una parte, y sin división ni separación, por otra parte. Era la fórmula perfecta para salvaguardar y elevar a su mayor posibilidad a la naturaleza humana, que históricamente era la humanidad caída y necesitada de redención.
Afirmada la dualidad se echaba de menos reafirmar la unidad. Fue el Concilio Constantinopla II, para quien el Logos-Dios se une con la carne animada de alma racional según la hipóstasis divina, capaz de fundar una unión hipostática respetando la diferencia, salvaguardando la naturaleza humana, elevándola a su mejor realización. Y el Concilio Constantinopla III, ya lo hemos visto, vuelve a insistir en la dualidad de naturalezas y voluntades para salvaguardar la voluntad y libertad humana en Jesús, aunque ciertamente dicha libertad no se determinará en contra de Dios sino llegará a querer lo que quiere la voluntad divina, la salvación de lo humano en  sus criaturas espirituales.
Así resultó que el misterio de Jesucristo se comprende desde el misterio de Dios, el Dios siempre mayor, que no entra en competencia con el hombre sino lo libera y lo salva. Sólo desde el misterio escondido de Dios puede ser pensado “Alguien, de un modo tan supra-esencial y tan soberanamente libre, que precisamente al unir completamente consigo mismo a lo que es distinto de él, al mismo tiempo lo libere en lo propiamente más suyo” [del otro] (JC 293).

3.      El ser persona de Jesús desde un nuevo concepto de persona, cuando lo comprendemos desde Dios.
3.1. Historia del concepto clásico de persona.
De prósopon, máscara en el teatro, rostro, papel, rol en diálogo con otros roles, se alcanza el concepto de persona (de per-sonare). Hypóstasis, es la realidad subyacente y su realización efectiva (de la esencia o idea), su llegar a ser realidad, un ser que acontece más que un ser que descansa en sí. Clarificada la distinción entre naturaleza y persona [naturaleza para la esencia que se tiene en común en una especie y persona para la singularidad, hypóstasis pudo servir para hablar de los tres divinos revelados en todo el acontecimiento de Jesús, como “relaciones subsistentes”. Y en Cristología se piensa en la concreta unidad de manifestación desde un complejo de propiedades individuales y constitutivas, que hacen a uno alguien identificado e identificable.
Así Boecio llegó a definir: persona es “la substancia individual de una naturaleza racional”. Individualidad del ser en sí y para sí, como alguien único aunque capaz de diálogo y comunicación por su inteligencia racional. Esta definición se hará clásica con Santo Tomás.
La reflexión cristológica mientras tanto continuaba. Leoncio de Bizancio propone que la naturaleza humana está en-hypostasiada en la hypóstasis divina del Verbo/Hijo de Dios. [Bien entendido, según Máximo Confesor, la hypóstasis divina, al asumir la naturaleza humana, la hypostasía, diríamos, o la individualiza en el ámbito de lo finito, la personaliza, liberándola en su ser más propio, para que pueda alcanzar la plenitud de lo humano].
Ricardo de San Víctor, por su parte, dice que persona es “la ex-sistencia incomunicable [no intercambiable e insustituible; no quiere decir que no sea capaz de comunicar con otros mediante el lenguaje] de una naturaleza intelectual”. Aquí, la persona es existencia, o sea, con la preposición “ex” como prefijo, se insinúa un “ser desde, por y para”.
Para Duns Escoto, con el concepto persona o personal, se apunta a “una soledad última” en lo más profundo de la persona, porque es “la negación de dependencia actual y aptitudinal”. En lo hondo de lo personal está cierta incomunicabilidad que le constituye el ser uno y no otro, haciendo posible la diferenciación personal y, al mismo tiempo, al comprender el misterio de cada hombre, hace posible una mejor comunicación en el respeto de la diferencia y el misterio. Si la persona de Jesús subsiste por el modo de subsistencia propio de la persona divina que es el Hijo de Dios, al no ser estrictamente una persona humana cualquiera, a su realidad humana no le faltaría nada al recibir su “última soledad” del Hijo, quedando su humanidad en su potentia oboedientialis (en su capacidad de responder en cuanto escuchante atento –ob-audire–) ahora totalmente orientada al Padre.
¡Se necesita poder expresar bien el ser en sí y, a la vez, ser por Otro, que no deja de ser mi mayor mismidad y, por tanto, no otro!
3.2. El giro antropológico.
Con el giro antropológico de la modernidad, se saca el concepto de persona fuera del contexto englobante que el concepto “ser” crea y abarca (ontología general), para pasar a definir la realidad y lo personal a partir de la autoconciencia, la subjetividad, el pensar. Esta forma de comprender, que llevó al Idealismo, no será la última.
En cristología, hubo algunos ensayos para comprender el misterio de Jesús desde su autoconciencia, interesantes, aunque necesitados de un nuevo comienzo de la reflexión, más allá de la alternativa entre el ser y el sujeto, y más allá de la identidad entre pensar y ser. Por eso, damos un paso más con la fenomenología.
3.3. Fenomenología de la experiencia de lo personal, de la persona.
Partimos de Jesucristo saliendo al encuentro de los seres humanos, como ser hombre para Dios y para los otros (pro-existencia). Es la persona que nos hace personas, por eso decimos con Pannenberg que la categoría persona es originariamente “fenomenológica-religiosa”. Se trata del momento cuando el hombre se siente interpelado por el “poder único” que nos es trascendente, esto ya en el mundo de las religiones; pero, históricamente, dicha interpelación del poder único como poder de vida y resurrección se ha dado en la forma de encuentro entre la persona de Jesús y sus discípulos.[7]
Kasper describe la experiencia de lo personal a partir de dos “experiencias fundamentales:
Por una parte, el hombre se experimenta como un yo insustituible, no intercambiable, como éste-ahí, como esencia absolutamente singular, que es responsable de sí mismo y está encomendado a sí mismo.
Por otra, se encuentra con un mundo circundante y un mundo humano, ante el cual no es una esencia cerrada en sí ni acabada; aunque determinado por la realidad ya dada, continúa abierto en dirección a toda la realidad, pues como espíritu de algún modo está abierto y abarca toda la realidad en su pasado, presente y futuro (anima quodammodo omnia).
Dicho de otro modo: la persona es la manera como lo universal, “el ser” como horizonte del espíritu, es esto concreto, ser ahí (Da-sein), donde la realidad del ser puede estar en sí mismo, en este mundo finito. La persona es la tensión entre lo universal y lo particular, lo indeterminado y lo determinado, la trascendencia y la facticidad, lo finito y lo infinito. Su identidad consiste en permitir ser a lo diferente, a los diferentes. La persona en concreto no es mera manifestación de una ley universal, sino como su singular realización, no deducible ni intercambiable.
La singularidad de la persona, su identidad, exige aceptación incondicional, reciprocidad.  Entonces, aquí, en lo condicionado, aparece algo incondicionado. La persona, en su apertura ilimitada, remite a más allá de todo lo limitado. Tanto la singularidad como su apertura postulan un fundamento, la condición de posibilidad de su ser ahí y ser todo. Sólo Dios lo puede ser, concebido como libertad en el amor, como persona.
Persona es esencialmente mediación, dirá Kasper. En este movimiento nunca llega a descansar del todo; abierta a todo cada persona, sin embargo, devuelta constantemente a sí misma. Orientada hacia el infinito misterio de Dios, está, sin embargo, inmisericordemente vinculada a su finitud y vanidad de lo cotidiano.
Esta mediación sólo es alcanzada en tensión y hasta en conflicto, nunca históricamente lograda. Habría que hablar del carácter inconcluso e inconstruible de la historia y de la persona misma. Cuando H. U, von Balthasar se pregunta: ¿Puede el hombre ser llevado a su acabamiento o plenitud? ¿Puede la historia ser llevada a su acabamiento o plenitud? Contesta que sólo lo han podido ser en Jesucristo, el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre.  (Kasper y Balthasar).[8]
3.4. Valoración de la reflexión filosófica, por parte del teólogo.
Por su propia esencia, la mediación postulada por la persona humana entre su finitud y su infinitud, no puede  conseguirse a partir del mismo hombre, sino sólo puede lograse a partir de Dios. De ahí que Kasper afirme que el hombre en su ser persona, es sólo la “gramática” con la que puede expresarse Dios si entra personalmente en lo finito y creatural; el hombre es la potentia oboedientialis, de una posible mediación entre lo condicionado o creatural y lo incondicionado o Creador, si es que Éste se decide a mediárselo históricamente, a reconciliárselo consigo.
No podremos deducir el hecho de que la mediación entre Dios y el hombre se haga realidad, ni podremos comprender del todo, después de que haya acontecido como ha acontecido. Y, no obstante, la mediación, tal como ha acontecido en Jesucristo, no representa ninguna contradicción con la esencia humana, sino que es su más profunda realización en plenitud. El cómo ha acontecido supera todo lo que el ser humano esperaba de un Dios. Nos amó hasta el extremo de caer en manos de los hombres y, sin embargo, darles con ello la nueva oportunidad de encontrarse y realizarse los hombres a sí mismos.
Si desde el hombre no nos podemos mediar cómo acontece el ser persona postulado en nosotros…, si no podemos ir más allá de la constitutiva apertura a todo, o del no poder dejar de trascendernos infinitamente…, es coherente que acudamos a ver cómo se dio en Jesús el ser persona, pues se habla de él como quien realiza el ser persona en plenitud; deberemos, pues, partir de lo acontecido en Jesús para tratar de comprender qué es ser persona.         
3.5. Un nuevo comienzo de la reflexión. Comprender lo que es ser persona a partir de la revelación de Dios en Jesucristo.
¿Qué es lo que percibimos a partir de la revelación de Dios en la historia de Israel, que culmina en la historia y persona de Jesús de Nazaret? ¿Qué es lo que percibieron sus discípulos, según su testimonio y el de cuantos llegaron a creer en Él? ¿Qué “vieron” los que creyeron en Él?
1.      Jesús proclama y actúa el reinado de Dios, el Dios que viene a reinar desde nuestro futuro absoluto. Proclama y vive la indisponibilidad, libertad, soberanía y gloria y señorío de Dios. Misterio de la libertad y soberanía de Dios.
2.      Jesús proclama y vive que el reinado de Dios se da “en el amor”; así Dios se muestra como un “Dios de los hombres”, un Dios que se regala radicalmente y se nos comunica a sí mismo. Misterio del amor de Dios en su libertad.
3.      En su obediencia es Jesús la más radical distinción respecto de “su Padre”, distinción personal, a la vez que es el más decisivo cumplimiento en la tierra del primer mandamiento. En Él, Dios mismo reina ya en la tierra por iniciativa soberana y libre del Padre que le envía, y del Hijo que voluntariamente obedece respondiendo a su voluntad de amor por los hombres.
4.      Por eso, esta misma obediencia del Hijo hecho hombre es, al mismo tiempo, respuesta a la dedicación amorosa del Padre hacia Él. Así, en Él se muestra la radical unidad de Jesús con el Padre. Así, Él es el amor humanado del Padre. Él es en persona la autocomunicación de Dios, 1) en Dios y 2) en su creación y en la historia humana. Obediencia de Jesús al Padre y amor de Dios a los hombres en el amor y entrega de Jesús por nosotros, están unificados en la persona de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
5.      La perfecta mediación de la unidad y distinción entre el Hijo y el Padre, que realiza la persona histórica de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, significa, en formulación de Kasper, que “el amor de Dios que se comunica a sí mismo [en la Encarnación del Hijo hasta su entrega pascual], pone en libertad a Jesús en su humana independencia” (cf. el “dar la vida por sus amigos”). Por ser el Hijo enviado, Jesús pudo ser la plenitud de lo humano en persona. Retomemos algunas huellas del pasado sobre este punto:
o   Así, San Agustín: “La humanidad de Jesús por la misma asunción es creada”.
o   Así, la naturaleza humana y la voluntad humana conservadas en la unión hipostática (Calcedonia y Constantinopla III) apuntan a la libertad y autoconciencia humanas.
o   Con Santo Tomás, la persona del Logos es la persona para su humanidad.
o   Hasta Juan Alfaro: “Jesucristo se experimentó de un modo humano como un ‘yo’ que realmente es el Hijo de Dios”; o también: Jesús llegó a tener “conciencia humana de su filiación divina”.
o   Kasper: “No sólo podemos decir: a la humanidad de Jesús no le falta nada porque sea persona humana gracias a la persona del Logos/Hijo. Sino más bien, debemos decir también: el ser en sí indeterminación [inacabamiento] y apertura, propio de la persona humana, es determinado de un modo definitivo por la unidad de persona con el Logos/Hijo. Así pues, por la unidad de persona con el Logos/Hijo, la personalidad humana, [el ser persona en cuanto hombre] llega a su plenitud absolutamente singular e indeducible” (Kasper, 307; Vidal, 426).
o   Amato: “El ‘Yo soy’ es la manifestación del ‘Yo’ divino a través de su conciencia humana”
Con ello, Kasper alcanza lo significado en el concepto de unión hipostática, pero no a partir de la definición filosófica del concepto persona, sino “como percepción, constatación y aceptación de lo absolutamente singular e indeducible que nos ha salido al encuentro en Jesús”. La apertura e indeterminación del hombre han recibido la mayor determinación posible en la persona de Jesús, la “máxima contracción” del Todo y Uno, o del Absoluto, la máxima concreción de lo universal o del Universal que todo lo abarca y todo lo determina, la máxima concreción que podemos proponer como concretum universale qua personale (concreto universal en cuanto personal). Sólo Dios, hecho un hombre, lo podía ser.
A su vez, dicha determinación plena de lo humano en una persona humana, plenitud indeducible y sobrepujante, es la “realización suprema de la más profunda esencia humana”; es decir, el objetivo hacia donde convergían las líneas esenciales del ser humano, sin poder converger desde los hombres y su historia concreta.
Notemos que la formulación que ha dado Kasper de la unión hipostática no es más que una perífrasis del axioma cristológico fundamental, que ya conocemos como deudor de la teología de Máximo Confesor. Se postula una “proporcionalidad directa” en la unión de Dios y el hombre, a los niveles o grados en que se plantee. Desde dicho axioma fundamental, la psicología humana y la libertad humana de Jesús no quedan en entredicho, sino, al contrario, están perfectamente afirmadas: “Precisamente porque (y no a pesar de que) Jesús se sabía[9] completamente uno con el Padre, tuvo, al mismo tiempo, una conciencia completamente humana, hizo preguntas humanas, creció en edad y en sabiduría (Lc 2,52)” (Kasper 307; Vidal 427), y creció en libertad y amor entregado para la vida de los hombres.
Una mayor penetración o comprensión ontológica y sicológica de la persona de Jesús, Kasper no la considera ya viable, sino volviendo a las Escrituras una y otra vez para confrontarnos con el misterio de Jesús y su relación con el Padre, con el misterio de Jesús y su relación con nosotros mediante su Espíritu Santo, según el testimonio de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia.
La adecuada comprensión histórica de la persona de Jesús resultará ser la comprensión creyente que se abre a la mediación que el Espíritu Santo se crea en él y a la mediación apostólico-eclesial. Por eso, Kasper acaba su Cristología, planteando la mediación del Espíritu Santo en los creyentes, no menos personal que la de Jesús, entre Dios y los hombres. La mediación del Espíritu Santo será entre Jesús y nosotros, en la comunidad de fe de los creyentes.
La Tradición de fe apostólica que sobrevive fielmente en la fe de la Iglesia, en virtud del Espíritu de Jesús en ella, nos abre la mente y el corazón para comprender las Escrituras, para comprender la plenitud de la revelación de Dios que se dio en Jesucristo. La historia de Jesús ha de ser asumida y valorada desde las posibilidades y límites de la ciencia histórica; pero en ningún momento se le enfrentará a la fe, ni irá en contra de lo que llegaron a creer los discípulos de Jesús testigos de su resurrección y destinatarios de su Espíritu Santo. La mediación entre la historia y la fe no es ya una construcción de la razón humana, sino posibilidad real creada por el Espíritu Santo, que llenó a Jesús y ha sido derramado en nuestros corazones a partir de la muerte y resurrección de Jesús. Ha sido el Espíritu Santo quien a lo largo de la historia de la Iglesia nos ha llevado a comprender mejor desde cada contexto cultural la autocomunicación de Dios en Jesús                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            



[1] Sigo a B. Sesboüé, Jésus-Christ dans la tradition de l’Église, Desclée de Brouwer, Paris 1982.
[2] B. Sesboüé, Jésus-Christ dans… 149. En el capítulo anterior hablábamos de la coincidencia entre el presupuesto de Apolinar y el del pensamiento moderno.
[3] P. Tillich, L’existence et le Christ, 117.
[4] No obstante, hay una redacción de Cirilo de Alejandría que precisa muy bien lo que será la dogmática conciliar calcedonense y se acerca a la mejor reivindicación de Nestorio sin caer en sus errores: “El Verbo, uniéndose según la hypóstasis (hénosas heautô kath’hypostasin) una carne animada de un alma razonable, ha llegado a ser hombre de una manera indecible e incomprensible, y ha sido llamado Hijo del hombre, no sólo por voluntad o complacencia, ni tampoco tomando solamente el personaje (prosôpon). Diferentes son las naturalezas que se encuentran en una unidad verdadera, pero de dos resulta un solo Jesucristo, el Hijo: la diferencia de las naturalezas no es suprimida por la unión, sino al contrario, la divinidad y la humanidad forman para nosotros un solo Señor e Hijo y Cristo, por su encuentro indecible e inefable en la unidad”  (Segunda carta de Cirilo a Nestorio).
[5] Cf. K. Rahner, “Consideraciones dogmáticas sobre la ciencia y la conciencia de Jesucristo”, art citado. Escritos de Teología, Cristiandad, Madrid 1988; H. Urs von Balthasar, La fe de Cristo, Aubier 1968; J. Gillet, Jesús devant sa vie et sa mort, Aubier 1977; B. Sesboüé, « A propos de la conscience du Christ » Bulletin de Christologie, RSR 56 (1968) 635-666.
[6] Seguimos a W. Kasper en su libro Jesús, el Cristo, en Sígueme: capítulo 13; y en Sal Terrae: 3ª parte, III, 1.
[7] Pannenberg, Kasper, Ratzinger y tantos otros teólogos, están de acuerdo en que nuestra experiencia actual de la dignidad de la persona humana, como fin y nunca como medio, es fruto y es deudora de la experiencia del encuentro del ser humano con el misterio personal de Jesucristo, novedad absoluta que, en su permanente auto-interpretación a lo largo de la historia del dogma y de la teología, nos ha ofrecido una nueva comprensión del ser humano como persona de valor absoluto.
[8] Cf. Balthasar, H.U. von, El todo en el fragmento, Encuentro, Madrid 2004.
[9] La explicación que Kasper ofrece de dicho saber o autoconciencia, presupone la diferencia que hay entre el conocimiento trascendental y el categorial, elaborada y difundida por Rahner y Alfaro. Aunque no usa dichos términos Kasper reconoce también que su “conciencia de la unidad con el Padre”, por parte de Jesús, no fue ningún saber objetivo sino una especie de ‘sentirse-encontrarse’ y ‘acuerdo-afinidad-conformidad’ que se darían en Jesús al nivel fundamental o también trascendental, que en Jesús estaría presente y concomitante en la experiencia histórico-temporal, concreta y categorial que haría a lo largo de las distintas etapas de su vida. Se trata de una estructura ontológica fundamental y trascendental en Jesús, que hace comprensible tanto la unión hipostática con el Logos/Hijo, cuanto la conciencia y libertad humana en su evolución temporal e histórica. Su impecabilidad estructural como Hijo, no le hace menos vulnerable ni libre, pues si en todas las etapas de su vida, su ser persona conlleva un incondicional existir por Dios en favor de los hombres (pro-existencia), esto se desarrolla, a lo largo de su vida consciente y libre, en lucha con los poderes del mal en el mundo, tal como se lo encontró.



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