SEÑOR ENSÉÑANOS A ORAR
Luc. 11:1
Hombres maduros hacen este pedido a Jesús, hombres, quienes sin duda
oraban diariamente como era la costumbre de los judíos. A pesar de que ellos
oían a Jesús sus propias oraciones y veían los resultados en su propia vida y
su propio impacto sobre otros; ellos reconocieron su propia escasa
espiritualidad.
Cuando Jesús, agotado de ministrar a las multitudes se
retiraba por la noche a orar y volvía, se presentaba renovado y fresco en la
siguiente mañana en cuerpo y espíritu, los discípulos se maravillaban. La gente
exclamaba: Nunca ningún hombre ha hablado como este hombre, ¡Él habla con
autoridad! “¡Cuán diferente de los escribas y los fariseos!”. Los discípulos
sospechaban que la fuente de su excepcional poder venía de su vida de oración.
Ningún hombre oraba como él.
No solamente la vida de oración de Jesús le cambiaba a él
sino que los discípulos mismos sentían
el poder de sus oraciones por ellos. Empezando a sentirse afligidos por su
propio egoísmo e ignorancia le suplicaron: “Señor enséñanos a orar”.
No tenemos registro escrito de alguna de las oraciones de
aquellos 12 hombres que vivieron íntimamente con Jesús tres años y medio.
Aunque sabemos que ellos a menudo estuvieron con Jesús cuando él oraba. Y
seguramente ellos también elevaron sus voces a Dios en comunión espiritual con
frecuencia.
Sin embargo tenemos mención en el evangelio, sobre ellos
y sus oraciones, dos historias de decepción y desastre. En las dos ocasiones
cuando ellos podían haber aprendido más de la verdadera práctica de la oración,
le fallaron no solamente a Jesús sino a ellos mismos.
Una tarde Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan con él para
buscar un lugar tranquilo y aislado en el cual orar.
Cansados después de subir la escarpada y empinada montaña,
los tres discípulos cayeron dormidos mientras Jesús oraba. De repente una
deslumbrante luz y voces celestiales les despertaron. Asombrados miraron a
Jesús, quien ahora parecía un extraño para ellos. Su rostro y sus vestidos
resplandecían con maravillosa luminosidad. Dos hombres estaban hablando con él,
hombres de quienes irradiaba la misma inverosímil gloria. Las desconocidas
voces, la brillante luz, pasmaron a los discípulos. Cuando ellos oyeron y
miraron atentamente, oyeron la voz de Dios el Padre hablar desde los cielos,
proclamando a Jesús ser el amado Hijo de Dios. Esto era una imponente
experiencia, una vivencia para apreciar tanto tiempo como ellos vivieran.
Sin embargo los tres hombres perdieron muchas de las
bendiciones disponibles para ellos. ¡Cuán diferente podía haber sido si
hubieran estado despiertos y totalmente involucrados en oración con Jesús en
esta emocionante noche!
No obstante Jesús no abandonó a sus discípulos.
Más tarde en el Getsemaní, aquellos tres mismos, otra vez
recibieron la oportunidad de aplicar los principios de la oración. La
inspiración nos dice que de haberse quedado despiertos y orando con Jesús
aquella noche, no hubieran tenido que atravesar la terrible decepción de la
cruz. De haber orado con Jesús, hubieran tenido la fe de acompañarlo al
Calvario (ver Tes. 2, pág. 206). Pero en cambio les sobrevino el sueño otra
vez.
Los discípulos descubrieron cómo orar. Los libros
escritos por Pedro y Juan y los Hechos dan fe de esto.
La oración parece ser mejor aprendida bajo situaciones de
crisis, y la crucifixión les llevó exactamente a eso. Todas sus ambiciosas
expectativas por un inmediato establecimiento del reino de Dios, tres años y
medio de creciente esperanza, se hicieron añicos en un momento. La cruz pareció
haber destruido todo. Sus sueños rotos yacían en millones de piezas.
A pesar de vivir con Jesús sólo este pequeño espacio de tiempo, ya no les atraía este mundo pecador, en sus corazones. No
podían volver al pasado y no veían nada delante. Descorazonados encaraban un
futuro vacío.
Y hacia sus vidas vacías, inválidas, huecas Dios derramó
el Espíritu Santo en el día de Pentecostés.
Después de entonces ellos pudieron orar.
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