CRISTOLOGÍA

CRISTOLOGÍA



La persona de Jesús es la persona del Hijo de Dios que se hizo plenamente humana, con todas las consecuencias, modo de conocimiento humano y modo de voluntad humana.
En concreto, aquello que llegó a conocer, aquello de lo que llegó a tomar conciencia categorialmente, fue su filiación divina, su origen trascendente y primero, anterior a su nacer de María, origen y naturaleza divina nunca perdida sino siempre presente, no como parte de un compuesto, sino como totalidad personal de Jesús, trascendentalmente omniabarcante.
Y aquello que llegó a querer, humanamente, fue la voluntad del Padre, la divina voluntad, el designio eterno de Dios, nunca perdido ni eliminado sino cumplido trascendentalmente desde el primer instante de la Encarnación. Por tanto su voluntad humana experimentó desde la distancia y la temporalidad humana el drama histórico que le tocó vivir, desde la acogida de los anawim, los pobres de Yahvé, el resto de Israel, sí, la acogida y, a la vez, el no acabar de comprender de familiares, discípulos y muchedumbres que le admiraban, hasta el rechazo de quienes se defendieron de Él y la condena a muerte por parte de los jefes judíos y romanos. Pero a pesar de la resistencia humana vivida y sufrida ante este final violento, previsible, su voluntad humana fue respondiendo constantemente en no querer nada que no fuese la voluntad divina.
El Hijo de Dios encarnado llegó a conocer humanamente su identidad divina y su misión divina a Israel y a los muchos, porque en su persona y actuación acontecía el reinado de Dios, de un modo irreversible, e invencible por los poderes de este mundo, ni si quiera por el poder de la muerte.
El Hijo de Dios encarnado llegó a querer humanamente su querer divino, o sea, que su desear humano, su hambre y su sed,  su anhelo y hasta su angustia, llegó a no tener otro objetivo que la misma voluntad divina.
Completando a San Bernardo diríamos que “lo que conocía [y quería] el Hijo desde la eternidad por su divinidad (quod natura [divina] sciebat ab aeterno), lo tuvo que aprender (didicit) de otro modo, modo humano, es decir, a través de la experiencia de la temporalidad humana (temporali experimento [per carnem]), o sea como todos los hombres, por pertenecer a la condición humana. Bernardo de Claraval, “Liber de gradibus humilitatis et superviae, 6”, en Obras Com­pletas, BAC 444, Madrid 21992, p. 180: “Sed quod natura [divina] sciebat ab aeterno, tempo­rali didicit experimento [per carnem]”.
La referencia bíblica obligada la hallamos en Heb 5,8: “Siendo como era el Hijo, aprendió sufriendo a obedecer”, es decir, aprendió, por todo lo que vivió y padeció humanamente, lo que era ser Hijo de Dios. O sea, aprendió a obedecer, aprendió humanamente a responder como Hijo en su fidelidad al Padre. Humanamente aquí significa que lo aprendió desde el lado de la experiencia histórica de infidelidad e insolidaridad que hacían los humanos, desde la distancia y extrañamiento que impone el señorío del pecado en nuestro mundo; conoció, pues, la presencia y potencia del pecado en el mundo; conoció y experimentó perfectamente las tentaciones que asaltan a los humanos; aunque las venció con su libertad humana y divina, personalmente indiscernible. Fue él, Jesús, la persona del Hijo encarnado, el tentado y fue él quien venció la tentación.



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