Introducción
La
palabra secularización tiene múltiples significados. Proviene del latín saeculus,
que significa siglo, tiempo terreno, o más ampliamente, dimensión mundana. A
partir del siglo XVII indica el traspaso de propiedad de los bienes de la
Iglesia al Estado o a manos de “seglares”, es decir, de no clérigos, que viven
en el mundo, en el siglo.
En
la actualidad, la secularización designa un proceso de separación entre lo
religioso y lo cultural, y de pérdida de visibilidad de lo religioso en la
sociedad. Este proceso puede revestir distintas intensidades. De un modo más
específico, la secularización hace referencia a la separación de Iglesia y
Estado: el estado deja de ser “confesional” para convertirse en una realidad
neutra.
En
este artículo vamos a referirnos en primer lugar a la secularización cultural.
A continuación nos referiremos a la secularización aplicada a las relaciones
Iglesia-Estado, para concluir con la descripción de la sana laicidad (o
secularidad).
1.
Los dos sentidos de la secularización
Considero
que la Modernidad puede ser identificada con un proceso de secularización, pero
ésta tiene, al menos, dos significados esenciales. El primero de ellos
–secularización entendida en sentido fuerte- se identificaría con la afirmación
de la autonomía absoluta del hombre, cortando todos los puentes con una posible
instancia trascendente. Lo humano intra-mundano (saeculus) se autosostendría o
encontraría razón en sí mismo, sin necesidad de explicaciones religiosas o
sobrenaturales.
Secularización
no equivale a pérdida del sentido religioso. El proceso de secularización
entendido en el sentido apenas descrito lleva, utilizando el famoso concepto de
Max Weber, al desencantamiento del mundo. Durante la época moderna hay
una crisis de fe que se manifiesta en la desmitificación y racionalización del
mundo, en la creciente pérdida de toda trascendencia que reenvíe más allá de lo
visible y aferrable. Con palabras de Kahn, se puede decir que la crisis de fe
«significa pérdida de una imagen del mundo unitaria y global segura, en la cual
todas las partes se relacionaban con un centro: por lo tanto se trata de la
pérdida del centro. En cuanto esta imagen de un mundo con la certeza del centro
era nuestra herencia, se puede hablar con propiedad de un “espíritu
desheredado”, de una “disinherited mind”»1. Pero crisis de fe no es lo mismo que
desaparición del sentido religioso. Si lo que desaparece es la fe en un Dios
personal y trascendente, el sentido religioso inherente al espíritu humano
encuentra otros centros, que se absolutizan: se sacralizan elementos terrenos
que proveerán las bases para religiones sustitutivas, algunas de las cuales
presentan caracteres gnósticos. Si este proceso se hace evidente en las
ideologías contemporáneas, ya en la primera etapa de la Modernidad se producirá
este cambio de centro. Basta pensar en la Razón ilustrada, en el sentimiento
romántico o en el Yo absoluto del idealismo alemán.
Si
examinamos las principales corrientes culturales y las ideologías de la
Modernidad, observamos inmediatamente que absolutizan un elemento relativo de
la realidad, transformado en clave explicativa del mundo, de la historia y de
la existencia humana. Precisamente esta explicación global ha sido la función
de las religiones históricas. Por eso, las nuevas corrientes de pensamiento que
abocan para sí este papel bien pueden definirse como “religiones de lo
temporal” (Julien Benda, La trahison des clercs, 1927) o “religiones
secularizadas” (Raymond Aron, L'âge des empires et l'avenir de la France,
1945).
El
hombre no puede vivir en un mundo sin puntos de referencia sólidos. De ahí que
esta dinámica de absolutización de lo relativo o de sacralización de lo
temporal obedezca a una necesidad antropológica. Las distintas construcciones
teóricas de la Modernidad secularizada tienen en común el fundarse sobre un
elemento importante que constituiría la parte central de la existencia humana.
Elemento importante pero relativo, que es absolutizado. Nadie negará la
importancia de la razón, de los sentimientos, de la libertad, del pertenecer a
una comunidad cultural, de la economía, de la ciencia. Son todas ellas
realidades fundamentales de nuestra vida y de nuestra inserción en el mundo.
Pero al mismo tiempo nos damos cuenta que son elementos relativos; vistos desde
una perspectiva integral de la persona humana, ninguno de ellos, por sí solo,
puede proveer una explicación completa del mundo y de la historia.
A
partir de la mitad del siglo XVIII hay una auténtica galería de explicaciones
unilaterales, que se basan en la absolutización de lo relativo, característica
central de la secularización entendida en sentido fuerte. El laicismo proprio
de los países occidentales —y más en particular, del área latina, europea y
latinoamericana— de los siglos XIX y XX se inscribe en este modelo cultural
reductivo y absolutizador. Hunde sus raíces en la absolutización de la razón,
propia de la Ilustración, y en la divinización de la ciencia, característica
central del positivismo.
Pero
detengámonos en el segundo sentido de la secularización, que podemos
identificar con un proceso de desclericalización. Sería la propiciada por los
que distinguen entre el orden natural y sobrenatural, entre política y
religión. Con palabras más claras, la secularización entendida como
desclericalización sería la de aquellos que procuran sacar todas las
consecuencias del Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios. Préstese atención a que se habla de distinción, y no de separación u
oposición entre los términos recién enunciados.
Desde
esta perspectiva se podría decir que la Modernidad es más cristiana respecto al
Medioevo, por lo menos en lo que se refiere a la relación entre el orden
natural y el sobrenatural: el clericalismo de muchas de las estructuras
sociales y políticas medievales, que confunde estos dos ámbitos, identificando
el poder político con el espiritual, y la ciudadanía de la Ciudad celestial con
la de la Ciudad de los hombres, es superado a partir del siglo XVI por una visión
cristiana y no clerical del hombre, que redescubre el valor de la naturaleza
humana. Según esta antropología propia del humanismo cristiano, de origen
tomista, la elevación al orden de la gracia no quita ningún valor a la
naturaleza, ya que ius divinum, quod est ex gratia, non tollit ius humanum,
quod est ex naturali ratione2.
Por
lo tanto, si identificamos Modernidad con secularización, hay que subrayar la
presencia de una versión de la secularización entendida como
desclericalización, como distinción entre el orden natural y sobrenatural, como
toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal. Esta versión de la
secularización es profundamente cristiana, mucho más que el clericalismo de un
cierto Medioevo. Ejemplos de esta desclericalización, son las doctrinas de la
segunda escolástica española —en particular, la Escuela de Salamanca fundada
por Francisco de Vitoria, que aplica con valentía y libertad de espíritu la
distinción de órdenes a la problemática que surge después del descubrimiento de
América3—, el liberalismo moderado de los padres
fundadores de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII, la doctrina
política de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, o las afirmaciones a favor
de la secularidad en los documentos del Concilio Vaticano II, y más en concreto
en la Gaudium et spes y en el Decreto Dignitatis humanae4.
2.
Laicismo y clericalismo
El
lugar que la religión ha de ocupar en el ámbito público ha sido objeto de
numerosas reflexiones en los últimos años. Superada la visión de los años 70
del pasado siglo, en los que se pensaba que el fenómeno religioso estaba
destinado a desaparecer en las naciones occidentales como efecto de la
secularización, y en las naciones de la órbita marxista como producto de la
implantación de una ideología sustentada en el materialismo científico, hoy el
fenómeno religioso no solo ha sobrevivido, sino que se presenta con una
vitalidad sorprendente. Algunos autores hablan de una época post-secular5. Cabe añadir que el “retorno de lo sacro”
presenta muchas ambigüedades, y no se identifica sin más con una vuelta a las
religiones tradicionales de las iglesias institucionales.
Si
nos fijamos en particular en el cristianismo, existe una tradición multisecular
de toma de posiciones acerca del papel que debe desempeñar la religión en la
vida pública. Me he referido a este tema en algunas publicaciones anteriores.
Expondré en los siguientes párrafos un apretado resumen de lo escrito allí6.
El
anuncio y la paulatina difusión del evangelio en el mundo antiguo implicó una
auténtica revolución, no solo espiritual, sino también en el ámbito más
restringido de la filosofía política. En primer lugar, el dualismo cristiano
—es decir, la afirmación de dos órdenes distintos, pero no opuestos, el temporal
y el espiritual— liberaba al hombre de la opresión que llevaba consigo la
identificación del poder político con la divinidad. Dar al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios significaba la existencia de un orden temporal
con derechos propios, así como la necesidad de respetar los derechos del ámbito
espiritual: lo debido a Dios.
En
segundo lugar, la doctrina cristiana implicaba la superación de la
identificación clásica entre fin último humano y el bien de la polis. El
cristianismo funda la independencia y dignidad de la persona en una esfera de
valores que está por encima de la política: son los valores espirituales de la
filiación divina sobrenatural y de la semejanza divina natural. Se resuelve así
de manera definitiva el nexo mediante el cual el individuo estaba orgánicamente
conectado a la comunidad política, que ya no es la única dimensión que
corresponde a la naturaleza humana para llegar a la felicidad. Desde la nueva
perspectiva que inaugura la revelación, la sociedad política debe ayudar a
alcanzar una felicidad temporal, pero el cristiano sabe que por encima de esta
felicidad está la esperanza de una Patria eterna definitiva. La comunidad
política no es negada, pero sí relativizada. Al mismo tiempo, respetar la
dimensión trascendente de la persona llevaba consigo la necesidad de un poder
político no absoluto, que tenía como límite principal —y como objetivo que
proteger y fomentar— la dignidad de toda persona humana, ser uno, único e
irrepetible.
A
lo largo de los siglos, estas distinciones teóricas no siempre se reflejaron en
la praxis de las sociedades cristianas. Frente al dualismo cristiano, basado en
la distinción de los dos órdenes, sin confundirlos pero tampoco enfrentándolos,
se levantan dos posiciones extremas, que irán tomando diversos ropajes en las
cambiantes circunstancias históricas: el clericalismo y el laicismo. El primero
parte del supuesto que con la elevación de lo humano al orden sobrenatural, y
en particular en el periodo histórico que se abre después de la Encarnación del
Hijo de Dios, el orden natural ha perdido todas sus prerrogativas. En
consecuencia, el poder espiritual, institucionalizado en la jerarquía
eclesiástica, posee no solo el derecho, sino también el deber de guiar a la
entera sociedad en todas sus dimensiones. Desde esta óptica, el poder temporal
deriva del poder espiritual, al que le está subordinado. Se trata de una
posición extrema, que en sus concreciones históricas ha sido muchas veces
matizada, y representa una degeneración de la auténtica doctrina cristiana.
El
laicismo, por su parte, establece no ya una distinción entre los órdenes
temporal y espiritual, sino una radical separación. En parte como reacción a
actitudes clericales, pretende considerar al ámbito espiritual como exclusivamente
privado, un hecho de conciencia que no debe tener repercusiones públicas en el
orden social. El orden temporal gozaría de una completa autonomía, y no tendría
necesidad de ninguna referencia a un supuesto orden trascendente para organizar
la vida de los hombres en sociedad. También en este caso las aplicaciones
históricas del laicismo admiten diversos grados de intensidad.
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