1.1.
Razón última de la sacramentalidad del misterio cristiano: la afirmación de una
relación Dios-ser humano en el mundo.
La fe cristiana parte de una afirmación, en sí misma,
indemostrable (mistérica): la existencia
de una relación Dios-ser hmano en el mundo. Tal afirmación es como un
axioma fontal que acota, de entrada, el terreno por el que discurre la
existencia cristiana y, naturalmente, la teología. Acaso ¿la vida de fe y la
reflexión creyente no hacen referencia constante a dicha relación[1]?
Si nos fijamos en los términos concretos en los que dicha
relación se nos presenta se perciben algunas singularidades que merecen comentario.
En primer lugar, la afirmación central de la fe abriga en
su seno una evidente disonancia: la
compatibilidad de dos polos, de suyo, incompatibles. Lo infinito y lo finito no
son dos magnitudes que puedan ponerse al mismo nivel. Su diferencia es radical
e insuperable. No obstante la fe sostiene su «encuentro[2]». Pero es que hay más, el
axioma fundante del hecho cristiano llega a señalar el lugar de ese «encuentro»
entre lo humano y lo divino: el mundo;
terreno éste perteneciente a la temporalidad y a la finitud en las que se halla
el hombre[3]. Por este camino la
conclusión que se impone es evidente: según los principios de la fe la contingencia, universo propio de lo
humano, es apta para «el contacto» y «la comunicación» Dios-ser humano y
viceversa. Es entonces cuando surge la pregunta: de acuerdo a la fe ¿en virtud de qué es posible ese encuentro
Dios-ser humano en el mundo?
La respuesta
cristiana es la Creación (entendida e integrada, como señaleremos más
adelante, en el contexto amplio de la historia de la salvación que tiene como
principio, guía y meta a Jesucristo), dado que por ella se explica la
referencia constitutiva a Dios de todo lo que «no-es-Dios». En efecto, por el
acto creador el conjunto de lo existente, incluido el ser humano, entra a
formar parte de una relación intrínseca (previa a todo y anterior a todo) con
Dios. De esta forma, es el Creador, en su beneplácito, el que facilita la
posibilidad de «un encuentro real», en lo que no es Él, con el hombre. Dios no
se confunde con la Creación, pero ésta le pertenece. Desde esta perspectiva, el
mundo creado es antes del Creador que de sí mismo; y siendo él mismo, no deja
de ser nunca del Creador. Igual ocurre con el ser humano, aunque en grado
superior. La criatura humana, también por el acto creacional, ha sido
cualificada peculiarmente por Dios (el tema de la «imagen y semejanza» de Gn.
1,26) para relacionarse con El. De ahí que la Creación (y en ella el ser
humano) no le sea extraña ni a Dios (a Él remite porque es suya y participa de
su ser) ni a la criatura (a ella pertenece y en ella vive, participando de
forma peculiar del ser divino); ello justifica, pues, su función mediadora en
la relación que comentamos. Resumiendo: en
el mundo creado se da una presencia constitutiva de la transcendencia que no
desborda jamás el marco de la inmanencia, y que articula la relación,
axiomática para la fe, entre Dios y el hombre.
[1]Tomar como punto de partida
de la reflexión sobre la sacramentalidad del misterio cristiano la relación
Dios-ser humano es teológicamente lo más conveniente, como afirma VORGRIMLER:
«toda reflexión sobre los sacramentos presupone de entrada una reflexión sobre
la relación de Dios con los hombres» (p.18).
[2]Precisamente, la teología
actual explica la fe como un «encuentro personal» (cf. M.GELABERT, «Fe», en A.
TORRES QUIERUGA, dir., 10 palabras clave
en Religión, Estella, 1992, pp.235-240.
[3]Comenta E.SCHILLEBEECKX:
«para el creyente, esta finitud, este no-divino, es exactamente el lugar en el
que lo Infinito y lo finito se tocan...» (L'histoire
des hommes récit de Dieu, Paris, 1992, p.162).
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