Cristología
II. Segundo cuatrimestre.
Facultad
de Teología San Vicente Ferrer. Valencia 2013-2014.
Capítulo 1. La fe
pascual. Cristología de la comunidad cristiana primitiva. Cristología explícita,
neotestamentaria.
1.
La resurrección como centro y fundamento de la fe
y toda reflexión cristológica posterior. (Final de la Cristología I).
2.
Los primeros pasos
hacia la cristología.
La vivencia
de la fe en Jesús resucitado.
a.
La devoción a Jesús, el Señor y los inicios de la
liturgia cristiana, bautismo y eucaristía.
i.
La homología o confesión de fe en Jesucristo.
ii.
La invocación a Jesús como Señor.
iii.
Los himnos a Jesús, el Cristo, el Hijo, el Señor.
b.
El kerigma apostólico, anuncio del crucificado
resucitado para nuestra salvación.
c.
La misión a los gentiles.
Por estos caminos se va gestando el
puente entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe de los apóstoles y
evangelistas. Recientemente se ha valorado mucho el tema de la tradición
oral en la génesis de la literatura bíblica en comparación con otras
literaturas antiguas; en concreto, las tradiciones orales que están en el
origen de las composiciones evangélicas (R. Gerhardson y J. Dunn); el
impacto que causó Jesús en sus discípulos (Dunn); los inicios de la
devoción a Jesús como el Señor (Hurtado); la importancia de los
discípulos y nombres propios que aparecen en los evangelios como
verdaderos testigos oculares (Bauckmann).
3.
Los primeros escritos
que reflejan la fe cristológica.
a.
La cristología de las Cartas paulinas de Tesalonicenses hasta Colosenses. 1) Fas, la próxima venida de
Jesús, el Señor y Mesías. 2) Fase soteriológica, el Mesías crucificado. 3) Fase
cristológica histórico-cósmica.
b.
La cristología de Marcos, el evangelio de las
epifanías y el misterio mesiánico: 1) El misterio del Mesías doliente. 2) La
escatología y el Hijo del hombre. 3) Los discípulos que siguen a Jesús y la
comunidad de la Nueva Alianza.
c.
La cristología de Mateo, el evangelio del Mesías, Hijo
del Dios vivo, y evangelio del verdadero Israel. 1) Jesús. los discípulos y el
nuevo o verdadero Israel, la Iglesia. 2) Exigencias éticas y Escatología. 3)
Visión trinitaria y perspectiva universal.
d.
La cristología de Lucas, el evangelio de Jesús el
Profeta-mesías, Salvador y Señor de la historia, en el marco de la Historia de
la salvación: 1) Jesús en el centro de la Historia de la salvación. 2) Los Hechos, la historia de Jesús continúa en
la historia y en la fe. 3) Escatología a largo plazo. 4) El hombre nuevo en el Espíritu.
e.
La cristología de Juan y su prólogo: la teología de la
revelación histórica del Padre en el Hijo, Verbo de Dios encarnado: 1) Carácter
central de la persona de Jesús, Dios y hombre verdadero. 2) Unidad de historia
y fe, del ver y creer, del crucificado resucitado y su Espíritu en la
comunidad. 3) Unidad de acción y contemplación.
f.
El kerigma sacerdotal de la memoria de Jesús en la
carta a los Hebreos.
g.
Las teologías de la praxis cristiana fundada en el
crucificado resucitado: Santiago, Pedro y las pastorales paulinas.
4.
La cristología neotestamentaria.
4.1.- Jesús llegó a ser confesado como el Cristo, nuestro Señor y
Salvador, el Hijo único de Dios. El
cristocentrismo no se sostiene sin la confesión de fe en la filiación divina
única de Jesucristo. Exposición teológica bíblica.
Todo
comenzó en Galilea, con el anuncio de la cercanía del reinado de Dios por parte
de Jesús de Nazaret. Consecuente con su misión y consciente de su filiación
singular respeto de Dios, su Padre, pasó haciendo el bien y curando a los
oprimidos por el mal, reclamando así los derechos de Dios sobre sus criaturas
humanas, especialmente las más desposeídas de todo derecho y dignidad, a causa
del pecado de los hombres. Su experiencia de Dios era la de un amor rico en
misericordia, como la del padre de la parábola del “Hijo pródigo”.
Consecuentemente, su actuación quedó simbolizada en aquél “Buen Samaritano” de
la parábola. Sus palabras y sus acciones desencadenaron un conflicto, nada
casual, con los intereses del poder religioso y político, que le llevó a una
condena a muerte en cruz. Jesús encaró este ineludible final con libertad y
coherencia, en fidelidad al amor del Padre y en fidelidad de amor hacia los
hombres sus hermanos. Pero la cruz no fue la última palabra de Dios, sino la de
la resurrección.[1]
Sus discípulos
se reagruparon a partir de determinadas experiencias de encuentro con el
Crucificado, que ahora se les mostraba vivo, pero con una vida que les
trascendía, que reflejaba la “gloria de Dios”, ahora presente y patente como
glorificación del Crucificado. Desde esas experiencias de encuentro los
discípulos recobran una fe inquebrantable y asumen la misión de continuar la
obra de Jesús. Si Dios había resucitado a Jesús se comprendía que el reinado de
Dios, que él anunciaba, había estado aconteciendo ya en la persona de Jesús, en
su vida, muerte y resurrección. La resurrección, anticipada en la historia, era
mucho más que el premio a la vida de un justo. Por supuesto que, en primer
lugar, tuvo que ver con la persona Jesús; pero, al revelársenos en las “cristo-fanías”
(= manifestaciones de Jesús resucitado como el Cristo de Dios), y al
contemplarlas desde la vida entera de Jesús, quedaba de manifiesto que su
resurrección tenía que ver, sobre todo, con nosotros, señalándonos como un
“nuevo comienzo” para la historia humana, para la vida del mundo. El signo
indeleble de la resurrección de Jesús, para los discípulos y, por su medio,
para nosotros, confirmaba que el reinado de Dios sobre nuestra historia
efectivamente había comenzado. El Dios de la vida reinaba ya sobre la muerte de
nuestro mundo.
En efecto, a partir de los encuentros con el Resucitado y
desde la nueva experiencia de la presencia del Espíritu Santo de Dios, el mismo
Espíritu del que estuvo plenamente ungido Jesús, empezaron a releer las Escrituras
a partir de Jesús, y a comprender la vida y muerte de Jesús a partir de las
Escrituras, es decir, a partir del designio salvífico de Dios, del que aquéllas
daban testimonio en toda su amplitud. Este testimonio alcanzaba desde la acción
creadora y liberadora de Dios, históricamente visible en los orígenes
fundacionales de Israel como pueblo de Dios, hasta la anhelada, nueva y
definitiva intervención en favor de su pueblo, siempre esperada del futuro.
En
vida de Jesús se había mantenido abierta la incógnita sobre su mesianismo, su
filiación davídica o su filiación divina, y sobre su identidad con la figura
escatológica de «un como Hijo del hombre» celeste, que acabaría con los reinos
de este mundo e inauguraría un Reino de Dios. Ahora, tras haber conocido la
respuesta de Dios al resucitar al Crucificado, proclaman con claridad que Dios
le ha constituido Mesías y Señor (Hch 2,32-36). Y, consecuentemente, se le
esperará, y se invocará su retorno como Señor y Juez liberador (cf. Hch 2,21;
10,42; 1Co 1,8; Jn 5,22·27; cf. la “devoción a Jesús” con la invocación como “Señor”:
el Marána thâ en 1Co 16,22; Ap
22,20).
Pronto,
de la proclamación del Resucitado como el exaltado a la diestra de Dios,
participando de su mismo señorío, se llegará a la comprensión de la preexistencia
de Jesús en Dios. De igual modo que ya no podían pensar a Jesús sin Dios
comenzaron a no poder pensar a Dios y su designio salvífico sin Jesús, su
enviado, su Mesías, su «Hijo amado», su Palabra reveladora, como al fin se
comprenderá. Jesús había hecho de tal modo presente al Dios que salva la causa
humana, que la relación de filiación singular con Dios, que le sirvió en vida
para expresar su identidad y su misión (cf. “el Hijo” en: Mt 11,27; Lc 10,22;
Mc 13,32; 12,6), ahora, a partir de la resurrección, cobraba para sus
discípulos toda la radicalidad y autenticidad que hasta entonces no habían
podido comprender.
Las
categorías de que disponían los discípulos, en las Escrituras antiguas, para
esta intuición de un “Jesús viniendo de la parte de Dios”, como desde su misma
trascendencia, eran algunas personificaciones literarias de la “Palabra” o la
“Sabiduría” o el “Espíritu”, que concebían como “divinas” acompañando a Dios o
manifestándole en su relación con la creación (No dejar de leer las citas: Is
55,10-11*; Pr 8,22*; Sb 9, 1ss.; Is 11,2*). También disponían de
representaciones provenientes del lado de la trascendencia de Dios: “un como
Hijo de hombre que descendía de las nubes del cielo” (cf. Dn 7,13*). En este
mismo sentido, vinieron además las personificaciones de la “Torah” (Ley) o “Shekhiná”
(“Presencia de Dios”, asociada también a la “Gloria de Dios”, que va desde su
presencia en la Nube que guiaba a su pueblo, en la Tienda del Arca, hasta en el
Templo (Ex 25,30; Jn 1,14*). Estas personificaciones de cualidades o figuras
divinas, cuando entra Dios en relación con sus criaturas, especialmente con sus
humanas criaturas, pudieron servir a los discípulos de puente, y de pantalla
categorial previa, para concebir a Jesús como preexistiendo ya en Dios.
Junto
a esto, están tantas fórmulas de “envío” o de “unción”, en Pablo, Sinópticos y Juan: “He sido enviado…”; “Dios envió a
su Hijo…”; “Lo ha ungido…”; fórmulas que nos evocan algunas figuras mesiánicas
esperadas, plenamente vinculadas a Yahvé como su “Ungido” (Cristo), mesías
regio, sacerdotal o profético (Leer citas: Sal 2,2; Za 4,14; 6,13; Is 61,1). Pero
la radicalidad y definitividad del envío y misión de Jesús, trasciende la de un
mero rey descendiente de David.
Todo
esto significaba una nueva comprensión de la filiación divina o filiación
davídica de Jesús de Nazaret, hasta entonces nunca pensada. Ahora ya no se
trataba del título de «hijo de Dios» aplicable a los herederos de David y al mismo
pueblo de Israel, sino que se trataba de una filiación divina, propia y única,
que llenaba de un nuevo contenido a las figuras del Antiguo Testamento que la
anticipaban (typoi).
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+ + +
Este
es el lenguaje de la fe en Jesús: el Cristo de Dios, nuestro Señor, el Hijo de
Dios, enviado para nuestra salvación. Hay razones exegéticas para pensar que
este esquema
descendente (Jesús viniendo de Dios, como preexistiendo en Él) se abrió
espacio en la mente y corazón de sus discípulos bastante pronto, y funcionó ya
antes de la década del 50, antes de los testimonios escritos de que disponemos
como cartas de Pablo o evangelios, y cerca del acontecimiento pascual original.[2]
Pronto,
pues, esa confesión de fe reveló su coherencia con la experiencia de Jesús que
habían hecho sus discípulos. Así lo fue expresando la comunidad cristiana
primitiva en los himnos cristológicos, en algunas fórmulas y narraciones del
Nuevo Testamento, desde Gal 4,4 y Fil 2,6ss., pasando por Rm 1,2-4, hasta Jn
1,1ss. y Col 1,13-20. Pero este lenguaje también quedó fijado al principio de
los evangelios sinópticos como clave de lectura de toda la vida de Jesús; así
en Mc 1,1: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios»; y la misma
función cumplen los “evangelios de la infancia” de Mt 1-2 y Lc 1-2, como
expresión de la fe cristológica claramente expuesta en sus narraciones, al
comienzo de sus respectivos evangelios. La precisión terminológica que
encontramos en Juan (Jn 1,14·18), al
llamarle «Unigénito» era consecuente con lo que habían comprendido y expresado
de Jesús.
Este
lenguaje de la fe era pues coherente con las dos exigencias que nacían de la
experiencia histórica de fe que estaban haciendo los Apóstoles y discípulos
de Jesús: una, que Dios seguía siendo el único Dios y Señor; y, otra, que
Jesús, aun sin dejar de ser el Jesús que habían conocido, con el que había
comido, y al que habían abandonado crucificado, después lo recibieron de parte
de Dios también como su Señor y Salvador. Jesús podía ser invocado y esperado
como «el Señor» con todo fundamento, puesto que era confesado como Hijo de Dios
en un sentido propio y singular.
Esta
dimensión propiamente divina de Jesús, aunque solo posible y coherente como
«Hijo», era la única que podía justificar cómo había hablado Jesús, cómo había
actuado y cómo había acabado Jesús. Es decir, ser humano del modo como lo había
sido Jesús sólo podía serlo el Hijo de Dios. Es lo que sugieren las palabras de
Hebreos 4,15: «probado en todo igual
que nosotros excepto en el pecado». Ser humano así, con esa calidad, los otros
hombres no lo alcanzamos. Y, precisamente, esta dimensión propiamente divina de
Jesús era la única también que podía justificar la experiencia anticipada pero
certera, que hicieron sus discípulos, del Dios que salva y perdona, al
devolverles a Jesús resucitado y al participarles de su mismo Espíritu Santo.
4.2.-
En Jesucristo se señala la plenitud de los tiempos, el centro de la historia,
la consistencia del universo creado, precisamente por ser el Mediador en la
salvación y en la creación.
Las
teologías neotestamentarias fueron explicitando las consecuencias salvíficas de
este núcleo de la fe en Jesús, como Mesías, Señor e Hijo de Dios. De quien se
habla, en quien se cree y espera, a quien se ama, de quien se vive y por quien
se sabe el creyente personalmente amado, no es otro que Jesucristo, y éste
crucificado y resucitado ; no hay otra fuerza divina o sabiduría que
salve (cf. Gal 2,19-20 ; 1Co 1,23-24 ; 2,2 ; Flp 3,8).
Jesucristo significaba la «plenitud de los tiempos» en que Dios iba a
intervenir (Gal 4,4). Y, para los cristianos, «ayer como hoy, Jesucristo es el
mismo, y lo será siempre» (Heb 13,8). La fe veterotestamentaria en el Dios de
las promesas (cf. Rm 1,2; 1Cor, 10,1-4) no podía pasar ahora por encima del
«don» de la promesa (cf. Jn 4,10; 3,16), que era Jesucristo y a través de él su
Santo Espíritu, el Espíritu derramado en nuestros corazones. La fe apostólica,
la del Nuevo Testamento, sin dejar de ser fe en Dios se hacía cristocéntrica.
Este
cristocentrismo de la fe neotestamentaria encontró su fundamento último y
trascendente cuando alcanzó a concebir la preexistencia de Jesucristo en Dios y
su mediación en la creación. En efecto Jesucristo fue proclamado como «Imagen
del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron
creadas todas las cosas» (cf. Col 1,15-17 ; 2Co 4,4), como «Misterio de
Dios, en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»
(cf. Col 2,2-3), como «Resplandor de la gloria de Dios e Impronta de su
esencia» (cf. Heb 1,3), y como «Palabra que estaba en el principio con Dios» y
«sin la cual no se hizo nada de cuanto existe» (cf. Jn 1,1ss.). «Amado antes de
la creación del mundo» (Jn 17,24), y «existiendo con anterioridad a todo» (Col
1,17; cf. Jn 8,58), es desde el
principio el «Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de
Dios» (Ap 3,14), «el Primero y el Último», «Alfa y Omega», «el Viviente» :
«Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las
llaves de la Muerte y del Hades» (cf. 1Jn 2,13; Ap 1,17; 22,13). Nunca pues se
olvida que esta preexistencia mediadora de la creación se afirma de quien
estuvo muerto, crucificado, es decir nunca se olvida la historia del conflicto
que le llevó a la cruz, lo que impide que el testimonio sobre Jesucristo,
mediador en la creación, se disuelva en pura mitología cosmogónica.
Esta
vinculación con la historia de Jesús y su cruz es tan imprescindible que sin ella
se perdería la llave maestra para penetrar en el misterio de Dios. Por eso,
cuando se piensa en Jesucristo preexistiendo en Dios se le concibe como la
Palabra que habría de encarnarse (cf. Jn 1,14), el Misterio de Dios que habría
de dispensarse, la Sabiduría de Dios que habría de manifestarse por encima de
todo poder (cf. Ef 3,9-11), el Cordero degollado, desde la creación del mundo
(Ap 13,8; cf Col 1,26; 1Co 2,7), Cordero sin tacha y sin mancilla, predestinado
antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos (1Pe 1,19-20). No se trata de una necesidad
lógica, que nosotros podríamos deducir, sino de una contemplación a posteriori, a partir de la
sobreabundancia de amor que se nos ha revelado en Cristo Jesús, nuestro Señor,
y en favor nuestro.
Esta
posibilidad que tenemos en Jesucristo de aproximarnos hacia el Origen absoluto
a partir de la intervención escatológica de Dios en su resurrección, hace que
comprendamos la historia de Jesús, y en él nuestra historia y el universo,
desde un horizonte englobante, que se ha venido describiendo con las categorías
de «designio» o de «elección o predestinación» de Dios. Así lo pone de
manifiesto el magnífico himno con que comienza la carta a los Efesios y toda
ella. La vida humana, y la creación que la sustenta, habría salido de las manos
de Dios como un proyecto con vistas a Cristo Jesús (cf. Ef 2,10; Heb 1,2), como
una llamada, una elección, una predilección por los seres humanos, para poder
llegar a ser hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo, hijos en el Hijo,
por su gracia y por nuestra fe (cf. Ef 1,4·11). Y todo según su beneplácito, es
decir, «según el designio benévolo que en él [en Jesucristo] se propuso de
antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a
Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra»
(Ef 1,9-10; cf. Gal 4,4).
Nuestro
horizonte más englobante es Dios, «Aquel por quien es todo y para quien es
todo» (Heb 2,10), «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Pero
«a Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre,
él mismo lo ha contado» (exêgêsato, Jn 1,18); es decir, la vida de Jesús, que es el
Hijo único de Dios, ha sido el verdadero
«relato de Dios», él ha sido su intérprete, la posibilidad que tenía Dios de
explicársenos, de dársenos a conocer si lo había de hacer en medio de nuestra
historia humana.
En la
forma de relacionarse Jesús con Dios, su Padre, en su predicación, en sus
invocaciones, en la agonía que precede a su muerte y en su glorificación, no se
pierde nunca la diferencia con el Padre, en la comunión del Espíritu que les
une. Dan testimonio de ello los sinópticos y con una claridad especial los
discursos del Evangelio de Juan, hasta la expresión lapidaria «el Padre es mayor
que yo» (Jn 14,28). Así pues, el cristocentrismo del Nuevo Testamento no olvida
ni desplaza el teocentrismo, sino que nos abre el acceso a él ; aunque
hablar de “teocentrismo” no sería del todo adecuado, porque Dios, más que
centro de lo real, aparece más bien como horizonte último y omniabarcante de
todo lo real, su origen y su fin.
En
cambio a Jesucristo sí que le conviene la metáfora del “centro”, escondida en
la palabra “cristocentrismo”: centro entre la protología y la escatología,
centro entre Israel concentrado en Jerusalén y la Iglesia que comienza en
Jerusalén (Lucas). O también, según su equivalente bíblico, Jesús es «el
Mediador» entre Dios y los hombres, Mediador de una nueva y mejor [y, por
tanto, definitiva] Alianza (cf. Heb 8,6; 9,15; 1Tim 2,5). También se alude a
ello en términos de «Plenitud», «pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda
la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando,
mediante la sangre de la cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,19-20).
Esta centralidad histórica, esta mediación salvífica protagonizada por Jesús,
entendida como redentora, reconciliadora y rehabilitadora del ser humano, según
el proyecto original de Dios, no se hubiera podido sostener por mucho tiempo,
si Dios mismo no hubiera estado personalmente implicado en Jesús, o si Jesús no
fuera desde Dios, en cuanto el Hijo de su amor eterno, el Mediador también en
la creación y en la escatología.
Sólo
así se hace comprensible que puedan pertenecer al lenguaje de la fe en Jesús de
Nazaret afirmaciones, tan funcionales como ontológicas, con tanto apoyo
histórico salvífico como alcance metafísico[3], como las
siguientes:
·
«Para nosotros no hay
más que un sólo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el
cual somos; y un sólo Señor, Jesucristo,
por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1Co 8, 6).
·
«Él existe con
anterioridad a todo, y todo tiene en él
su consistencia» (Col 1,17).
·
«En él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente,
y vosotros alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza de todo Principado y
de toda Potestad» (Col 2,9-10).
·
«El que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a
cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en
las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les
supera en el nombre heredado» (Heb 1,3-4; cf. 1,10).
·
«Llamaba a Dios su
propio Padre, haciéndose a sí mismo
igual a Dios (Jn 5,18).
·
«Yo les doy vida eterna
[a mis ovejas] y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más que todos, y nadie puede
arrebatar nada de la mano del Padre. El
Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,29-30).
·
«Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí,
conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto [...]
El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 6-8).
4.3.-
La filiación divina y humana de Jesús, y su mediación en la creación y en la
redención, no es el resultado de una especulación o iluminación de tipo
gnóstico o mitológico. Viene de la
historia de Jesús y nos libera para una historia digna del hombre creado
por Dios.
Sin
entrar de lleno en el apasionante tema de la distinción entre cristianismo y
gnosticismo, o entre la verdad de Jesucristo y la verdad de las mitologías, sí
que podemos indicar que no estamos ante una “gnosis” ni ante una “mitología”.
El anclaje en la historia de Jesús, y en la historia humana que permaneció
abierta, no se pierde nunca. Centrados en Jesucristo, como objeto y fundamento
de nuestra fe, y como juicio y salvación de la historia, precisamente para que
ésta pueda ser verdaderamente humana, y haciendo memoria permanente (anámnesis) de la historia de Jesús, es
como tenemos acceso al designio de Dios, según el cual, al final el mismo Hijo
se le debía someter, para que Dios pueda ser todo en todo (cf. 1Co 15,28). Esta
es la confesión de fe de los cristianos. Pero esto es fe y esperanza, todavía
no es posesión, ni visión, ni victoria acabada, como reconoce Hebreos: «Todo lo sometiste debajo sus
pies. Al someterle todo, nada dejó que no le estuviera sometido. Mas al
presente, no vemos todavía que le esté
sometido todo» (Heb 2,8).
Ahora
bien, la experiencia concreta de salvación ofrecida desde la historia de Jesús
mostraba también un alcance metahistórico. Si había sido intervención de Dios
era definitiva, era irreversible, era escatología anticipada en la historia.
Esta definitividad y esta radicalidad es la que trata de ser expresada con las
formulaciones de la fe cristológica. Su alcance teo-lógico (filiación divina) y
hasta incoativamente metafísico (mediación universal), tuvieron entonces, y
mantienen ahora, una funcionalidad soteriológica. En primer lugar, vinieron y
vienen a salvaguardar la verdad de
lo acontecido en el Crucificado resucitado, de modo que diera razón suficiente,
justa, de la experiencia salvífica que hicieron los discípulos en Jesús. Y En
segundo lugar, desde esa verdad que expresan, las fórmulas cristológicas más
teo-lógicas y más metafísicas vienen a liberar
al hombre de su esclavitud irredenta, para que asentado firmemente en
Jesucristo por la fe, supere, en primer lugar, la esclavitud a su pecado, del
que él mismo no consigue liberarse; en segundo lugar, la esclavitud a los
poderes de este mundo, en los que el mal desencadenado ha tomado cuerpo y se ha
estructurado, hasta con repercusiones de tipo cósmico; y finalmente, para que
se abra a la esperanza contra toda esperanza, precisamente cuando se vea ante
el poder de la muerte, aparentemente invencible.
Todo
puede ser distinto ya en este mundo, ya en esta historia; todo puede comenzar
de nuevo si Jesús es quien es, el que devuelve el sentido a la creación y al
ser humano en ella. El ser humano recobra la confianza, que ninguna de sus
obras ni ninguna de las seguridades de este mundo le podía dar. Puede confiar
en Jesús, puede confiar en Dios, y desde él puede aceptarse a sí mismo y
aceptar a los otros como hermanos, y así puede hacérseles “prójimo”. Esto es lo
que se desprende desde Gálatas y Romanos con su Evangelio de gracia y
libertad ; pasando por Efesios y
Colosenses con su proclamación de la
victoria de Cristo sobre principados, potestades, y dominaciones de este mundo,
poderes históricos y poderes naturales divinizados ; o por Hebreos, que es toda una razonada
exhortación a resistir en la fe y la plena confianza en el momento de las
pruebas, fijos los ojos en aquel que nos precede en la fe como cabeza, y que
llevó la fe a su perfección en la cruz; hasta que lleguemos, como a su
síntesis, a los escritos joánicos,
que nos hablan del amor de Dios que nos ha precedido, para que donde esté el
amor desaparezca todo temor.
Todo
el Nuevo Testamento es, pues, un clamor unánime por unos hombres nuevos,
liberados de sus ataduras, y logrados por el amor, centrados en Jesucristo, el
Hombre Nuevo, el hombre logrado, plenificado, probado no menos que nosotros, y
por él, hombres centrados en Dios y en la vocación para la que fueron llamados
a la existencia. El cristocentrismo nos centra en Dios (teocentrismo) y en su
designio salvífico para toda la humanidad (soterio-centrismo).
A
esto vino y viene el cristocentrismo, no para fundar ningún tipo de
comportamiento absolutista ni triunfalista en la historia, pero tampoco ningún
tipo de planteamiento escapista de la historia y la realidad de sus hombres,
sino para liberarnos de los miedos a los poderes que nos esclavizan y ofenden
la dignidad humana querida por Dios, y así poder lograrnos como hombres nuevos,
con la fuerza y la sabiduría de la Cruz y del Espíritu eterno, con el que Jesús
se ponía en las manos del Padre, y se nos entregaba para nuestra salvación,
para la salvación de lo humano (cf. Heb 9,14 ; Lc 23,46 ; Jn 19,30).
4.4.-
El cristocentrismo sugiere también su límite, permanece abierto a una plenitud
escatológica. La Historia de la salvación ha caminado de “Plenitud” en “Plenitud”,
siempre en virtud del Espíritu de Dios.
a) Plenitud y concreción histórica abierta en Jesús, el crucificado y
resucitado.
Sin
salirnos todavía del Nuevo Testamento, el cristocentrismo no sólo era
justificado precisamente por la teo-logía que él mismo funda, y a la que
da acceso y remite, a saber, el misterio de Dios como Padre, sino que ha de ser
precisado y completado todavía por la pneumatología y la eclesiología, que
también él mismo funda, y a las que remite en la historia que aún perdura,
hasta que Dios sea todo en todo.
Hemos hecho ya alusión a la diferencia, a la remisión y a
la relación de Jesús respecto de Dios, su Padre. Pero ahora contemplamos cómo
se cumplió en designio salvífico de Dios en Jesús. Este cumplimiento significó
una plenitud y a la vez una concreción histórica, en el crucificado y
resucitado, que se abría para ser participada a todos los que iban a creer en
Él y a través de ellos a todas las criaturas. Esta concreción y esta apertura
posibilitadora de nuevas relaciones pudo ser expresada con el concepto de
corporalidad. «Por medio de la muerte en su cuerpo de carne» fuimos reconciliados con Dios (Col 1,22; cf. «en
su carne» en Ef 2,15-16). Esto es lo que manifestó su resurrección para nuestra
justificación, ahora ya en «cuerpo
espiritual», como «el último Adán, espíritu que da vida» (cf. 1Co
15,44-45). Esta es la concreción histórica y trascendente, relacional y dadora
de vida: Jesucristo, crucificado y resucitado, en quien el designio salvífico
de Dios alcanzó su plenitud.
Pero
la profundización creyente en su misterio aún conocerá nuevas expresiones en su
repercusión para los hombres. De Jesús se pudo decir que «en Él tuvo a bien
Dios hacer residir toda la Plenitud» (Col 1,19), afirmación crítica respecto de
otras representaciones gnósticas de una “plenitud” formada y compartida por
multitud de intermediarios celestes, bajo cuyos poderes se encontraba el ser
humano. Y en concreto se dijo: «Porque en Él reside toda la Plenitud de la
Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él, que es Cabeza
de todo principado y toda potestad...» (Col 2,9-10).
Este
adverbio “corporalmente” señalaría tanto la historicidad de la figura humana de
Jesús como su identidad como Cristo exaltado para nuestra justificación. En la
concreción histórica y trascendente, relacional y dadora de vida, de Jesucristo
se nos ha dado la Plenitud de Dios. El tiempo de Jesús es un tiempo pleno en
cuanto cualificado por la implicación personal de Dios en su Hijo, y por eso
capaz de inaugurar unos nuevos tiempos de plenitud para la misma creación.
La
Encarnación fue un nuevo modo de darse Dios mismo en su Hijo, precisamente como
«carne», es decir, situado en, y solidario con, la historia de la libertad
humana, tantas veces frustrada y frustrante. Este nuevo modo de darse Dios, que
sucede a la Creación y a los profetas, revela de Dios una libertad, una
gratuidad y una capacidad “kenótica” o de condescendencia misericordiosa y
solidaria con sus criaturas que nos trasciende, a la vez que nos revela la
calidad de su amor. Pero la Encarnación fue coronada históricamente por la Cruz
y trascendentemente por la Resurrección. Así, la humanidad de Cristo resucitado
integra o incorpora incoativamente a los creyentes, y en ellos, al género
humano y al universo creado. A este nuevo modo de darse Dios como humanidad
concreta y solidaria con sus criaturas, le conviene también el concepto de
«Plenitud», aunque «corporalmente», lo que la precisa y concreta y a la vez la
mantiene abierta, en virtud de la complejidad significada en sômatikôs.
Por
razón de su Encarnación, la teología y la Gaudium
et Spes han venido sugiriendo que el
Hijo de Dios «se ha unido de algún modo a todo hombre» (GS 22 b). Pero con la
expresión “de algún modo” se nos puede estar indicando dos dimensiones al
menos. En primer lugar, que al compartir el Hijo de Dios la naturaleza y la
historia humana, y precisamente como el Nuevo o el Último Adán, buscaba, y así
lo hizo, restaurar los vínculos de la familia humana con Dios y de los humanos
entre sí. Y, en este sentido, todo hombre, fuera cual fuera su situación,
estaba intencionalmente alcanzado en la Encarnación. Y, en segundo lugar,
fundaba la posibilidad real de unirse a cada hombre en concreto, esta vez “de
otro modo”, es decir, mediante su Espíritu Santo.
En
efecto, la plenitud de la Divinidad que hemos contemplado en Jesucristo quedaba
pendiente de otro momento de aquella plenitud en el cuerpo social y místico,
formado por todos los que iban a creer. Precisamente el concepto de “cuerpo”,
aplicado al Cuerpo de Cristo, serviría de puente para pensar también en todos
cuantos iba a in-corporar en su humanidad glorificada. Así vino la metáfora
paulina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo a recibir una nueva profundización
en Efesios y Colosenses, para hablar de que también nosotros «hemos sido
convocados a alcanzar aquella Plenitud en Jesucristo, Cabeza de todo
principado...» (Col 2,9; cf. Ef 4,12-13; 3,19). Más explícito todavía cuando se
nos dice: «Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema
de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud de aquel [Cristo] que lo llena todo
en todo» (Ef 1,22-23). A la Iglesia “Cuerpo de Cristo” también se le puede
llamar “Plenitud de Cristo”, porque es el espacio abierto, y llenado, por
aquella Plenitud divina, actuada en la historia y en el cosmos por la humanidad
resucitada de Cristo.[4]
Dicho
con otras palabras, Dios cumple en la Iglesia su designio benevolente y en ella
manifiesta la sobreabundancia de su amor, lo siempre buscado por Dios, a saber,
una humanidad, y en ella la creación, reconciliada con Dios en Jesucristo, su
Hijo amado, su espacio abierto y lleno por su Santo Espíritu.
Parece
como si la «economía» de Dios, es
decir, la disposición y la dispensación de Dios en la creación y en la
historia, tal como la hemos conocido hasta llegar a la historia de Jesús, iría “de
plenitud en plenitud”, y coherentemente “de fidelidad en fidelidad” (según una
posible exégesis de Rm 1,17). Esta economía
divina se cumple en Jesús y aún después. No le movería a Dios la lógica de la
carencia o la impotencia, sino la de la sobreabundancia del amor. En este caso,
el fundamento de la creación y la historia no sería la carencia sino la
plenitud, no la necesidad de autorrealizarse sino el poder de regalarse y
participarse.[5] La
evolución, el progreso, lo pedagógico en la revelación y en la fe, vendría dado
por las condiciones de la criatura finita, del conocimiento y la libertad
finitos. Y parece ser, según múltiples indicios, que esa posibilidad que tiene
Dios de una Plenitud siempre nueva y plena, por el amor, sería siempre actuada
por su Espíritu Santo. Intentaremos aún esbozarlo al concluir este apartado.
La
seriedad y radicalidad de la Encarnación indica que después de Jesús, la
historia continúa. El reinado de Dios que él anunció y actuó, y hasta concentró
en su persona, en cuanto crucificado y resucitado, no supuso la ruptura
apocalíptica con la historia presente. Recobrados para la fe los discípulos por
parte del Resucitado, éste dejó de estarles disponible. Les salió al encuentro
como quien se iba al Padre. La Ascensión marca la definitiva indisponibilidad
de Jesús. Pero no fue una experiencia de abandono, de soledad, o indefensión,
la que siguió. No estaba Jesús, pero ellos se crecieron humanamente por la fe,
capaces de lo que hasta entonces no habían sido, capaces de dar testimonio de
Jesús delante de los mismos que le habían ajusticiado. Esa fuerza no nacía de
la carne y la sangre. El mismo Espíritu que había llenado a Jesús, ahora había
sido derramado sobre todos ellos, y recordaron la promesa del Espíritu,
conocida ya desde los profetas hasta Jesús.
b) La experiencia del Espíritu en los discípulos de Jesús.
La
experiencia de consuelo y de fortaleza, de gozo y de amor o comunión entre los
hermanos ; su capacitación para entender las Escrituras desde Jesús y a
Jesús desde las Escrituras ; la memoria viva de Jesús y su profundización
hasta su verdad plena ; el reconocerle y confesarle como «el Señor» ;
la capacidad para el riesgo o el peligro por el nombre de Jesús ; el
discernimiento de espíritus ; el don de sanar y fortalecer el ánimo ;
la libertad para tomar decisiones desde el espíritu de Jesús, cuando no había
mandato del Señor o se discutía ; la oración confiada y filial ante Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro (Abba) ; todo esto, suponía una rica experiencia de los
discípulos y los Apóstoles, experiencia salvífica para ellos, y liberadora para
la continuidad de la misión de Jesús, precisamente cuando ya no estaba
físicamente Jesús entre ellos.
Esta
rica experiencia no era sino fruto y expresión del Dios que salva, contemplado
antes en Jesús, crucificado y resucitado, experimentado ahora desde dentro y en la comunidad de los
creyentes, es decir, experimentado como capacitación del ser humano, como
Espíritu en nuestro espíritu. El Espíritu era la experiencia de la presencia
poderosamente salvífica de Dios en la comunidad de los creyentes en Jesús. A
veces se habla de la presencia del Señor resucitado; otras se habla de su
Espíritu, que es también el Espíritu del Padre, el Santo Espíritu de Dios. Jesús
era el Cristo, el «Ungido» con Espíritu Santo, y toda su vida se había sentido
llena del Espíritu de Dios. Su misma existencia, desde su encarnación y hasta
la misma resurrección, se daban por obra y en virtud del Espíritu Santo de
Dios. A partir de la muerte y
resurrección su Espíritu era derramado sobre toda “carne”, es decir, sobre la
historia humana todavía rota y desintegrada. El Espíritu en la comunidad de los
creyentes iniciaba una nueva dinámica, congregadora, integradora, comunional
(cf. el relato de Pentecostés).
Entonces,
desde la experiencia del Espíritu que hacía la comunidad de los creyentes en
Jesús, se comprendía, en cierto modo, que convenía a los Apóstoles que Jesús se
marchara y volviera al Padre, para que recibieran el Espíritu paráclito (cf. Jn
16,7). O, dicho de otro modo, que, estando Jesús delante y con ellos no podían
acabar de comprender qué tipo de salvación les estaba ofreciendo Dios. Las
expectativas que Jesús despertaba, pensemos en el mesianismo, adivinaban sólo
en parte la verdad, porque en parte también eran expectativas erradas, y por
eso finalmente frustradas. En este sentido pueden leerse aquellas palabras:
«Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,12-13).
c) «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16, 7).
Nuestra
comprensión de estas palabras no pretende ir más allá de lo que el misterio de
la autocomunicación de Dios al hombre permite entrever. Pero ahí están ellas,
imborrables, para que, desde el Nuevo Testamento hasta la encíclica Dominum et Vivificantem, sigan
desafiando, desde la fe apostólica hasta la Iglesia actual, para una
comprensión de la Trinidad Dios y de la salvación del hombre. «Os conviene que
yo me vaya». Con estas palabras se indica que la partida de Jesucristo, que
históricamente se dio por la cruz y la resurrección, era condición
indispensable del envío y de la venida del Espíritu Santo.[6] Mientras
acompañaba Jesús a sus discípulos, él llevaba la plenitud del Espíritu de Dios
“corporalmente”, en su persona histórica y relacional, concreta. La experiencia
del Santo de Dios, de su Espíritu, la experiencia del Dios que salva y del
Señor que da la vida, estuvo entonces totalmente vinculada a la persona de
Jesús.
Podemos
decir que todo se esperaba de su persona (cf. «Muéstranos al Padre y nos
basta», Jn 14,8; «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y
no al mundo ?», Jn 14,22 ; «Señor ¿es ahora cuando vas a restablecer
el Reino de Israel ?», Hch 1,6). Por eso se tambalearon cuando su persona
parecía venirse abajo, con la condena a muerte en cruz. «Nosotros esperábamos
que él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21); pero, después de la cruz,
todo parecía indicar que las cosas no iban a cambiar. El lenguaje apocalíptico
del que se pudo servir Jesús, ante la inminencia de su final, para advertir de
la trascendencia del conflicto desencadenado, y para animar a la vigilancia y a
resistir en la fe, no venía a anunciar un final apocalíptico inmediato («Del
día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo
el Padre», Mc13,3; cf. Hch 1,7).
Para
cumplir su designio de reconciliación y rehabilitación de la dignidad humana,
Dios disponía en sí mismo de otras posibilidades antes de poner punto final a
la historia humana y a la creación. En efecto, en Sí mismo, mediante el
Espíritu de Amor que le colma, el Espíritu de la Creación y el Espíritu del
Redentor, tenía aún la posibilidad de universalizar su amor al elevar al mundo
a su sentido pleno para el que lo creó.
La
totalidad del testimonio neotestamentario apunta a que el Padre y el Hijo,
Jesús, no se agotan en su amor recíproco, ni en su dualidad.[7]
Habría entre ellos una comunión tal que rompería su dualidad sin deshacerse en
la identidad de una mónada. Sólo después de Jesús, se abrirá la posibilidad de
hablar del Espíritu de Dios, presente y activo ya en toda la historia, desde la
creación hasta en los profetas, como de una tercer modo de presencia de Dios en
persona. Este Espíritu Santo de Dios habría estado en Jesús fundando la
comunión incomparable entre Jesús y su Padre, al tiempo que salvaguardaba la
diferencia entre Dios y el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, el ritmo para
hablar de Dios, ya en el Nuevo Testamento, se hizo ternario, y se hablará del
Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, hasta hablar del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo.
d) El Espíritu de Jesús y el Espíritu del Dios Creador y Renovador,
con vistas a la Plenitud escatológica en Dios.
En la
economía de la salvación el Espíritu sucede y precede a la plena teofanía que
es la historia y persona de Jesucristo. En cuanto le sucede no añade novedades
a la novedad y definitividad de la revelación que es Jesucristo («Recibirá de
lo mío y os lo comunicará a vosotros», Jn 16,14). No es otra “palabra de Dios”
ni siquiera otro rostro o “imagen de Dios”. Pero sí que representa un nuevo
modo de hacérsenos presente y actuante el mismo Dios. En el Espíritu, Dios ya
no nos habla, como en Jesús, a nuestros oídos o a nuestros ojos desde fuera de
nosotros, por decirlo de algún modo, sino que se hará presente y actuante desde
dentro de nosotros, afinará la capacidad auditiva y visiva, como la resonancia
de la palabra y como la luz que hace ver, y así trabajará nuestra capacidad de
acogida de la Palabra y del Amor de Dios, en la fe, en la esperanza y en el
amor.
El
Espíritu de Dios, Dios en nosotros, sellará con su presencia nuestra dignidad
de “hijos de Dios” con la mayor garantía posible, la de todo un Dios. Y la
presencia del Espíritu de Jesús en la comunidad de los creyentes, convocada por
la predicación apostólica y la de sus sucesores, es la garantía trascendente de
la fidelidad y de la profundización en la memoria de Jesús a lo largo de la
historia, que permanece abierta a la libertad humana.
Pero
el mismo Espíritu, en cuanto precede a Jesús, coincide en su radio de acción
con el horizonte más englobante de la realidad, horizonte al que llamamos Dios.
En este sentido también se le llama Espíritu de Dios, o Espíritu del Padre, y
por tanto Espíritu del Creador. De su libertad, de su inasibilidad, y de su capacidad creadora y
recreadora, de la ruptura de los esquemas viejos a los que nos aferramos para
evitar nacer de nuevo y para evitar que nazca lo nuevo, dan testimonio las
palabras de Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz,
pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del
Espíritu» (Jn 3,8).
También
toda la historia de la revelación da testimonio de que el Espíritu es la libertad
de Dios para hacer nuevas todas las cosas, y volver a comenzar desde la
esperanza y el amor. Los profetas abrieron posibilidades insospechadas para la
justicia y la paz, pero sobre todo, para una siempre mayor esperanza y una
mejor comprensión de Dios. Y eso porque el Espíritu hablaba por los profetas.
Tampoco
habría que infravalorar la relación entre el Espíritu de Dios y nuestro
espíritu humano. Simbólicamente se nos describe en el Génesis que el Espíritu de Dios constituye la vida del hombre, su
aliento (cf. Gn 2,7). Pero luego, existencialmente, la experiencia de la vida
humana, de la que dan testimonio los libros Sapienciales,
es que el espíritu del hombre justo es la casa que gusta visitar la Sabiduría
divina y detenerse en ella (cf. Sb 6,14). Y la carta a los Romanos plantea toda una dialéctica entre la capacidad de ceguera y
de deformación de la verdad que tiene el espíritu humano por causa de su
injusticia, y el trabajo que realiza el Espíritu Santo en nuestro espíritu. Las
posibilidades son inmensamente liberadoras con sus frutos de vida y de paz,
hasta el punto de darse una unión de espíritus, no confusión. Dice que «el
Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de
Cristo...» (Rm 8,16-17).
El
Espíritu representa, pues, la mayor capacidad personal de Dios para
autocomunicársenos sin anularnos, ni avasallar nuestro espíritu humano. Nuestro
espíritu permanece libre ante él. Pero él, unido máximamente a nosotros desde
nuestro más profundo centro, trabaja todas nuestras posibilidades para que
alcancemos nuestra mayor libertad, la posible en el nivel de los hijos de Dios,
el de los herederos, el de los libres, el de los señores de sí, para poder ser
servidores de todos por el amor.
Al
concluir este apartado, podríamos atrevernos a formular los pasos de la
reflexión teológica tal como viene sugerida con estas palabras: «De Plenitud en
Plenitud, y siempre en virtud del Espíritu Santo»[8]:
1) Dios es en sí, e incluye ya, la Plenitud, plêrôma;
y el Espíritu, Amor de Dios personal, personifica, colma y mantiene vivo ese
amor “excesivo” de Dios, desbordante entre el Padre y el Hijo.
2) La Creación, sobre la que se cierne el Espíritu como aliento de sus
energías vitales, pero, sobre todo, los espíritus humanos, no han dejado de
gozar nunca de la mirada amorosa y misericordiosa del Creador, con vistas a la
plenitud de los tiempos que significó la Encarnación del Hijo de Dios.
3) Aquí, desde la finitud y la historicidad de la creación, es
precisamente el Espíritu del Padre y del Hijo, quien hace posible esa Plenitud
de la divinidad corporalmente en Jesús de Nazaret, vida que tuvo su cénit en el
Misterio Pascual de la cruz y resurrección.
4) Últimamente, el tiempo de la Iglesia y del Espíritu, al servicio de la
humanidad entera, es el tiempo de esta eterna y nueva, siempre abierta,
Plenitud de Dios, que, por su misericordia infinita, busca incorporar a su
Plenitud a los que el Espíritu de su Hijo libera.
5) Y todo ello acontece con vistas a la Plenitud escatológica en Dios,
cuando Dios será todo en todos y el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a
él todas las cosas (cf. 1Co 15,28).[9]
Por
lo que muestra la Revelación, Dios no es parco, remiso, tardo, ni tacaño, en
darse. Todo lo contrario, en el Espíritu Santo de Dios contemplamos la sobre-excedencia
de su amor, su exceso, su plenitud viva, creadora y recreadora, trabajando
desde su creación todas las posibilidades que las condiciones de la finitud y
la temporalidad del ser le permiten. «Mi Padre trabaja siempre, y yo también
trabajo» (Jn 5,17), ésta es la réplica de Jesús, precisamente frente a una
religiosidad judía incapaz de salvar lo humano. Este trabajo continuo de Dios,
como Padre fiel a sus criaturas, que realiza libre y amorosamente mediante su
Espíritu, antes y después de Jesús, como también en Jesús y su Iglesia, es la
mayor esperanza y consuelo que se nos ha dado, para cuando contemplemos este
mundo nuestro, y necesitemos verlo como redimible
aún, a pesar de creerlo redimido ya
en Jesucristo. Porque no podemos olvidar que todavía no estamos en la Plenitud
escatológica, como sugería Hebreos
2,8: «Al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo».
En síntesis, pues, hablamos de un cristocentrismo que remite al misterio del
amor trinitario de Dios y a la historia humana aún abierta a la libertad
humana, de camino hacia una renovada Plenitud escatológica en Dios. Dios confía
aún en esta nuestra historia, en la que Él mismo ha entrado en la persona de su
Hijo, y en la que se ha comprometido no menos personalmente, y lo más íntima y
universalmente posible, en su Espíritu. Dios sigue confiando en los humanos,
Dios tiene tiempo y nos lo regala, y pacientemente espera como aquel padre de
la parábola, expectante de sus dos hijos, del perdido y del supuestamente
justo, porque cada uno desde su situación aún ha de volver al amor.
[1] Hago
aquí una síntesis cristológica apretada. Muchas cristologías podrían ser
citadas. Soy especialmente deudor de la de Walter Kasper, sobre la que hice la
tesis bajo la dirección del P. Alfaro: J. Vidal Taléns, El Mediador y la Mediación. La Cristología de Walter Kasper en su
génesis y estructura, Facultad de Teología de Valencia, Valencia 1988.
Temas cristológicos y soteriológicos y otros relacionados con la credibilidad
de la fe se hallan reunidos en artículos míos de divulgación, en valenciano,
en: Un Déu digne de l’home, editorial
Saó, València 1995; cf. también “La
Cristologia i la Salvació. Com parlar-ne avui?” que apareció en Teologia Actual (1997) de l’Institut de Teologia de Barcelona.
Los
presupuestos metodológicos de esta síntesis cristológica son los de la
“comprensión histórica” tal como la ha ido reelaborando Kasper. El reto
ineludible de la historia y del saber histórico sobre Jesús no conduce
necesariamente a silenciar la divinidad de Jesús, con tal de que se abandone el
positivismo histórico y se revisen críticamente los presupuestos filosóficos
del método histórico-crítico (cf. J. Vidal, El
Mediador..., o. cit., pp. 205-206). Por tanto, ni estamos en una
metodología cristológica puramente “desde abajo” ni puramente “desde arriba”.
La cristología puede construirse “desde abajo” si se presupone que aquello a lo
que accedemos “desde abajo” (su historia) es llevado y sostenido “desde arriba”
(desde Dios). Así, la historia de Jesús trasparenta el misterio de Jesús para
quien está abierto a él. En esta línea, para escapar a la alternativa “desde
arriba” o “desde abajo”, se ha postuló una cristología “desde dentro” (E.
Biser, W. Breuning en Alemania), o mejor, desde la “intencionalidad
constitutiva del acontecimiento” de Jesús (P. Sequeri y otros en Italia),
intencionalidad reveladora de Dios y salutífera para el hombre, inseparable de
lo “vivido” por Jesús con sus discípulos y de lo “testimoniado” por éstos.
En efecto, la historia presupone un
horizonte metafísico-teológico como su condición de posibilidad. El “Cristo de
la fe”, nuestro Credo, funciona metodológicamente como la “precomprensión”
desde la que accedemos a la “historia de Jesús”, con rigor y sin falsificarla,
ciertamente, pero también sin cercenarla desde los presupuestos subjetivistas,
inmanentistas, relativistas y homogeneizadores de la modernidad. Esta nueva
propuesta metodológica posibilita la exposición de la “historia” de Jesús desde
la perspectiva del “misterio de redención” que allí se nos revela. Esta es la
legitimidad metodológica de una cristología actual a partir de “los misterios
de la vida de Jesús” (En esta línea iban
ya mis primeros apuntes en “Una propuesta para el estudio de la Cristología” en
Anales Valentinos 36 (1993) 187-206,
esp. pp. 189-193; y he continuado en Jesús,
la alegría indestructible del Padre, Facultad de Teología, Valencia 2010).
[2] Cf.
J. Dupuis, Introducción a la Cristología,
Verbo Divino, Estella 1994, p. 112 (aparte de esta referencia, toda la obra es
una buena introducción a la cristología). Cf. M. Hengel, El Hijo de Dios, Sígueme, Salamanca, 1078; P. Stuhlmacher, Jesús de Nazaret, Cristo de la fe,
Sígueme, Salamanca 1996.
[3] Podemos
hablar así con fundamento. Quien acepte que este tipo de afirmaciones sobre
Jesús tienen una funcionalidad histórico salvífica, en virtud del carácter
escatológico de su misión, dentro de la forma de pensamiento hebrea, ha de
reconocer también que el mismo carácter escatológico habla de una fidelidad,
definitividad, consistencia y totalidad que, en la forma de pensamiento
helénica, se corresponde con lo que postula la consideración metafísica de la
realidad.
[4] H.
Schlier recoge en dos excursus abundantes
precisiones para los conceptos de “plenitud” y de “cuerpo” aplicados a Cristo.
Dice: « El pléroma de Dios que habita
“corporalmente” en Cristo, se halla presente en el “cuerpo” de Cristo, en la
Iglesia. Por medio de ella, de la Iglesia, que es el lugar del pléroma de Cristo, y, por tanto, del pléroma de Dios, Cristo atrae todas las
cosas hacia el pléroma del que tomó
ya posesión al ascender por encima de todos los cielos. Y Cristo atrae hacia el
pléroma, haciendo que los creyentes
lleguen al pléroma (total o pleno)». Schlier
concluye su excursus sobre el plêrôma toû theoû de este modo: «La
“plenitud de Dios” es, para decirlo agudamente, un “espacio” que Dios ha
abierto sômatikôs en Cristo, que
Cristo ha abierto en su Cuerpo, la Iglesia, un espacio, que el miembro del Cuerpo,
el bautizado, abre para sí en la fe, el amor y el conocimiento» (H. Schlier, La carta a los Efesios, Sígueme,
Salamanca 1991, pp. 127-128 y 129-130).
[5] E.
Brito habla de una “lógica de carencia” en la motivación de la Creación dentro
del sistema idealista hegeliano, en
contraste con una “lógica de la plenitud” en la contemplación creyente de la
Creación y la Encarnación, según S. Juan de la Cruz. ¿Carencia o plenitud?
¿Oposición o apertura y transparencia? ¿Reflexión o éxtasis? ¿Identidad negativa
o participación? ¿Lógica hegeliana o lógica creyente? (Cf. E. Brito, “Pour une
logique de la Création. Hegel et Saint Jean de la Croix”, en NRT 106 (1984) pp.493-512 y 686-701).
[6] La
Encíclica Dominum et Vivificantem (n.
11) también habló de una «“lógica” divina», como «expansión de la inefable
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y dentro de esta “lógica”
entra que «la “partida” de Cristo, a través de la Cruz y Resurrección, es
condición indispensable del “envío” y de la venida del Espíritu Santo». Sin
desmerecer nada esta “lógica” divina, que hay que entrecomillar para no sacarla
del ámbito de la contemplación creyente a
posteriori, también habría que indagar sobre la lógica deducible de las
condiciones creaturales, dadas en el ser humano, que harían de algún modo
comprensible aquella conveniencia de la partida de Jesús. El comentario de
Balthasar se detiene en la “lógica” divina sin trabajar la posible lógica
humana, que implicaría la necesidad de tiempo para comprender, la importancia
del “re-cordar” o hacer experiencia de lo vivido con Jesús ante las nuevas
situaciones que llegan con el paso del tiempo. Postulamos así un trabajo del
Espíritu en virtud de las capacidades del espíritu del discípulo de Jesús. (Cf. Lasciatevi
muovere dallo Spirito, Commento di Balthasar e di Congar alla Enciclica,
Queriniana, Brescia 1986, p. 110).
[7] «Esta
inagotabilidad, esta inadecuación dual, no puede concebirse en Dios como
defecto, sino como exceso, como sobreabundancia, esencial y personal, de amor y
de libertad» (J. Vidal Taléns, El
Mediador y la Mediación, Fac. Teol. Valencia 1988, p. 433; cf. todo el cap.
XV, para la pneumatología de Kasper, pp. 431-453).
[8] También
se ha podido decir: «De comienzo en comienzo, hasta el comienzo que nunca
tendrá fin» (Orígenes). Y también se ha hablado del «comienzo en plenitud»,
refiriéndose a la Resurrección de Jesús y al don de su Espíritu Santo a los
Apóstoles, comienzo en plenitud que perdura en el presente aunque nos es ya indisponible
(Escuela de Tubinga). Pensando así las cosas, se trata de la categoría del
“comienzo” que tiene un valor ontológico en el análisis existencial (Darlap en MySal I), aplicable al nivel mismo de la
Creación de Dios. Hablamos de un comienzo no como de un primer instante de una
serie sucesiva, sino como la acción del poder creador y recreador de Dios, del
poder comenzar, sostener y redimir, propio de Dios, “Señor del ser” y “Señor del tiempo” (Schelling).
[9] Esta
perspectiva “de Plenitud en Plenitud” viene a ser el complemento necesario de
la perspectiva histórica abierta por la centralidad de Cristo en el tiempo, a
la que nos ha acostumbrado ya la teología (cf. O. Cullmann, Cristo en el tiempo, Barcelona 1967; H.
Conzelmann, El centro del tiempo. La
teología de Lucas, Madrid 1974). Hoy todos subrayan que la linearidad
histórica del tiempo bíblico presupone también una perspectiva salvífica
vertical debida a la fidelidad de Dios. Es inherente a las posibilidades de la
misma Plenitud trinitaria de Dios que cuando se nos da, pueda dársenos
plenamente, aunque personalmente de diversos modos. Nuestra perspectiva viene a
corregir la ideología moderna del “progreso”, que no es la única forma de
comprender la historia. La teología vendría a desideologizar la historia humana
para que pueda realizarse como verdaderamente humana.
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