CRISTOLOGÍA CATÓLICA.



Cristología II. Segundo cuatrimestre.
Facultad de Teología San Vicente Ferrer. Valencia 2013-2014.




Capítulo 1. La fe pascual. Cristología de la comunidad cristiana primitiva. Cristología explícita, neotestamentaria.

1.       La resurrección como centro y fundamento de la fe y toda reflexión cristológica posterior. (Final de la Cristología I).

2.       Los primeros pasos hacia la cristología. La vivencia de la fe en Jesús resucitado.
a.       La devoción a Jesús, el Señor y los inicios de la liturgia cristiana, bautismo y eucaristía.
                                                              i.      La homología o confesión de fe en Jesucristo.
                                                            ii.      La invocación a Jesús como Señor.
                                                          iii.      Los himnos a Jesús, el Cristo, el Hijo, el Señor.
b.       El kerigma apostólico, anuncio del crucificado resucitado para nuestra salvación.
c.       La misión a los gentiles.
Por estos caminos se va gestando el puente entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe de los apóstoles y evangelistas. Recientemente se ha valorado mucho el tema de la tradición oral en la génesis de la literatura bíblica en comparación con otras literaturas antiguas; en concreto, las tradiciones orales que están en el origen de las composiciones evangélicas (R. Gerhardson y J. Dunn); el impacto que causó Jesús en sus discípulos (Dunn); los inicios de la devoción a Jesús como el Señor (Hurtado); la importancia de los discípulos y nombres propios que aparecen en los evangelios como verdaderos testigos oculares (Bauckmann).

3.       Los primeros escritos que reflejan la fe cristológica.
a.       La cristología de las Cartas paulinas de Tesalonicenses hasta Colosenses. 1) Fas, la próxima venida de Jesús, el Señor y Mesías. 2) Fase soteriológica, el Mesías crucificado. 3) Fase cristológica histórico-cósmica.
b.       La cristología de Marcos, el evangelio de las epifanías y el misterio mesiánico: 1) El misterio del Mesías doliente. 2) La escatología y el Hijo del hombre. 3) Los discípulos que siguen a Jesús y la comunidad de la Nueva Alianza.
c.       La cristología de Mateo, el evangelio del Mesías, Hijo del Dios vivo, y evangelio del verdadero Israel. 1) Jesús. los discípulos y el nuevo o verdadero Israel, la Iglesia. 2) Exigencias éticas y Escatología. 3) Visión trinitaria y perspectiva universal.
d.       La cristología de Lucas, el evangelio de Jesús el Profeta-mesías, Salvador y Señor de la historia, en el marco de la Historia de la salvación: 1) Jesús en el centro de la Historia de la salvación. 2) Los Hechos, la historia de Jesús continúa en la historia y en la fe. 3) Escatología a largo plazo.  4) El hombre nuevo en el Espíritu.
e.       La cristología de Juan y su prólogo: la teología de la revelación histórica del Padre en el Hijo, Verbo de Dios encarnado: 1) Carácter central de la persona de Jesús, Dios y hombre verdadero. 2) Unidad de historia y fe, del ver y creer, del crucificado resucitado y su Espíritu en la comunidad. 3) Unidad de acción y contemplación.
f.        El kerigma sacerdotal de la memoria de Jesús en la carta a los Hebreos.
g.       Las teologías de la praxis cristiana fundada en el crucificado resucitado: Santiago, Pedro y las pastorales paulinas.

4.       La cristología neotestamentaria.

4.1.- Jesús llegó a ser confesado como el Cristo, nuestro Señor y Salvador, el Hijo único de Dios. El cristocentrismo no se sostiene sin la confesión de fe en la filiación divina única de Jesucristo. Exposición teológica bíblica.
Todo comenzó en Galilea, con el anuncio de la cercanía del reinado de Dios por parte de Jesús de Nazaret. Consecuente con su misión y consciente de su filiación singular respeto de Dios, su Padre, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal, reclamando así los derechos de Dios sobre sus criaturas humanas, especialmente las más desposeídas de todo derecho y dignidad, a causa del pecado de los hombres. Su experiencia de Dios era la de un amor rico en misericordia, como la del padre de la parábola del “Hijo pródigo”. Consecuentemente, su actuación quedó simbolizada en aquél “Buen Samaritano” de la parábola. Sus palabras y sus acciones desencadenaron un conflicto, nada casual, con los intereses del poder religioso y político, que le llevó a una condena a muerte en cruz. Jesús encaró este ineludible final con libertad y coherencia, en fidelidad al amor del Padre y en fidelidad de amor hacia los hombres sus hermanos. Pero la cruz no fue la última palabra de Dios, sino la de la resurrección.[1]
Sus discípulos se reagruparon a partir de determinadas experiencias de encuentro con el Crucificado, que ahora se les mostraba vivo, pero con una vida que les trascendía, que reflejaba la “gloria de Dios”, ahora presente y patente como glorificación del Crucificado. Desde esas experiencias de encuentro los discípulos recobran una fe inquebrantable y asumen la misión de continuar la obra de Jesús. Si Dios había resucitado a Jesús se comprendía que el reinado de Dios, que él anunciaba, había estado aconteciendo ya en la persona de Jesús, en su vida, muerte y resurrección. La resurrección, anticipada en la historia, era mucho más que el premio a la vida de un justo. Por supuesto que, en primer lugar, tuvo que ver con la persona Jesús; pero, al revelársenos en las “cristo-fanías” (= manifestaciones de Jesús resucitado como el Cristo de Dios), y al contemplarlas desde la vida entera de Jesús, quedaba de manifiesto que su resurrección tenía que ver, sobre todo, con nosotros, señalán­donos como un “nuevo comienzo” para la historia humana, para la vida del mundo. El signo indeleble de la resurrección de Jesús, para los discípulos y, por su medio, para nosotros, confirmaba que el reinado de Dios sobre nuestra historia efectivamente había comenzado. El Dios de la vida reinaba ya sobre la muerte de nuestro mundo.
            En efecto, a partir de los encuentros con el Resucitado y desde la nueva experiencia de la presencia del Espíritu Santo de Dios, el mismo Espíritu del que estuvo plenamente ungido Jesús, empezaron a releer las Escrituras a partir de Jesús, y a comprender la vida y muerte de Jesús a partir de las Escrituras, es decir, a partir del designio salvífico de Dios, del que aquéllas daban testimonio en toda su amplitud. Este testimonio alcanzaba desde la acción creadora y liberadora de Dios, históricamente visible en los orígenes fundacionales de Israel como pueblo de Dios, hasta la anhelada, nueva y definitiva intervención en favor de su pueblo, siempre esperada del futuro.
En vida de Jesús se había mantenido abierta la incógnita sobre su mesianismo, su filiación davídica o su filiación divina, y sobre su identidad con la figura escatológica de «un como Hijo del hombre» celeste, que acabaría con los reinos de este mundo e inauguraría un Reino de Dios. Ahora, tras haber conocido la respuesta de Dios al resucitar al Crucificado, proclaman con claridad que Dios le ha constituido Mesías y Señor (Hch 2,32-36). Y, conse­cuentemente, se le esperará, y se invocará su retorno como Señor y Juez liberador (cf. Hch 2,21; 10,42; 1Co 1,8; Jn 5,22·27; cf. la “devoción a Jesús” con la invocación como “Señor”: el Marána thâ en 1Co 16,22; Ap 22,20).
Pronto, de la proclamación del Resucitado como el exaltado a la diestra de Dios, participando de su mismo señorío, se llegará a la comprensión de la preexistencia de Jesús en Dios. De igual modo que ya no podían pensar a Jesús sin Dios comenzaron a no poder pensar a Dios y su designio salvífico sin Jesús, su enviado, su Mesías, su «Hijo amado», su Palabra reveladora, como al fin se comprenderá. Jesús había hecho de tal modo presente al Dios que salva la causa humana, que la relación de filiación singular con Dios, que le sirvió en vida para expresar su identidad y su misión (cf. “el Hijo” en: Mt 11,27; Lc 10,22; Mc 13,32; 12,6), ahora, a partir de la resurrección, cobraba para sus discípulos toda la radicalidad y autenticidad que hasta entonces no habían podido comprender.
Las categorías de que disponían los discípulos, en las Escrituras antiguas, para esta intuición de un “Jesús viniendo de la parte de Dios”, como desde su misma trascendencia, eran algunas personificaciones literarias de la “Palabra” o la “Sabiduría” o el “Espíritu”, que concebían como “divinas” acompañando a Dios o manifestándole en su relación con la creación (No dejar de leer las citas: Is 55,10-11*; Pr 8,22*; Sb 9, 1ss.; Is 11,2*). También disponían de representaciones provenientes del lado de la trascendencia de Dios: “un como Hijo de hombre que descendía de las nubes del cielo” (cf. Dn 7,13*). En este mismo sentido, vinieron además las personificaciones de la “Torah” (Ley) o “Shekhiná” (“Presencia de Dios”, asociada también a la “Gloria de Dios”, que va desde su presencia en la Nube que guiaba a su pueblo, en la Tienda del Arca, hasta en el Templo (Ex 25,30; Jn 1,14*). Estas personificaciones de cualidades o figuras divinas, cuando entra Dios en relación con sus criaturas, especialmente con sus humanas criaturas, pudieron servir a los discípulos de puente, y de pantalla categorial previa, para concebir a Jesús como preexistiendo ya en Dios.
Junto a esto, están tantas fórmulas de “envío” o de “unción”, en Pablo, Sinópticos y Juan: “He sido enviado…”; “Dios envió a su Hijo…”; “Lo ha ungido…”; fórmulas que nos evocan algunas figuras mesiánicas esperadas, plenamente vinculadas a Yahvé como su “Ungido” (Cristo), mesías regio, sacerdotal o profético (Leer citas: Sal 2,2; Za 4,14; 6,13; Is 61,1). Pero la radicalidad y definitividad del envío y misión de Jesús, trasciende la de un mero rey descendiente de David. 
Todo esto significaba una nueva comprensión de la filiación divina o filiación davídica de Jesús de Nazaret, hasta entonces nunca pensada. Ahora ya no se trataba del título de «hijo de Dios» aplicable a los herederos de David y al mismo pueblo de Israel, sino que se trataba de una filiación divina, propia y única, que llenaba de un nuevo contenido a las figuras del Antiguo Testamento que la anticipaban (typoi).
El Alumno buscará las citas que nos ayudan a entender el paso del esquema ascendente al descendente. Leerá las notas de la Biblia de Jerusalén a pie de página al menos de las citas que van acompañadas de un asterisco
 
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Este es el lenguaje de la fe en Jesús: el Cristo de Dios, nuestro Señor, el Hijo de Dios, enviado para nuestra salvación. Hay razones exegéticas para pensar que este esquema descendente (Jesús viniendo de Dios, como preexistiendo en Él) se abrió espacio en la mente y corazón de sus discípulos bastante pronto, y funcionó ya antes de la década del 50, antes de los testimonios escritos de que disponemos como cartas de Pablo o evangelios, y cerca del acontecimiento pascual original.[2]
Pronto, pues, esa confesión de fe reveló su coherencia con la experiencia de Jesús que habían hecho sus discípulos. Así lo fue expresando la comunidad cristiana primitiva en los himnos cristológicos, en algunas fórmulas y narraciones del Nuevo Testamento, desde Gal 4,4 y Fil 2,6ss., pasando por Rm 1,2-4, hasta Jn 1,1ss. y Col 1,13-20. Pero este lenguaje también quedó fijado al principio de los evangelios sinópticos como clave de lectura de toda la vida de Jesús; así en Mc 1,1: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios»; y la misma función cumplen los “evangelios de la infancia” de Mt 1-2 y Lc 1-2, como expresión de la fe cristológica claramente expuesta en sus narraciones, al comienzo de sus respectivos evangelios. La precisión terminológica que encontramos en Juan (Jn 1,14·18), al llamarle «Unigénito» era consecuente con lo que habían comprendido y expresado de Jesús.
Este lenguaje de la fe era pues coherente con las dos exigencias que nacían de la experiencia histórica de fe que estaban haciendo los Apóstoles y discípulos de Jesús: una, que Dios seguía siendo el único Dios y Señor; y, otra, que Jesús, aun sin dejar de ser el Jesús que habían conocido, con el que había comido, y al que habían abandonado crucificado, después lo recibieron de parte de Dios también como su Señor y Salvador. Jesús podía ser invocado y esperado como «el Señor» con todo fundamento, puesto que era confesado como Hijo de Dios en un sentido propio y singular.
Esta dimensión propiamente divina de Jesús, aunque solo posible y coherente como «Hijo», era la única que podía justificar cómo había hablado Jesús, cómo había actuado y cómo había acabado Jesús. Es decir, ser humano del modo como lo había sido Jesús sólo podía serlo el Hijo de Dios. Es lo que sugieren las palabras de Hebreos 4,15: «probado en todo igual que nosotros excepto en el pecado». Ser humano así, con esa calidad, los otros hombres no lo alcanzamos. Y, precisamente, esta dimensión propiamente divina de Jesús era la única también que podía justificar la experiencia anticipada pero certera, que hicieron sus discípulos, del Dios que salva y perdona, al devolverles a Jesús resucitado y al participarles de su mismo Espíritu Santo.

4.2.- En Jesucristo se señala la plenitud de los tiempos, el centro de la historia, la consistencia del universo creado,  precisamente por ser el Mediador en la salvación y en la creación.

Las teologías neotestamentarias fueron explicitando las consecuencias salvíficas de este núcleo de la fe en Jesús, como Mesías, Señor e Hijo de Dios. De quien se habla, en quien se cree y espera, a quien se ama, de quien se vive y por quien se sabe el creyente personalmente amado, no es otro que Jesucristo, y éste crucificado y resucitado ; no hay otra fuerza divina o sabiduría que salve (cf. Gal 2,19-20 ; 1Co 1,23-24 ; 2,2 ; Flp 3,8). Jesucristo significaba la «plenitud de los tiempos» en que Dios iba a intervenir (Gal 4,4). Y, para los cristianos, «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13,8). La fe veterotestamentaria en el Dios de las promesas (cf. Rm 1,2; 1Cor, 10,1-4) no podía pasar ahora por encima del «don» de la promesa (cf. Jn 4,10; 3,16), que era Jesucristo y a través de él su Santo Espíritu, el Espíritu derramado en nuestros corazones. La fe apostólica, la del Nuevo Testamento, sin dejar de ser fe en Dios se hacía cristocéntrica.
Este cristocentrismo de la fe neotestamentaria encontró su fundamento último y trascendente cuando alcanzó a concebir la preexistencia de Jesucristo en Dios y su mediación en la creación. En efecto Jesucristo fue proclamado como «Imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas» (cf. Col 1,15-17 ; 2Co 4,4), como «Misterio de Dios, en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (cf. Col 2,2-3), como «Resplandor de la gloria de Dios e Impronta de su esencia» (cf. Heb 1,3), y como «Palabra que estaba en el principio con Dios» y «sin la cual no se hizo nada de cuanto existe» (cf. Jn 1,1ss.). «Amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24), y «existiendo con anterioridad a todo» (Col 1,17; cf. Jn 8,58),  es desde el principio el «Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios» (Ap 3,14), «el Primero y el Último», «Alfa y Omega», «el Viviente» : «Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (cf. 1Jn 2,13; Ap 1,17; 22,13). Nunca pues se olvida que esta preexistencia mediadora de la creación se afirma de quien estuvo muerto, crucificado, es decir nunca se olvida la historia del conflicto que le llevó a la cruz, lo que impide que el testimonio sobre Jesucristo, mediador en la creación, se disuelva en pura mitología cosmogónica.
Esta vinculación con la historia de Jesús y su cruz es tan imprescindible que sin ella se perdería la llave maestra para penetrar en el misterio de Dios. Por eso, cuando se piensa en Jesucristo preexistiendo en Dios se le concibe como la Palabra que habría de encarnarse (cf. Jn 1,14), el Misterio de Dios que habría de dispensarse, la Sabiduría de Dios que habría de manifestarse por encima de todo poder (cf. Ef 3,9-11), el Cordero degollado, desde la creación del mundo (Ap 13,8; cf Col 1,26; 1Co 2,7), Cordero sin tacha y sin mancilla, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos  (1Pe 1,19-20). No se trata de una necesidad lógica, que nosotros podríamos deducir, sino de una contemplación a posteriori, a partir de la sobreabundancia de amor que se nos ha revelado en Cristo Jesús, nuestro Señor, y en favor nuestro.
Esta posibilidad que tenemos en Jesucristo de aproximarnos hacia el Origen absoluto a partir de la intervención escatológica de Dios en su resurrección, hace que comprendamos la historia de Jesús, y en él nuestra historia y el universo, desde un horizonte englobante, que se ha venido describiendo con las categorías de «designio» o de «elección o predestinación» de Dios. Así lo pone de manifiesto el magnífico himno con que comienza la carta a los Efesios y toda ella. La vida humana, y la creación que la sustenta, habría salido de las manos de Dios como un proyecto con vistas a Cristo Jesús (cf. Ef 2,10; Heb 1,2), como una llamada, una elección, una predilección por los seres humanos, para poder llegar a ser hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo, hijos en el Hijo, por su gracia y por nuestra fe (cf. Ef 1,4·11). Y todo según su beneplácito, es decir, «según el designio benévolo que en él [en Jesucristo] se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef  1,9-10; cf. Gal 4,4).
Nuestro horizonte más englobante es Dios, «Aquel por quien es todo y para quien es todo» (Heb 2,10), «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Pero «a Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha contado» (exêgêsato, Jn  1,18); es decir, la vida de Jesús, que es el Hijo único de Dios, ha sido el  verdadero «relato de Dios», él ha sido su intérprete, la posibilidad que tenía Dios de explicársenos, de dársenos a conocer si lo había de hacer en medio de nuestra historia humana.
En la forma de relacionarse Jesús con Dios, su Padre, en su predicación, en sus invocaciones, en la agonía que precede a su muerte y en su glorificación, no se pierde nunca la diferencia con el Padre, en la comunión del Espíritu que les une. Dan testimonio de ello los sinópticos y con una claridad especial los discursos del Evangelio de Juan, hasta la expresión lapidaria «el Padre es mayor que yo» (Jn 14,28). Así pues, el cristocentrismo del Nuevo Testamento no olvida ni desplaza el teocentrismo, sino que nos abre el acceso a él ; aunque hablar de “teocentrismo” no sería del todo adecuado, porque Dios, más que centro de lo real, aparece más bien como horizonte último y omniabarcante de todo lo real, su origen y su fin.
En cambio a Jesucristo sí que le conviene la metáfora del “centro”, escondida en la palabra “cristocentrismo”: centro entre la protología y la escatología, centro entre Israel concentrado en Jerusalén y la Iglesia que comienza en Jerusalén (Lucas). O también, según su equivalente bíblico, Jesús es «el Mediador» entre Dios y los hombres, Mediador de una nueva y mejor [y, por tanto, definitiva] Alianza (cf. Heb 8,6; 9,15; 1Tim 2,5). También se alude a ello en términos de «Plenitud», «pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de la cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,19-20). Esta centralidad histórica, esta mediación salvífica protagonizada por Jesús, entendida como redentora, reconciliadora y rehabilitadora del ser humano, según el proyecto original de Dios, no se hubiera podido sostener por mucho tiempo, si Dios mismo no hubiera estado personalmente implicado en Jesús, o si Jesús no fuera desde Dios, en cuanto el Hijo de su amor eterno, el Mediador también en la creación y en la escatología.
Sólo así se hace comprensible que puedan pertenecer al lenguaje de la fe en Jesús de Nazaret afirmaciones, tan funcionales como ontológicas, con tanto apoyo histórico salvífico como alcance metafísico[3], como las siguientes:
·         «Para nosotros no hay más que un sólo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un sólo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1Co 8, 6).
·         «Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1,17).
·         «En él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza de todo Principado y de toda Potestad» (Col 2,9-10).
·         «El que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre heredado» (Heb 1,3-4; cf. 1,10).
·         «Llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios (Jn 5,18).
·         «Yo les doy vida eterna [a mis ovejas] y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,29-30).
·         «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto [...] El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 6-8).

4.3.- La filiación divina y humana de Jesús, y su mediación en la creación y en la redención, no es el resultado de una especulación o iluminación de tipo gnóstico o mitológico. Viene de la historia de Jesús y nos libera para una historia digna del hombre creado por Dios.

Sin entrar de lleno en el apasionante tema de la distinción entre cristianismo y gnosticismo, o entre la verdad de Jesucristo y la verdad de las mitologías, sí que podemos indicar que no estamos ante una “gnosis” ni ante una “mitología”. El anclaje en la historia de Jesús, y en la historia humana que permaneció abierta, no se pierde nunca. Centrados en Jesucristo, como objeto y fundamento de nuestra fe, y como juicio y salvación de la historia, precisamente para que ésta pueda ser verdaderamente humana, y haciendo memoria permanente (anámnesis) de la historia de Jesús, es como tenemos acceso al designio de Dios, según el cual, al final el mismo Hijo se le debía someter, para que Dios pueda ser todo en todo (cf. 1Co 15,28). Esta es la confesión de fe de los cristianos. Pero esto es fe y esperanza, todavía no es posesión, ni visión, ni victoria acabada, como reconoce Hebreos: «Todo lo sometiste debajo sus pies. Al someterle todo, nada dejó que no le estuviera sometido. Mas al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo» (Heb 2,8).
Ahora bien, la experiencia concreta de salvación ofrecida desde la historia de Jesús mostraba también un alcance metahistórico. Si había sido intervención de Dios era definitiva, era irreversible, era escatología anticipada en la historia. Esta definitividad y esta radicalidad es la que trata de ser expresada con las formulaciones de la fe cristológica. Su alcance teo-lógico (filiación divina) y hasta incoativamente metafísico (mediación universal), tuvieron entonces, y mantienen ahora, una funcionalidad soteriológica. En primer lugar, vinieron y vienen a salvaguardar la verdad de lo acontecido en el Crucificado resucitado, de modo que diera razón suficiente, justa, de la experiencia salvífica que hicieron los discípulos en Jesús. Y En segundo lugar, desde esa verdad que expresan, las fórmulas cristológicas más teo-lógicas y más metafísicas vienen a liberar al hombre de su esclavitud irredenta, para que asentado firmemente en Jesucristo por la fe, supere, en primer lugar, la esclavitud a su pecado, del que él mismo no consigue liberarse; en segundo lugar, la esclavitud a los poderes de este mundo, en los que el mal desencadenado ha tomado cuerpo y se ha estructurado, hasta con repercusiones de tipo cósmico; y finalmente, para que se abra a la esperanza contra toda esperanza, precisamente cuando se vea ante el poder de la muerte, aparentemente invencible.
Todo puede ser distinto ya en este mundo, ya en esta historia; todo puede comenzar de nuevo si Jesús es quien es, el que devuelve el sentido a la creación y al ser humano en ella. El ser humano recobra la confianza, que ninguna de sus obras ni ninguna de las seguridades de este mundo le podía dar. Puede confiar en Jesús, puede confiar en Dios, y desde él puede aceptarse a sí mismo y aceptar a los otros como hermanos, y así puede hacérseles “prójimo”. Esto es lo que se desprende desde Gálatas y Romanos con su Evangelio de gracia y libertad ; pasando por Efesios y Colosenses con su proclamación de la victoria de Cristo sobre principados, potestades, y dominaciones de este mundo, poderes históricos y poderes naturales divinizados ; o por Hebreos, que es toda una razonada exhortación a resistir en la fe y la plena confianza en el momento de las pruebas, fijos los ojos en aquel que nos precede en la fe como cabeza, y que llevó la fe a su perfección en la cruz; hasta que lleguemos, como a su síntesis, a los escritos joánicos, que nos hablan del amor de Dios que nos ha precedido, para que donde esté el amor desaparezca todo temor.
Todo el Nuevo Testamento es, pues, un clamor unánime por unos hombres nuevos, liberados de sus ataduras, y logrados por el amor, centrados en Jesucristo, el Hombre Nuevo, el hombre logrado, plenificado, probado no menos que nosotros, y por él, hombres centrados en Dios y en la vocación para la que fueron llamados a la existencia. El cristocentrismo nos centra en Dios (teocentrismo) y en su designio salvífico para toda la humanidad (soterio-centrismo).
A esto vino y viene el cristocentrismo, no para fundar ningún tipo de comportamiento absolutista ni triunfalista en la historia, pero tampoco ningún tipo de planteamiento escapista de la historia y la realidad de sus hombres, sino para liberarnos de los miedos a los poderes que nos esclavizan y ofenden la dignidad humana querida por Dios, y así poder lograrnos como hombres nuevos, con la fuerza y la sabiduría de la Cruz y del Espíritu eterno, con el que Jesús se ponía en las manos del Padre, y se nos entregaba para nuestra salvación, para la salvación de lo humano (cf. Heb 9,14 ; Lc 23,46 ; Jn 19,30).

4.4.- El cristocentrismo sugiere también su límite, permanece abierto a una plenitud escatológica. La Historia de la salvación ha caminado de “Plenitud” en “Plenitud”, siempre en virtud del Espíritu de Dios.
a) Plenitud y concreción histórica abierta en Jesús, el crucificado y resucitado.
Sin salirnos todavía del Nuevo Testamento, el cristocentrismo no sólo era justificado  precisamente por la teo-logía que él mismo funda, y a la que da acceso y remite, a saber, el misterio de Dios como Padre, sino que ha de ser precisado y completado todavía por la pneumatología y la eclesiología, que también él mismo funda, y a las que remite en la historia que aún perdura, hasta que Dios sea todo en todo.
            Hemos hecho ya alusión a la diferencia, a la remisión y a la relación de Jesús respecto de Dios, su Padre. Pero ahora contemplamos cómo se cumplió en designio salvífico de Dios en Jesús. Este cumplimiento significó una plenitud y a la vez una concreción histórica, en el crucificado y resucitado, que se abría para ser participada a todos los que iban a creer en Él y a través de ellos a todas las criaturas. Esta concreción y esta apertura posibilitadora de nuevas relaciones pudo ser expresada con el concepto de corporalidad. «Por medio de la muerte en su cuerpo de carne» fuimos reconciliados con Dios (Col 1,22; cf. «en su carne» en Ef 2,15-16). Esto es lo que manifestó su resurrección para nuestra justificación, ahora ya en «cuerpo espiritual», como «el último Adán, espíritu que da vida» (cf. 1Co 15,44-45). Esta es la concreción histórica y trascendente, relacional y dadora de vida: Jesucristo, crucificado y resucitado, en quien el designio salvífico de Dios alcanzó su plenitud. 
Pero la profundización creyente en su misterio aún conocerá nuevas expresiones en su repercusión para los hombres. De Jesús se pudo decir que «en Él tuvo a bien Dios hacer residir toda la Plenitud» (Col 1,19), afirmación crítica respecto de otras representaciones gnósticas de una “plenitud” formada y compartida por multitud de intermediarios celestes, bajo cuyos poderes se encontraba el ser humano. Y en concreto se dijo: «Porque en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él, que es Cabeza de todo principado y toda potestad...» (Col 2,9-10).
Este adverbio “corporalmente” señalaría tanto la historicidad de la figura humana de Jesús como su identidad como Cristo exaltado para nuestra justificación. En la concreción histórica y trascendente, relacional y dadora de vida, de Jesucristo se nos ha dado la Plenitud de Dios. El tiempo de Jesús es un tiempo pleno en cuanto cualificado por la implicación personal de Dios en su Hijo, y por eso capaz de inaugurar unos nuevos tiempos de plenitud para  la misma creación.
La Encarnación fue un nuevo modo de darse Dios mismo en su Hijo, precisamente como «carne», es decir, situado en, y solidario con, la historia de la libertad humana, tantas veces frustrada y frustrante. Este nuevo modo de darse Dios, que sucede a la Creación y a los profetas, revela de Dios una libertad, una gratuidad y una capacidad “kenótica” o de condescendencia misericordiosa y solidaria con sus criaturas que nos trasciende, a la vez que nos revela la calidad de su amor. Pero la Encarnación fue coronada históricamente por la Cruz y trascendentemente por la Resurrección. Así, la humanidad de Cristo resucitado integra o incorpora incoativamente a los creyentes, y en ellos, al género humano y al universo creado. A este nuevo modo de darse Dios como humanidad concreta y solidaria con sus criaturas, le conviene también el concepto de «Plenitud», aunque «corporalmente», lo que la precisa y concreta y a la vez la mantiene abierta, en virtud de la complejidad significada en sômatikôs.
Por razón de su Encarnación, la teología y la Gaudium et Spes  han venido sugiriendo que el Hijo de Dios «se ha unido de algún modo a todo hombre» (GS 22 b). Pero con la expresión “de algún modo” se nos puede estar indicando dos dimensiones al menos. En primer lugar, que al compartir el Hijo de Dios la naturaleza y la historia humana, y precisamente como el Nuevo o el Último Adán, buscaba, y así lo hizo, restaurar los vínculos de la familia humana con Dios y de los humanos entre sí. Y, en este sentido, todo hombre, fuera cual fuera su situación, estaba intencionalmente alcanzado en la Encarnación. Y, en segundo lugar, fundaba la posibilidad real de unirse a cada hombre en concreto, esta vez “de otro modo”, es decir, mediante su Espíritu Santo.
En efecto, la plenitud de la Divinidad que hemos contemplado en Jesucristo quedaba pendiente de otro momento de aquella plenitud en el cuerpo social y místico, formado por todos los que iban a creer. Precisamente el concepto de “cuerpo”, aplicado al Cuerpo de Cristo, serviría de puente para pensar también en todos cuantos iba a in-corporar en su humanidad glorificada. Así vino la metáfora paulina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo a recibir una nueva profundización en Efesios y Colosenses, para hablar de que también nosotros «hemos sido convocados a alcanzar aquella Plenitud en Jesucristo, Cabeza de todo principado...» (Col 2,9; cf. Ef 4,12-13; 3,19). Más explícito todavía cuando se nos dice: «Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud de aquel [Cristo] que lo llena todo en todo» (Ef 1,22-23). A la Iglesia “Cuerpo de Cristo” también se le puede llamar “Plenitud de Cristo”, porque es el espacio abierto, y llenado, por aquella Plenitud divina, actuada en la historia y en el cosmos por la humanidad resucitada de Cristo.[4]
Dicho con otras palabras, Dios cumple en la Iglesia su designio benevolente y en ella manifiesta la sobreabundancia de su amor, lo siempre buscado por Dios, a saber, una humanidad, y en ella la creación, reconciliada con Dios en Jesucristo, su Hijo amado, su espacio abierto y lleno por su Santo Espíritu.
Parece como si la «economía» de Dios, es decir, la disposición y la dispensación de Dios en la creación y en la historia, tal como la hemos conocido hasta llegar a la historia de Jesús, iría “de plenitud en plenitud”, y coherentemente “de fidelidad en fidelidad” (según una posible exégesis de Rm 1,17). Esta economía divina se cumple en Jesús y aún después. No le movería a Dios la lógica de la carencia o la impotencia, sino la de la sobreabundancia del amor. En este caso, el fundamento de la creación y la historia no sería la carencia sino la plenitud, no la necesidad de autorrealizarse sino el poder de regalarse y participarse.[5] La evolución, el progreso, lo pedagógico en la revelación y en la fe, vendría dado por las condiciones de la criatura finita, del conocimiento y la libertad finitos. Y parece ser, según múltiples indicios, que esa posibilidad que tiene Dios de una Plenitud siempre nueva y plena, por el amor, sería siempre actuada por su Espíritu Santo. Intentaremos aún esbozarlo al concluir este apartado.
La seriedad y radicalidad de la Encarnación indica que después de Jesús, la historia continúa. El reinado de Dios que él anunció y actuó, y hasta concentró en su persona, en cuanto crucificado y resucitado, no supuso la ruptura apocalíptica con la historia presente. Recobrados para la fe los discípulos por parte del Resucitado, éste dejó de estarles disponible. Les salió al encuentro como quien se iba al Padre. La Ascensión marca la definitiva indisponibilidad de Jesús. Pero no fue una experiencia de abandono, de soledad, o indefensión, la que siguió. No estaba Jesús, pero ellos se crecieron humanamente por la fe, capaces de lo que hasta entonces no habían sido, capaces de dar testimonio de Jesús delante de los mismos que le habían ajusticiado. Esa fuerza no nacía de la carne y la sangre. El mismo Espíritu que había llenado a Jesús, ahora había sido derramado sobre todos ellos, y recordaron la promesa del Espíritu, conocida ya desde los profetas hasta Jesús.
b) La experiencia del Espíritu en los discípulos de Jesús.
La experiencia de consuelo y de fortaleza, de gozo y de amor o comunión entre los hermanos ; su capacitación para entender las Escrituras desde Jesús y a Jesús desde las Escrituras ; la memoria viva de Jesús y su profundización hasta su verdad plena ; el reconocerle y confesarle como «el Señor» ; la capacidad para el riesgo o el peligro por el nombre de Jesús ; el discernimiento de espíritus ; el don de sanar y fortalecer el ánimo ; la libertad para tomar decisiones desde el espíritu de Jesús, cuando no había mandato del Señor o se discutía ; la oración confiada y filial ante Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro (Abba) ; todo esto, suponía una rica experiencia de los discípulos y los Apóstoles, experiencia salvífica para ellos, y liberadora para la continuidad de la misión de Jesús, precisamente cuando ya no estaba físicamente Jesús entre ellos.
Esta rica experiencia no era sino fruto y expresión del Dios que salva, contemplado antes en Jesús, crucificado y resucitado, experimentado ahora desde dentro y en la comunidad de los creyentes, es decir, experimentado como capacitación del ser humano, como Espíritu en nuestro espíritu. El Espíritu era la experiencia de la presencia poderosamente salvífica de Dios en la comunidad de los creyentes en Jesús. A veces se habla de la presencia del Señor resucitado; otras se habla de su Espíritu, que es también el Espíritu del Padre, el Santo Espíritu de Dios. Jesús era el Cristo, el «Ungido» con Espíritu Santo, y toda su vida se había sentido llena del Espíritu de Dios. Su misma existencia, desde su encarnación y hasta la misma resurrección, se daban por obra y en virtud del Espíritu Santo de Dios. A partir de la  muerte y resurrección su Espíritu era derramado sobre toda “carne”, es decir, sobre la historia humana todavía rota y desintegrada. El Espíritu en la comunidad de los creyentes iniciaba una nueva dinámica, congregadora, integradora, comunional (cf. el relato de Pentecostés).
Entonces, desde la experiencia del Espíritu que hacía la comunidad de los creyentes en Jesús, se comprendía, en cierto modo, que convenía a los Apóstoles que Jesús se marchara y volviera al Padre, para que recibieran el Espíritu paráclito (cf. Jn 16,7). O, dicho de otro modo, que, estando Jesús delante y con ellos no podían acabar de comprender qué tipo de salvación les estaba ofreciendo Dios. Las expectativas que Jesús despertaba, pensemos en el mesianismo, adivinaban sólo en parte la verdad, porque en parte también eran expectativas erradas, y por eso finalmente frustradas. En este sentido pueden leerse aquellas palabras: «Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,12-13).
c) «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16, 7).
Nuestra comprensión de estas palabras no pretende ir más allá de lo que el misterio de la autocomunicación de Dios al hombre permite entrever. Pero ahí están ellas, imborrables, para que, desde el Nuevo Testamento hasta la encíclica Dominum et Vivificantem, sigan desafiando, desde la fe apostólica hasta la Iglesia actual, para una comprensión de la Trinidad Dios y de la salvación del hombre. «Os conviene que yo me vaya». Con estas palabras se indica que la partida de Jesucristo, que históricamente se dio por la cruz y la resurrección, era condición indispensable del envío y de la venida del Espíritu Santo.[6] Mientras acompañaba Jesús a sus discípulos, él llevaba la plenitud del Espíritu de Dios “corporalmente”, en su persona histórica y relacional, concreta. La experiencia del Santo de Dios, de su Espíritu, la experiencia del Dios que salva y del Señor que da la vida, estuvo entonces totalmente vinculada a la persona de Jesús.
Podemos decir que todo se esperaba de su persona (cf. «Muéstranos al Padre y nos basta», Jn 14,8; «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo ?», Jn 14,22 ; «Señor ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel ?», Hch 1,6). Por eso se tambalearon cuando su persona parecía venirse abajo, con la condena a muerte en cruz. «Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21); pero, después de la cruz, todo parecía indicar que las cosas no iban a cambiar. El lenguaje apocalíptico del que se pudo servir Jesús, ante la inminencia de su final, para advertir de la trascendencia del conflicto desencadenado, y para animar a la vigilancia y a resistir en la fe, no venía a anunciar un final apocalíptico inmediato («Del día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre», Mc13,3; cf. Hch 1,7).
Para cumplir su designio de reconciliación y rehabilitación de la dignidad humana, Dios disponía en sí mismo de otras posibilidades antes de poner punto final a la historia humana y a la creación. En efecto, en Sí mismo, mediante el Espíritu de Amor que le colma, el Espíritu de la Creación y el Espíritu del Redentor, tenía aún la posibilidad de universalizar su amor al elevar al mundo a su sentido pleno para el que lo creó.
La totalidad del testimonio neotestamentario apunta a que el Padre y el Hijo, Jesús, no se agotan en su amor recíproco, ni en su dualidad.[7] Habría entre ellos una comunión tal que rompería su dualidad sin deshacerse en la identidad de una mónada. Sólo después de Jesús, se abrirá la posibilidad de hablar del Espíritu de Dios, presente y activo ya en toda la historia, desde la creación hasta en los profetas, como de una tercer modo de presencia de Dios en persona. Este Espíritu Santo de Dios habría estado en Jesús fundando la comunión incomparable entre Jesús y su Padre, al tiempo que salvaguardaba la diferencia entre Dios y el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, el ritmo para hablar de Dios, ya en el Nuevo Testamento, se hizo ternario, y se hablará del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, hasta hablar del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
d) El Espíritu de Jesús y el Espíritu del Dios Creador y Renovador, con vistas a la Plenitud escatológica en Dios.
En la economía de la salvación el Espíritu sucede y precede a la plena teofanía que es la historia y persona de Jesucristo. En cuanto le sucede no añade novedades a la novedad y definitividad de la revelación que es Jesucristo («Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros», Jn 16,14). No es otra “palabra de Dios” ni siquiera otro rostro o “imagen de Dios”. Pero sí que representa un nuevo modo de hacérsenos presente y actuante el mismo Dios. En el Espíritu, Dios ya no nos habla, como en Jesús, a nuestros oídos o a nuestros ojos desde fuera de nosotros, por decirlo de algún modo, sino que se hará presente y actuante desde dentro de nosotros, afinará la capacidad auditiva y visiva, como la resonancia de la palabra y como la luz que hace ver, y así trabajará nuestra capacidad de acogida de la Palabra y del Amor de Dios, en la fe, en la esperanza y en el amor.
El Espíritu de Dios, Dios en nosotros, sellará con su presencia nuestra dignidad de “hijos de Dios” con la mayor garantía posible, la de todo un Dios. Y la presencia del Espíritu de Jesús en la comunidad de los creyentes, convocada por la predicación apostólica y la de sus sucesores, es la garantía trascendente de la fidelidad y de la profundización en la memoria de Jesús a lo largo de la historia, que permanece abierta a la libertad humana.
Pero el mismo Espíritu, en cuanto precede a Jesús, coincide en su radio de acción con el horizonte más englobante de la realidad, horizonte al que llamamos Dios. En este sentido también se le llama Espíritu de Dios, o Espíritu del Padre, y por tanto Espíritu del Creador. De su libertad, de su  inasibilidad, y de su capacidad creadora y recreadora, de la ruptura de los esquemas viejos a los que nos aferramos para evitar nacer de nuevo y para evitar que nazca lo nuevo, dan testimonio las palabras de Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8).
También toda la historia de la revelación da testimonio de que el Espíritu es la libertad de Dios para hacer nuevas todas las cosas, y volver a comenzar desde la esperanza y el amor. Los profetas abrieron posibilidades insospechadas para la justicia y la paz, pero sobre todo, para una siempre mayor esperanza y una mejor comprensión de Dios. Y eso porque el Espíritu hablaba por los profetas.
Tampoco habría que infravalorar la relación entre el Espíritu de Dios y nuestro espíritu humano. Simbólicamente se nos describe en el Génesis que el Espíritu de Dios constituye la vida del hombre, su aliento (cf. Gn 2,7). Pero luego, existencialmente, la experiencia de la vida humana, de la que dan testimonio los libros Sapienciales, es que el espíritu del hombre justo es la casa que gusta visitar la Sabiduría divina y detenerse en ella (cf. Sb 6,14). Y la carta a los Romanos plantea toda una dialéctica entre la capacidad de ceguera y de deformación de la verdad que tiene el espíritu humano por causa de su injusticia, y el trabajo que realiza el Espíritu Santo en nuestro espíritu. Las posibilidades son inmensamente liberadoras con sus frutos de vida y de paz, hasta el punto de darse una unión de espíritus, no confusión. Dice que «el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo...» (Rm 8,16-17).
El Espíritu representa, pues, la mayor capacidad personal de Dios para autocomunicársenos sin anularnos, ni avasallar nuestro espíritu humano. Nuestro espíritu permanece libre ante él. Pero él, unido máximamente a nosotros desde nuestro más profundo centro, trabaja todas nuestras posibilidades para que alcancemos nuestra mayor libertad, la posible en el nivel de los hijos de Dios, el de los herederos, el de los libres, el de los señores de sí, para poder ser servidores de todos por el amor.
Al concluir este apartado, podríamos atrevernos a formular los pasos de la reflexión teológica tal como viene sugerida con estas palabras: «De Plenitud en Plenitud, y siempre en virtud del Espíritu Santo»[8]:
1)  Dios es en sí, e incluye ya, la Plenitud,  plêrôma; y el Espíritu, Amor de Dios personal, personifica, colma y mantiene vivo ese amor “excesivo” de Dios, desbordante entre el Padre y el Hijo.
2)  La Creación, sobre la que se cierne el Espíritu como aliento de sus energías vitales, pero, sobre todo, los espíritus humanos, no han dejado de gozar nunca de la mirada amorosa y misericordiosa del Creador, con vistas a la plenitud de los tiempos que significó la Encarnación del Hijo de Dios.
3)  Aquí, desde la finitud y la historicidad de la creación, es precisamente el Espíritu del Padre y del Hijo, quien hace posible esa Plenitud de la divinidad corporalmente en Jesús de Nazaret, vida que tuvo su cénit en el Misterio Pascual de la cruz y resurrección.
4)  Últimamente, el tiempo de la Iglesia y del Espíritu, al servicio de la humanidad entera, es el tiempo de esta eterna y nueva, siempre abierta, Plenitud de Dios, que, por su misericordia infinita, busca incorporar a su Plenitud a los que el Espíritu de su Hijo libera.
5)  Y todo ello acontece con vistas a la Plenitud escatológica en Dios, cuando Dios será todo en todos y el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas (cf. 1Co 15,28).[9]
Por lo que muestra la Revelación, Dios no es parco, remiso, tardo, ni tacaño, en darse. Todo lo contrario, en el Espíritu Santo de Dios contemplamos la sobre-excedencia de su amor, su exceso, su plenitud viva, creadora y recreadora, trabajando desde su creación todas las posibilidades que las condiciones de la finitud y la temporalidad del ser le permiten. «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo» (Jn 5,17), ésta es la réplica de Jesús, precisamente frente a una religiosidad judía incapaz de salvar lo humano. Este trabajo continuo de Dios, como Padre fiel a sus criaturas, que realiza libre y amorosamente mediante su Espíritu, antes y después de Jesús, como también en Jesús y su Iglesia, es la mayor esperanza y consuelo que se nos ha dado, para cuando contemplemos este mundo nuestro, y necesitemos verlo como redimible aún, a pesar de creerlo redimido ya en Jesucristo. Porque no podemos olvidar que todavía no estamos en la Plenitud escatológica, como sugería Hebreos 2,8: «Al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo».
En síntesis, pues, hablamos de un cristocentrismo que remite al misterio del amor trinitario de Dios y a la historia humana aún abierta a la libertad humana, de camino hacia una renovada Plenitud escatológica en Dios. Dios confía aún en esta nuestra historia, en la que Él mismo ha entrado en la persona de su Hijo, y en la que se ha comprometido no menos personalmente, y lo más íntima y universalmente posible, en su Espíritu. Dios sigue confiando en los humanos, Dios tiene tiempo y nos lo regala, y pacientemente espera como aquel padre de la parábola, expectante de sus dos hijos, del perdido y del supuestamente justo, porque cada uno desde su situación aún ha de volver al amor.


[1]              Hago aquí una síntesis cristológica apretada. Muchas cristologías podrían ser citadas. Soy especialmente deudor de la de Walter Kasper, sobre la que hice la tesis bajo la dirección del P. Alfaro: J. Vidal Taléns, El Mediador y la Mediación. La Cristología de Walter Kasper en su génesis y estructura, Facultad de Teología de Valencia, Valencia 1988. Temas cristológicos y soteriológicos y otros relacionados con la credibilidad de la fe se hallan reunidos en artículos míos de divulgación, en valenciano, en: Un Déu digne de l’home, editorial Saó, València 1995; cf. también “La Cristologia i la Salvació. Com parlar-ne avui?” que apareció en Teologia Actual (1997) de l’Institut de Teologia de Barcelona.
                Los presupuestos metodológicos de esta síntesis cristológica son los de la “comprensión histórica” tal como la ha ido reelaborando Kasper. El reto ineludible de la historia y del saber histórico sobre Jesús no conduce necesariamente a silenciar la divinidad de Jesús, con tal de que se abandone el positivismo histórico y se revisen críticamente los presupuestos filosóficos del método histórico-crítico (cf. J. Vidal, El Mediador..., o. cit., pp. 205-206). Por tanto, ni estamos en una metodología cristológica puramente “desde abajo” ni puramente “desde arriba”. La cristología puede construirse “desde abajo” si se presupone que aquello a lo que accedemos “desde abajo” (su historia) es llevado y sostenido “desde arriba” (desde Dios). Así, la historia de Jesús trasparenta el misterio de Jesús para quien está abierto a él. En esta línea, para escapar a la alternativa “desde arriba” o “desde abajo”, se ha postuló una cristología “desde dentro” (E. Biser, W. Breuning en Alemania), o mejor, desde la “intencionalidad constitutiva del acontecimiento” de Jesús (P. Sequeri y otros en Italia), intencionalidad reveladora de Dios y salutífera para el hombre, inseparable de lo “vivido” por Jesús con sus discípulos y de lo “testimoniado” por éstos.
En efecto, la historia presupone un horizonte metafísico-teológico como su condición de posibilidad. El “Cristo de la fe”, nuestro Credo, funciona metodológicamente como la “precomprensión” desde la que accedemos a la “historia de Jesús”, con rigor y sin falsificarla, ciertamente, pero también sin cercenarla desde los presupuestos subjetivistas, inmanentistas, relativistas y homogeneizadores de la modernidad. Esta nueva propuesta metodológica posibilita la exposición de la “historia” de Jesús desde la perspectiva del “misterio de redención” que allí se nos revela. Esta es la legitimidad metodológica de una cristología actual a partir de “los misterios de la vida de Jesús”  (En esta línea iban ya mis primeros apuntes en “Una propuesta para el estudio de la Cristología” en Anales Valentinos 36 (1993) 187-206, esp. pp. 189-193; y he continuado en Jesús, la alegría indestructible del Padre, Facultad de Teología, Valencia 2010).
[2]              Cf. J. Dupuis, Introducción a la Cristología, Verbo Divino, Estella 1994, p. 112 (aparte de esta referencia, toda la obra es una buena introducción a la cristología). Cf. M. Hengel, El Hijo de Dios, Sígueme, Salamanca, 1078; P. Stuhlmacher, Jesús de Nazaret, Cristo de la fe, Sígueme, Salamanca 1996.
[3]              Podemos hablar así con fundamento. Quien acepte que este tipo de afirmaciones sobre Jesús tienen una funcionalidad histórico salvífica, en virtud del carácter escatológico de su misión, dentro de la forma de pensamiento hebrea, ha de reconocer también que el mismo carácter escatológico habla de una fidelidad, definitividad, consistencia y totalidad que, en la forma de pensamiento helénica, se corresponde con lo que postula la consideración metafísica de la realidad.
[4]              H. Schlier recoge en dos excursus abundantes precisiones para los conceptos de “plenitud” y de “cuerpo” aplicados a Cristo. Dice: « El pléroma de Dios que habita “corporalmente” en Cristo, se halla presente en el “cuerpo” de Cristo, en la Iglesia. Por medio de ella, de la Iglesia, que es el lugar del pléroma de Cristo, y, por tanto, del pléroma de Dios, Cristo atrae todas las cosas hacia el pléroma del que tomó ya posesión al ascender por encima de todos los cielos. Y Cristo atrae hacia el pléroma, haciendo que los creyentes lleguen al pléroma (total o pleno)». Schlier concluye su excursus sobre el plêrôma toû theoû de este modo: «La “plenitud de Dios” es, para decirlo agudamente, un “espacio” que Dios ha abierto sômatikôs en Cristo, que Cristo ha abierto en su Cuerpo, la Iglesia, un espacio, que el miembro del Cuerpo, el bautizado, abre para sí en la fe, el amor y el conocimiento» (H. Schlier, La carta a los Efesios, Sígueme, Salamanca 1991, pp. 127-128 y 129-130).
[5]              E. Brito habla de una “lógica de carencia” en la motivación de la Creación dentro del  sistema idealista hegeliano, en contraste con una “lógica de la plenitud” en la contemplación creyente de la Creación y la Encarnación, según S. Juan de la Cruz. ¿Carencia o plenitud? ¿Oposición o apertura y transparencia? ¿Reflexión o éxtasis? ¿Identidad negativa o participación? ¿Lógica hegeliana o lógica creyente? (Cf. E. Brito, “Pour une logique de la Création. Hegel et Saint Jean de la Croix”, en NRT 106 (1984) pp.493-512  y 686-701).
[6]              La Encíclica Dominum et Vivificantem (n. 11) también habló de una «“lógica” divina», como «expansión de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y dentro de esta “lógica” entra que «la “partida” de Cristo, a través de la Cruz y Resurrección, es condición indispensable del “envío” y de la venida del Espíritu Santo». Sin desmerecer nada esta “lógica” divina, que hay que entrecomillar para no sacarla del ámbito de la contemplación creyente a posteriori, también habría que indagar sobre la lógica deducible de las condiciones creaturales, dadas en el ser humano, que harían de algún modo comprensible aquella conveniencia de la partida de Jesús. El comentario de Balthasar se detiene en la “lógica” divina sin trabajar la posible lógica humana, que implicaría la necesidad de tiempo para comprender, la importancia del “re-cordar” o hacer experiencia de lo vivido con Jesús ante las nuevas situaciones que llegan con el paso del tiempo. Postulamos así un trabajo del Espíritu en virtud de las capacidades del espíritu del discípulo de Jesús.  (Cf. Lasciatevi muovere dallo Spirito, Commento di Balthasar e di Congar alla Enciclica, Queriniana, Brescia 1986, p. 110).
[7]              «Esta inagotabilidad, esta inadecuación dual, no puede concebirse en Dios como defecto, sino como exceso, como sobreabundancia, esencial y personal, de amor y de libertad» (J. Vidal Taléns, El Mediador y la Mediación, Fac. Teol. Valencia 1988, p. 433; cf. todo el cap. XV, para la pneumatología de Kasper, pp. 431-453).
[8]              También se ha podido decir: «De comienzo en comienzo, hasta el comienzo que nunca tendrá fin» (Orígenes). Y también se ha hablado del «comienzo en plenitud», refiriéndose a la Resurrección de Jesús y al don de su Espíritu Santo a los Apóstoles, comienzo en plenitud que perdura en el presente aunque nos es ya indisponible (Escuela de Tubinga). Pensando así las cosas, se trata de la categoría del “comienzo” que tiene un valor ontológico en el análisis existencial (Darlap en MySal I), aplicable al nivel mismo de la Creación de Dios. Hablamos de un comienzo no como de un primer instante de una serie sucesiva, sino como la acción del poder creador y recreador de Dios, del poder comenzar, sostener y redimir, propio de Dios, “Señor del ser” y  “Señor del tiempo” (Schelling).
[9]              Esta perspectiva “de Plenitud en Plenitud” viene a ser el complemento necesario de la perspectiva histórica abierta por la centralidad de Cristo en el tiempo, a la que nos ha acostumbrado ya la teología (cf. O. Cullmann, Cristo en el tiempo, Barcelona 1967; H. Conzelmann, El centro del tiempo. La teología de Lucas, Madrid 1974). Hoy todos subrayan que la linearidad histórica del tiempo bíblico presupone también una perspectiva salvífica vertical debida a la fidelidad de Dios. Es inherente a las posibilidades de la misma Plenitud trinitaria de Dios que cuando se nos da, pueda dársenos plenamente, aunque personalmente de diversos modos. Nuestra perspectiva viene a corregir la ideología moderna del “progreso”, que no es la única forma de comprender la historia. La teología vendría a desideologizar la historia humana para que pueda realizarse como verdaderamente humana.

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