ENCARNACIÓN COMO CENTRO CRISTOLÓGICO EN BUENAVENTURA


5.- La Encarnación como centro de la creación en san Buenaventura

OBJETIVOS

Ø  Integrar en la reflexión cristológica una comprensión científica del universo -desde el misterio trinitario de Dios- a partir de la experiencia del amor y fidelidad infinitos de Dios. Esta experiencia solamente tiene sentido si Dios es percibido y experimentado como un ser personal.

 

Ø  Mostrar, en san Buenaventura, cómo Cristo es la razón para crear y por ello ocupa el primer lugar en la intención divina, personal, de amar.

SUMARIO

5.1.- Introducción

  5.1.1.-La evolución y sus controversias

5.1.2.- Nueva forma de ver los términos ‘evolución’ y ‘diseño inteligente’ desde una óptica teológica

5.2.- Significado de Cristo

5.3.- San Buenaventura

5.3.1.- Algunas ideas básicas

5.3.2.- La cristología cósmica de san Buenaventura

BIBLIOGRAFÍA

DELIO, I., Cristo en evolución, Comillas-Sal Terrae, Madrid-Santander 2013, 303 pp[1].

RATZINGER, J., Comprensión de la revelación y teología de la historia de san Buenaventura, Obras completas II, BAC, Madrid 2013, 865 pp.

5.1.- Introducción

En la actualidad hay tres temas importantes para la fe y la teología en la era de la ciencia que es preciso formular y considerar:

1º).- La irrupción con fuerza del denominado naturalismo científico y su alcance cognitivo. En la actualidad los mundos intelectual y académico están tornándose cada vez más receptivos al naturalismo científico, la creencia de que la naturaleza es todo lo que existe y de que el método científico es la única forma fiable para comprenderla. Esta visión del mundo ha cobrado mucha popularidad en los libros que promueven el ‘nuevo ateísmo’ de Richard Dawkins, Sam Harris, Taner Edis, Daniel Dennett, Christopher Hitchens y otros autores. Por supuesto, el naturalismo representó una fuerte tentación durante toda la Modernidad, pero ha adquirido recientemente nuevos bríos gracias a la biología evolutiva. Muchos científicos y filósofos sostienen actualmente que las ideas darwinistas pueden explicar de una forma exhaustivamente naturalista todos los fenómenos de la vida, incluyendo el pensamiento humano, la moralidad y la espiritualidad.

Frente al auge cognitivo del naturalismo científico algunos autores ofrecen una teología evolucionista original que se mantiene totalmente fiel a la ciencia, pero no acepta el callejón sin salida del naturalismo. Demuestran, entre otros, la científica religiosa norteamericana Ilia Delio con gran pericia y sensibilidad, que la biología evolutiva y la cosmología contemporánea son escenarios naturales para rescatar y expresar de manera renovada las ideas de una serie de grandes pensadores cristianos, incluido especialmente san Buenaventura. Otros autores cristianos relevantes son Pierre Teilhard de Chardin, Raimon Panikkar, Thomas Merton y Bede Griffiths y proponen una sólida alternativa a la privatización de la espiritualidad que ha debilitado o, para emplear el lenguaje más fuerte de Teilhard, ‘enfermado’ al cristianismo durante los últimos siglos. Sus reflexiones, sin ser para nada apologéticas, plantean una alternativa estimulante y esperanzadora a las implicaciones inevitablemente pesimistas del naturalismo científico, por un lado, y de una devoción que huye del mundo, por el otro.

2º).- La superación de una teología (cristología) y espiritualidad acósmicas. El marco cosmológico y evolucionista de estos nuevos estudios dejan espacio para una renovación de la cristología, posibilitando que el misterio de Cristo ya no pueda ser sobrepasado por la magnitud temporal y espacial del universo. Desafortunadamente, mientras la ciencia moderna ha permitido que las personas cultas amplíen sus ideas y percepciones del universo, la teología y la espiritualidad cristianas han presentado generalmente la figura de Cristo en dimensiones demasiado minúsculas como para invitar a la adoración. Un Dios o salvador más pequeño que el universo difícilmente será tenido en cuenta excepto por aquellos que tienen poco interés en el mundo natural. Hoy el naturalismo atrae a tantas personas científicamente instruidas debido, cuando menos en parte, a que el universo parece ser cada vez más impresionante y creativo que las propias ideas de Dios y Cristo, tal como la educación y la teología cristianas las presentan. Las nuevas aproximaciones teológicas a la cosmología y su evolución ofrecen una alternativa necesaria a la teología y la espiritualidad acósmicas que todavía modelan la vida religiosa de innumerables personas cristianas.

            3º).- La consideración de las categorías ‘personal’, ‘impersonal’ aplicadas a Dios y al Universo. Una sensibilidad cósmica y evolucionista no tiene por qué estar en contradicción con el énfasis cristiano en el carácter personal de Dios. Algunos pensadores científicos, aunque no se oponen a una cierta ‘espiritualidad’ o incluso a una cierta idea vaga de Dios, no logran comprender cómo Dios puede ser personal. Las imágenes les sugieren que, al ser en nuestra experiencia las personas mucho más pequeñas que el universo, un Dios personal también lo sería. La teología cristiana, por su parte, insiste en que el universo, si es impersonal o menos que personal, entonces es, en cierto sentido, ontológicamente inferior –menos intenso en su modo de ser- que las personas humanas. Bajo este punto de vista, el naturalismo tampoco aporta una espiritualidad adecuada.

5.1.1.- La evolución y sus controversias

“La evolución no es una teoría, ¡es un hecho!”. Así se expresan no pocos investigadores científicos en la actualidad. Pero, ¿realmente hay diferencia entre la ‘evolución como teoría’ y la ‘evolución como hecho’? Desde la perspectiva de la ciencia, la evolución es sencillamente la forma en que los procesos biológicos, químicos y físicos se desarrollan; de hecho, una gran parte de la ciencia estudia los mecanismos de acción e interacción de eventos en el nivel físico.

Quizás la afirmación con la que se iniciaba el párrafo anterior haya que contextualizarla en los calurosos debates que está habiendo en la actualidad sobre la evolución frente al diseño inteligente[2].

El cardenal de Viena Christoph Schönborn había censurado públicamente la evolución, especialmente el neodarwinismo, como un ‘proceso sin dirección ni planificación alguna, un proceso de variación al azar y selección natural, diciendo que era ‘falsa’ y, por tanto, incompatible con la doctrina católica[3].  Por otro lado el jesuita George Coyne, director del Observatorio Vaticano en esa época, se pronunció públicamente a favor de la evolución, afirmando que esta no solo es compatible con el catolicismo, sino que también revela a un Dios que hizo un universo que manifiesta cierto dinamismo y que, por tanto, participa en la propia actividad creadora de Dios’[4].

Actualmente la controversia sobre la evolución sigue in crescendo, principalmente porque impugna aseveraciones religiosas establecidas. John Haught escribe: “La idea de evolución no es necesariamente perturbadora para las personas religiosas… Lo que resulta perturbador es la visión de la evolución de Charles Darwin”, visión que Haught resume en seis puntos: “1) Presenta un relato completamente nuevo de la creación, que parece estar en conflicto con el relato bíblico; 2) la noción de selección natural de Darwin aparentemente minimiza, si acaso no elimina, el papel de Dios en la creación de las diversas formas de vida; 3) la teoría de Darwin, al afirmar que el hombre proviene de formas ‘inferiores’ de vida, cuestiona aparentemente creencias inmemoriales sobre la naturaleza única y la singularidad ética del ser humano; 4) su énfasis en el papel prominente del azar en la evolución destruye en apariencia la noción de la divina providencia, 5) diríase que la evolución darwinista despoja al universo de finalidad y a la vida humana de toda relevancia permanente; y 6) la explicación que de los orígenes humanos da Darwin parecer estar, al menos para muchos cristianos, en conflicto con la noción de pecado original, de la ‘caída’ y elimina, por tanto, toda necesidad de un salvador”[5]. Podemos añadir a esto que la evolución darwinista desafía la doctrina católica del alma y de su creación inmediata por Dios, la doctrina de la creación ex nihilo y la relación entre pecado y muerte.

El peso de las pruebas que Darwin había reunido pacientemente convenció con prontitud a los científicos de que la selección natural explicaba mejor la complejidad y diversidad de la vida. En algunos círculos, no obstante, ha persistido hasta el presente la oposición al concepto de evolución. El argumento del diseño ha sido revivido recientemente por un grupo de profesores universitarios con prestigio científico, quienes sostienen que su versión de la idea (a diferencia de la de Paley) se encuentra sólidamente respaldada por la microbiología y la matemática. Estos antievolucionistas difieren de los creacionistas fundamentalistas en que aceptan que algunas especies cambian (aunque no mucho) y que la tierra tiene bastante más de 6.000 años. Sin embargo, tal como sus predecesores, rechazan la idea de que la evolución sea responsable de la diversidad de especies que vemos actualmente e intentan que su concepción, conocida como diseño inteligente, se incluya en los planes de estudio de las escuelas.

5.1.2.-Nueva forma de ver los términos ‘evolución’ y ‘diseño inteligente’ desde una óptica teológica

            Podemos emplear el término ‘evolución’ no solo como una explicación científica de la vida en el universo, sino en su sentido más amplio de cambio  dinámico y autotrascendencia en la creación. Habría que obstinarse mucho para no notar que existe una ‘previsión interna’ en la creación que la impulsa hacia una mayor diversidad y hacia uniones cada vez más complejas. La idea de evolución es la que mejor describe este movimiento.

            Pero el ‘diseño inteligente’ también puede encontrar su lugar dentro del contexto de la evolución; es decir, la evolución no es completamente ciega ni está impulsada únicamente por el azar. Antes bien, las leyes que hay detrás de la evolución, en cooperación con el azar, reflejan un propósito o dirección dominante en el conjunto del proceso evolutivo. En este caso el concepto del ‘diseño inteligente’ no se emplea como un relato científico de la creación, sino como un término metafísico (el principio subyacente a la realidad creada) y como un término teleológico (la finalidad del universo). El diseño inteligente del universo, desde algunos puntos de vista, no se refiere tanto a la complejidad del universo cuanto al propósito del universo y, por consiguiente, a su ‘diseño’.

5.2.- Significado de Cristo

Nuestro interés en el debate entre ‘teoría de la evolución’ y ‘diseño inteligente’, que podemos llegar a conocer con cierta exhaustividad si seguimos el debate público sobre los mismos, no está tanto en la validación científica de ambas teorías, sino en la persona de Jesucristo y en el significado de Cristo para la vida cristiana en la actualidad, teniendo en cuenta la mentalidad científica (por supuesto sus justos hallazgos y racionales explicaciones) contemporánea. Podríamos afirmar con Sallie McFague que el cristiano se ‘juega su identidad en la cristología’, ya que ser cristiano significa, ante todo, identificarse con Jesucristo. En un mundo asolado por las guerras, las hambrunas, las crisis ecológicas y humanitarias, hemos de perfilar lo que Cristo es para nosotros en la actualidad.

Nos podemos preguntar  si la realidad de Cristo se ha vuelto irrelevante en un universo marcado por la evolución. Otros se pregunta si no habremos caído en una especie de docetismo, en una espiritualización de Jesús que ha llevado a una ‘jesulatría’, para emplear el término de McFague, en una forma antropocéntrica e individualista de vida cristiana y que entiende la salvación únicamente en el plano espiritual.

En opinión de McFague, este punto de vista ha conducido a un ‘cristianismo dócil’, a un cristianismo que podría considerarse incapaz de introducir en el mundo ningún cambio real. Por otra parte, estamos viviendo el derrumbe de la cristología occidental, que ha devenido igualmente irrelevante, debido sobre todo a que es una cristología tribal en exceso intelectualizada en un mundo que ha adquirido ya una conciencia global. Esta cristología occidental intelectualizada sigue floreciendo en el mundo académico, entre aquellos que cuentan con las ideas filosóficas y herramientas de análisis más modernas. No se trata de una teología que haya perdido el rumbo, es sencillamente una teología estéril en contenidos y, por tanto, incapaz de inducir cambio alguno en el corazón y la mente cristianos, o sea, el tipo de cambios que conducen a una expresión más visible de Cristo.

Por esta razón, la espiritualidad debe estar presente en el propio corazón de la cristología actual porque la espiritualidad proviene del Espíritu, y donde está el Espíritu, allí hay cambio. Desde una perspectiva evolucionista, el Espíritu de Dios que aleteó sobre esta creación desde sus comienzos sigue insuflando su aliento en nuestro interior y entre nosotros. San Pablo dice. “El Espíritu lo penetra todo, hasta las cosas más profundas de Dios’ (1 Cor 2, 10), por consiguiente, únicamente quien está colmado del Espíritu puede buscar en las profundidades de Dios, en especial cuando consideramos la presencia encarnada de Dios en la creación. A esta perspectiva se debe mi interés en aproximarse al ‘Cristo en evolución’ a través de la óptica de los místicos.

Ya estudiemos a los místicos de la iglesia primitiva, la Edad Media o la Modernidad, descubrimos que prácticamente todos ellos tienen una comprensión dinámica de Dios y de la creación divina. La evolución se encuentra integrada en la visión de los místicos no como una ciencia, sino como un medio para descubrir a Dios. Bernard McGinn define el misticismo como ‘una conciencia directa o inmediata de la presencia (ausencia) de Dios’. El misticismo cristiano se basa en una intensa relación personal con Jesucristo y en la conformación con Cristo a través de una profunda relación de amor. Tomemos, por ejemplo, la profunda experiencia de la penitente franciscana del siglo XIII, Ángela de Foligno, quien describió su unión con Cristo crucificado como un intercambio de amor. Luego de varios años de seguir intensamente a Cristo y de intentar permanecer fiel en el amor, Ángela alcanzó una profunda espiritualidad que le permitió contemplar el significado más profundo de Cristo en la creación. El Cristo crucificado, tal como señala Mary Meany, se convirtió en su interlocutor. Al comenzar a sentir la presencia de la cruz en su interior, su alma se ‘licuó’ en el amor de Dios. Su relación personal con Cristo se tornó tan intensa que comenzó a experimentar una transformación en Dios. Y aún así, no fue simplemente la humanidad de Cristo la que impulsó a Ángela hacia una mayor unión. Más bien fue precisamente su experiencia de Dios en Cristo la que hizo verdaderamente místico su camino. Su experiencia de Cristo en su sufriente humanidad fue, al mismo tiempo, su experiencia de Dios. En sus escritos se refiere por doquier a Cristo como el ‘Dios-hombre’, lo que indica que sus meditaciones sobre el sufrimiento de Cristo eran, más que una mera atracción mórbida por el dolor, experiencia de la presencia de Dios en Cristo. Esta experiencia de lo divino en la sufriente humanidad de Cristo condujo a Ángela no solo a la verdad de su propia humanidad, sino a una mayor comprensión del amor de Dios por toda la creación. Gracias a su identificación con el Cristo crucificado descubrió que el mundo se encuentra inmerso en la bondad de Dios. En cierto momento escucha a Dios decirle: ‘Sí, en verdad todo el mundo está lleno de mí’. Y luego afirma ella: ‘Vi que toda criatura estaba ciertamente llena de su presencia’. Así, Ángela despertó a la pasmosa conciencia de que el mundo creado se encuentra colmado de la divina presencia. En ningún lugar esto se hace más explícito que en una de sus visiones, en la que exclama:

Contemplé la plenitud de Dios, en la cual vi y comprendí la totalidad de la creación, lo que hay a este lado y lo que hay allende el mar, el abismo, el mar mismo y todo lo demás. Y en todo lo que veía no percibía más que la presencia del poder de Dios, si bien de manera del todo indescriptible. Y el alma, embargada de admiración, lazó un grito. ‘¡Este mundo está grávido de Dios!. Y de ese modo me percaté de cuán pequeña es la creación en su conjunto, o sea, lo que hay a este lado y lo que hay allende el mar, el abismo, el mar mismo y todo lo demás; pero el poder de Dios lo llena todo hasta rebosar.

5.3.- San Buenaventura

5.3.1.- Algunas ideas básicas

San Cipriano, san Agustín y san Anselmo inician, y después san Buenaventura y santo Tomás la consagran, la comprensión ascendente de la mediación de Cristo, centrada sobre todo en la reparación de los efectos del pecado. No es Dios quien reconcilia al mundo y al hombre consigo sino el hombre Jesús quien los reconcilia con Dios; e imitando su ejemplo ellos intentarán reconciliarse con Dios aplacándolo y tornándolo benévolo.

1º).- La encarnación es la primacía del amor y la culminación de la creación. El teólogo Buenaventura, contemporáneo de santo Tomás de Aquino, no consideró que la encarnación fuese primordialmente un remedio al pecado, sino más bien la primacía del amor y la culminación de la creación. Buenaventura recapituló una idea presente en los padres griegos de la Iglesia, a saber, Cristo como centro redentor y realizador del universo. Cristo no nos salva de la creación; antes bien, Cristo es la razón para crear. Para Buenaventura y los defensores de la tradición de la primacía de Cristo, Cristo ocupa el primer lugar en la intención divina de amar; el amor es la razón para crear. Por tanto, Cristo ocupa el primer lugar en la intención divina de crear[6].

2º).- La orientación de la materia hacia el espíritu. La vida se desarrolla con un cierto nivel de azar e incertidumbre; hay desorden en la creación. No obstante, la indudable tendencia de este universo hacia la vida inteligente no es producto de una divina ruleta, sino la expresión de un Dios de amor. Por tanto, la evolución se dirige hacia la maximización de la bondad, especialmente si sostenemos que la encarnación es la meta de la evolución. Si Jesucristo es verdaderamente creador (como Verbo divino) y redentor (como Verbo encarnado), entonces lo que es creado por amor es finalmente redimido por amor. El significado de Cristo se resume en el potencial de la creación para el amor autotrascendente. Buenaventura utilizó el término ‘materia espiritual’ para describir la orientación de la materia hacia el espíritu. En su opinión, toda la creación está hecha para Cristo, porque existe un potencial espiritual en la materia para recibir al Verbo divino en su interior. Dios, escribe el teólogo franciscano, creó la materia carente de perfección final de forma, para que así, dada su carencia de forma y su imperfección, la materia pueda clamar por la perfección.

Buenaventura vio en la encarnación la expresión patente de esta idea tan dinámica de un mundo material con potencia espiritual para acoger a Dios. La idea de una creación potencialmente espiritual significa que Jesucristo, antes que un intruso en un universo por lo demás evolutivo, es la razón de ser y la mente de este.

3º).- La causa de la encarnación es el amor y la misericordia de Dios. El teólogo franciscano contemporáneo Zachary Hayes ha descubierto en la relación esencial que Buenaventura establece entre encarnación y creación una clave para la cristología cósmica en un universo evolutivo. La conexión intrínseca entre el misterio de la encarnación y el misterio de la creación significa que ‘descubrimos’… en Jesús la pista divina de la estructura y sentido no solo de la humanidad, sino del universo entero’. En vez de vivir con ‘terror cósmico’ ante la inmensidad del universo, Hayes sugiere que este universo evolutivo tiene sentido y propósito, porque está fundando en Cristo, el Verbo de Dios. Este mundo no es una mera colección de cosas inconexas, sino una verdadera unidad, un kósmos centrado en Cristo. Hayes escribe: ‘Dios crea con una finalidad. Esa finalidad, encarnada en Cristo, apunta a un mundo cristificado’. Buenaventura entendió claramente el pecado como inmerso en la realidad histórica; sin embargo, no limitó el misterio de Cristo al pecado. ‘Cristo no puede ser querido por Dios únicamente en razón del pecado’. La encarnación no es una ocurrencia divina a posteriori. Antes bien, Dios contó desde la eternidad con la posibilidad de una caída de la raza humana y, por tanto, estructuró a la persona humana con la vista puesta en la redención. La encarnación, como consumación del orden creado, es querida por sí misma, no en función de un bien menor como es la redención del pecado.

  La causa de la encarnación no es el pecado, sino sencillamente el amor y la misericordia desbordantes de Dios. Hayes afirma. ‘en opinión de Buenaventura, la obra redentora de Cristo se relaciona con la derrota del pecado, pero lo hace en una forma tal que lleva a su culminación la acción creadora de Dios en el mundo. Dios culmina lo que Dios inicia en la creación y lo corona con una importancia eterna. Hayes señala que lo que aparenta ser un proceso mecánico de evolución biológica (sin sentido ni propósito) es, en otro nivel, un misterio de fecundo amor sin límites. ‘El amor creador de Dios llama libremente desde el interior del mundo a un amor creado capaz de responder libremente  a  la llamada creadora de Dios’. Este amor creado se encarna en Cristo, en quien toda la creación halla su propósito. Esa es la razón, escribe Hayes, de que ‘un cosmos sin Cristo es un cosmos sin cabeza… que simplemente no se sostiene’. Dios predestinó a Cristo no solo ‘principalmente’, sino ‘como el primero o principal’, o tal como escribe Buenaventura, ‘Cristo no es ordenado a nosotros; antes bien, nosotros somos ordenados a Cristo’. Cristo es el propósito de este universo y, como causa ejemplar de la creación, es modelo de lo que espera a este universo, es decir, unión y transformación en Dios.

Hayes, al interpretar en un contexto evolutivo la relación fundamental que establece Buenaventura entre Cristo y la creación, propone varias ideas en relación con la naturaleza de la realidad creada: (1) el mundo en lo más profundo de sí contiene potencial pleno para recibir la autocomunicación del misterio del amor divino; es decir, es un mundo adecuado para la realización del divino propósito; (2) Cristo, como Verbo divino, causa ejemplar de la creación, es modelo de la misma, de suerte que ‘lo que ha ocurrido entre Dios y el mundo en Cristo apunta hacia el futuro del cosmos. Este futuro implica la transformación radical de la realidad creada a través del poder unificador del amor de Dios. Este universo, por tanto, tiene un destino; el mundo no será destruido. Antes bien, ‘será llevado a la culminación que Dios concibió para él desde un inicio, lo que se anticipa en el misterio del Verbo encarnado y el Cristo glorificado’.

4º).- La encarnación centro de la creación. La visión de Buenaventura de un universo material dinámico y potencialmente espiritual orientado hacia la persona humana y la unión espiritual con Dios se ve plasmada en Cristo. Desde la perspectiva de Buenaventura, la encarnación es el centro de la creación, porque todo lo que precede a este evento y lo que sucede después encuentra sentido en el misterio de Cristo. La idea de Cristo en evolución, entonces, toma como punto de partida la visión bonaventuriana de la primacía de Cristo. Cristo es el ‘diseño’ del universo porque el universo es modelado según Cristo, el divino Verbo de Dios; el universo se encuentra cristológicamente estructurado. Debido a que el universo tiene un ‘plan’, cabe hablar de la evolución de este plan como del desarrollo de Cristo en el universo, Cristo es el ‘plan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios’. (Ef 3, 9).

5º).- Conclusión. Tomando a san Buenaventura como referente podemos concluir que es preciso explorar la idea de Cristo en evolución, es decir, la vida dinámica de Cristo empoderando el universo a través de la persona humana abierta a Dios y al movimiento del universo hacia la integración y la unidad en el amor.

5.3.2.- La cristología cósmica de san Buenaventura

El Cristo cósmico de la creación

            La teología trinitaria de san Buenaventura brinda una base teológica para hablar del Cristo cósmico en la creación. La relación integral que Buenaventura establece entre la Trinidad y la creación centrada en Cristo es una visión profunda del universo, tan profunda que sostiene que el significado de Cristo es incomprensible para la mente humana. Un misterio así, dijo el santo franciscano, debe ser acometido desde la contemplación; la espiritualidad es el camino hacia la teología. La teología de Buenaventura resulta útil para comprender a Cristo en la segunda era axial (la conciencia de la era axial define la aparición de la individualidad, libertad y transcendencia humanas. La segunda era axial está regida, en su nueva e incipiente conciencia, por la capacidad de relación[7]).

             Su método teológico ubica el contexto del conocimiento dentro del contexto de la vida cotidiana, de la frágil humanidad que Cristo asumió, de la diversidad de criaturas en la creación y de la dignidad de la persona humana. Su enfoque espiritual de la teología nos insta a buscar la verdad en nuestro mundo, no como una convicción teológica, sino como ese ‘algo mayor’ en nuestro interior que nos une a pesar de nuestras diferencias. Buenaventura nos propone un método para hacer teología que combina la experiencia y el conocimiento, la espiritualidad y la teología. El enfoque de Buenaventura, más que científico, es experiencial; se trata de un enfoque ‘fenomenológico’ en la media en que implica un encuentro con el otro, una contemplación del otro en admiración y sobrecogimiento a través del poder del Espíritu. En opinión de Buenaventura, solo quien está en camino hacia Dios puede verdaderamente conocer a Dios; la fe busca alcanzar la comprensión recorriendo el camino del amor.

            Por tanto, la visión que san Buenaventura tiene de la encarnación, formulada en la Edad Media a la luz de la teoría de la satisfacción de Anselmo, puede ayudar a esclarecer el significado de Cristo en la actualidad[8].

            La aportación de san Buenaventura radica en que el problema de Cristo, tal como señalaron los autores patrísticos y medievales, no comienza en el plano de la historia, sino en el plano de la creación misma. El benedictino Ruperto de Deutz (+ 1135), por ejemplo, cuestionó la posición de Anselmo, diciendo que la encarnación es una obra demasiado magnífica como para depender del pecado de Adán. A la vista de los numerosos propósitos adicionales que Dios llevó a término encarnándose, Ruperto afirmó que, aun sin el pecado, Dios habría asumido de cualquier modo una naturaleza humana. Honorio de Autun (+ 1150) se mostró de acuerdo con Ruperto; y otro tanto vale para el ilustre dominico Alberto Magno, aunque su discípulo más famoso, Tomás de Aquino, no compartiese esta posición. Basándose principalmente en Agustín, Tomás afirmó que no habría sido necesaria la encarnación de no haber habido pecado que borrar. La pregunta predominante en la época, a saber, ¿habría venido de Cristo si Adán no hubiese pecado?, nunca interesó a Tomás. La consideraba tan insignificante que llegó a ser conocida como la pregunta hipotética, una pregunta que solo Dios podía responder (es decir, únicamente Dios es capaz de saber lo que podría haber ocurrido). Puesto que la inteligencia humana es limitada, señala Tomás, sencillamente no sabemos que podría haber ocurrido si las cosas hubiesen tomado un curso distinto.

            Si bien el pecado fue el foco de la cristología medieval, otra posición surgió a partir de la especulación sobre la siguiente pregunta: si Adán no hubiese pecado, ¿habría asumido el Verbo naturaleza humana? Eso es, ¿habría venido Cristo? Aunque fue ampliamente aceptada, la teoría anselmiana de la satisfacción no suscitó un consenso unánime, en especial a partir de que la doctrina de la primacía de Cristo formulada por los padres griegos se abrió paso hasta los escritos de los teólogos occidentales. Esta doctrina no veía la encarnación como un acontecimiento debido al pecado; más bien sostenía que Cristo es el primero en la intención de amar de Dios y, por tanto, de crear. La razón principal de la encarnación es el amor, no el pecado. La doctrina de la primacía de Cristo era menos especulativa que la teoría de la satisfacción de Anselmo, porque los padres griegos identificaron sus raíces en el Nuevo Testamento, en donde, por ejemplo, el autor de Col 1, 16-17 escribe: ‘Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo, y todo tiene en él su subsistencia’. Ya que fue creado por Cristo (Col 1, 16), el mundo debe ser recapitulado o restablecido en él y a través de él, bajo cuyo poder todo será unificado.

Posibilidad de Dios para crear y encarnarse

            La escuela franciscana, comenzando con Alejandro de Hales, estudió a los padres griegos y basó la encarnación en la posibilidad de Dios para crear y, por consiguiente, para encarnarse. El poder de crear y el poder de encarnarse, desde la perspectiva de los franciscanos, se centraba en la naturaleza divina como tal antes que en una persona de la Trinidad. La pregunta: ¿quién es Jesucristo?, se convirtió así en una pregunta teológica esencialmente vinculada a la pregunta: ¿qué tipo de Dios puede crear y encarnarse? Alejandro de Hales sostenía que se debe considerar la doctrina de Dios con anterioridad que la doctrina de la encarnación; o dicho de otra forma, que la encarnación es una vía de acceso principal a la fe en un Dios creíble. Cristocentrismo y teocentrismo son dos caras de la misma moneda. La posibilidad de que la doctrina de Dios esté fundamentalmente relacionada con la cuestión de la encarnación podía considerarse solo en el contexto de la creación misma. Alejandro exploró la pregunta de si Dios es una Trinidad en el propio yo divino o solo lo es en función de la creación o la encarnación. Concluyó que Dios no tiene necesidad de crear ni de encarnarse. La fundamentación teológica que Alejandro hace de la cristología comienza, por tanto, no por la persona de Jesucristo, sino por la cuestión de Dios y la posibilidad de que una naturaleza divina se una a una naturaleza humana. Alejandro llegó a la conclusión de que Dios no precisa de la creación ni de la encarnación. Antes bien, el poder de crear y el poder de encarnarse se centran en la propia naturaleza divina más que en una persona de la Trinidad. Ya que la naturaleza dice referencia a la acción, la creación y la encarnación encuentran sus fuentes en la naturaleza divina comprendida como un principio de acción antes que en la esencia divina. Tal como afirma Kenan Osborne, ‘la encarnación o, dicho de otra forma, la ‘insecularización de Dios’, esto es, la entrada a fondo de Dios en el mundo creado con toda su historia y materialidad… no está separada de la creación. La creación y la encarnación deben apreciarse en su contigüidad e interdependencia… Tanto la creación como la encarnación son reflejos de un Dios creíble’.  En este mismo sentido, Buenaventura afirmó que Dios no podría comunicarse de modo finito sino fuese infinitamente comunicativo en sí. Al igual que Alejandro de Hales, Buenaventura veía la encarnación como una vía principal de acceso a la fe en un Dios creíble, o sea, en un Dios capaz de comunicarse de modo finito.

Relaciones entre la historia de Jesús y la visión más amplia del mundo: la perfección del amor

            El teólogo franciscano Zachary Hayes señala que la comprensión de la doctrina de la encarnación desde Alejandro de Hales hasta Escoto, incluyendo a Buenaventura, ‘no limita el examen del significado de Cristo a la realidad de la cruz’, sino que lo extiende hasta el horizonte más amplio posible. Lo que estos teólogos hicieron, dice Hayes, fue ‘percibir las posibles relaciones entre la historia de Jesús y la visión más amplia del mundo’. Entendieron la encarnación no como un acontecimiento aislado, sino como algo inherente a la posibilidad de la creación; una es inconcebible sin la otra. Debido a esta relación esencial entre creación y encarnación, los teólogos franciscanos sostuvieron que ‘un mundo sin Cristo es un mundo incompleto’; es decir, que el mundo en su totalidad está estructurado cristológicamente. Cristo no es un accidente o un intruso en la creación, sino el fundamento interno de la creación y su meta. El filósofo franciscano Duns Escoto (+ 1309) afirmó que Dios es completamente libre y decidió crear este mundo tal como es para revelar su amor. Escoto no reflexionó sobre lo que Dios hubiese hecho si no se hubiese producido la caída, sino sobre cuál era la intención originaria de Dios respecto a la encarnación. O dicho de otra manera, ¿qué tipo de Dios se encarnaría?

            Para Escoto, la reciprocidad entre Dios y las personas humanas concretada en la encarnación se basa en la propia naturaleza de Dios como amor. La iniciativa divina del amor tiene como objeto principal esa criatura capaz de recibir la medida más plena de la bondad y gloria de Dios y que, a su vez, pudo responder a ella en la medida más plena. El filósofo franciscano escribe: “En primer lugar, Dios quiere el bien para sí como fin de todas las cosas; en segundo lugar, quiere que otro sea bueno para él. Ese es el momento de la predestinación”. Dios desea un orden perfecto y, por tanto, tiene la intención de alcanzar el fin (la perfección del amor) antes que aquello que se acerca más a ese fin (la redención). En las propias palabras de Escoto, Dios es amor perfecto y quiere según la perfección de ese amor. Escoto no descuidó el pecado ni la necesidad de redención; no obstante, no vio el pecado como motivo de la encarnación. Más bien consideró que el amor de Dios está ordenado y es libre y santo; y en su amor, se ama a sí mismo para siempre. Dios también se ama a sí mismo en otros, y este amor es desinteresado porque Dios es la causa de todas las criaturas. En este punto, Escoto señala que la ‘predestinación de cualquier persona a la gloria es, por naturaleza, anterior a la previsión del pecado o la condenación de cualquier persona’. Ya que el amor perfecto no puede desear nada inferior a la perfección el amor, Cristo habría venido en su gloria suprema a la creación incluso si no hubiese existido el pecado, y por ende, no hubiese habido necesidad de redención. Jesucristo es el centro y pináculo de todas las obras creadoras y redentoras de Dios; toda la creación se encuentra ordenada a él. Dios, por consiguiente, concibió la gloria suprema como el fin último y definitivo y luego la encarnación como vía que conduce a ese fin. Tal como escribe Allan Wolter, “[la primacía de Cristo] convierte la naturaleza humana de Cristo en el motivo que el Divino Arquitecto debía plasmar en el resto de la creación… El mundo visible fue esculpido según su cuerpo. El universo entero está colmado de Cristo’. En consecuencia, Cristo es el sentido y modelo de la creación; y todas las criaturas están hechas a imagen de Cristo. Otra manera de expresar esta idea es que el ‘cuerpo’ del universo es el cuerpo de Cristo. Puesto que la encarnación es la reciprocidad perfecta entre la naturaleza divina y la humana, Escoto ve la cima de la creación en la comunión de todas las personas entre sí y con Dios.

Centralidad de Cristo y misterio trinitario de Dios

            El teólogo franciscano Buenaventura, contemporáneo de Tomás de Aquino, sostuvo también que la encarnación no pudo ser querida solo a causa del pecado, ya que entonces sería un bien menor. Como la más noble obra de Dios, la encarnación tuvo que ser querida por Dios como un bien mayor, la elevada perfección del amor de Dios. Buenaventura, al igual que Escoto, consideró la encarnación como realización y pináculo de la creación. En Jesucristo, señaló Buenaventura, se realiza la potencia que late en la humanidad para recibir la personalísima autocomunicación de Dios. Buenaventura fundamentó la encarnación en la Trinidad misma, describiendo a esta como una comunión de personas en amor. El Padre, quien no tiene origen, es –escribe el teólogo franciscano- bondad rebosante y fecunda; así, el Padre es el origen o fuente primordial de la bondad. El Hijo es la persona engendrada eternamente por la bondad autodifusiva del Padre; es decir, el Padre necesariamente comunica bondad por su naturaleza como fuente primordial de la misma. Como expresión personal absoluta del Padre, el Hijo es el Verbo; y como semejanza máxima del Padre, es Imagen. El Hijo-Verbo es engendrado por el Padre y, junto con el Padre, generan al Espíritu, que es el vínculo eterno de amor entre el Padre y el Hijo. El Espíritu procede del Padre y del Hijo en un acto de libertad absoluta, siendo su procesión el acto de una clara y definida volición amorosa por parte del Padre y del Hijo.

            La importancia de la teología de Buenaventura para el desarrollo de la cristología cósmica en la segunda era axial radica en que basa la centralidad de Cristo en la naturaleza trinitaria de Dios. Buenaventura describe una relación esencial entre Trinidad, encarnación y creación en la que la naturaleza divina como misterio primordial y fecundo de amor autocomunicativo posibilita todas las obras de Dios ad extra. Al engendrar al Hijo, el Padre pronuncia un Verbo inmanente a sí mismo en el que expresa la posibilidad de la creación. Como centro de la vida divina, el Verbo es el fundamento ontológico de todo lo que es distinto del Padre; y como Verbo expresado, es animado por la vida del Espíritu. La relación entre el Padre y el Hijo es precisamente el marco en el que, según Buenaventura, debe describirse la creación, ya que, al igual que “el Verbo’ [divino] es la autoexpresión interior de Dios, el orden creado es la expresión exterior del Verbo interior”. Como autoexpresión del Padre, el Verbo es la apertura del Padre a lo otro en todas sus formas. El ser de Dios como amor autocomunicativo expresa su plena fecundidad al generar al Hijo; de suerte que, al engendrar al Hijo el Padre pronuncia un Verbo inmanente a sí mismo en el que se expresa la posibilidad de la creación. La actividad creadora de Dios descansa, pues, en su ser uno y trino. Ello equivale a decir que Dios no podría dotar de ser a lo finito sino fuera supremamente comunicativo en sí mismo. Hayes escribe: “Si es cierto que el Dios uno y trino crea a partir de su propia imagen, o sea, a partir del Verbo, entonces de ahí se infiere que cualquier realidad creada tendrá, en su constitución interna, una relación con este Verbo increado”.

            Debido a que la relación entre el Padre y el Hijo es la base ontológica de cualquier otra relación, la realidad creada lleva el sello de la filiación en lo más profundo de sí. Así como el Verbo es la autoexpresión interna de la bondad fecunda de Dios, de igual forma el mundo es la objetivación externa de la automanifestación de aquello que no es Dios. Cuando decimos que ‘todo fue creado por medio del Verbo’ (Jn 1, 3), estamos afirmando que el Padre se expresó en el Hijo y que esta autoexpresión es la base del Verbo infinito de Dios y también de toda la existencia finita. La creación, como un ‘nacer a la existencia’, tiene lugar en esta relación entre el Padre y el Hijo. Es una expresión finita del Verbo infinito de Dios. Está englobada en el misterio de la generación del Verbo a partir del Padre y es producida por la fecundidad del amor divina. Toda la creación está relacionada entonces con el Padre a través del Verbo y del Espíritu y, por tanto, a través de la encarnación.

            Mientras que el Verbo expresa la creatividad del Padre vivificada por el Espíritu, la humanidad de Jesús es la máxima personificación de esta automanifestación dentro del mundo creado. Aunque no ve necesidad absoluta de una encarnación del Verbo, Buenaventura sí percibe una congruencia entre el modo de la encarnación (el Verbo divino) y el misterio de la creación. Por ‘congruencia’, Buenaventura entiende “una fáctica y positiva relación esencial entre la realidad divina interna del Verbo, la realidad extradivina del Verbo y la realidad de la encarnación”. Según el teólogo franciscano, la encarnación es principalmente un misterio de relación. La acción creadora de Dios coloca a la naturaleza humana creada de Jesús en una relación única con lo divino. Hayes escribe: ‘Tan intensa es la relación que la historia de Jesús de Nazaret es lo que el Verbo interno de Dios deviene cuando es pronunciado con toda plenitud en aquello que es ontológicamente distinto de él, esto es, la naturaleza humana de Dios’. La humanidad de Jesús es el Verbo externo más pleno y perfecto que da expresión al Verbo interno y eterno como su contenido perfecto. Por consiguiente, el Verbo ocupa un lugar intermedio entre el Padre y el mundo; y es a través del Hijo como el Padre se comunica con el mundo en todos los niveles. El Hijo  es causa ejemplar de toda la creación precisamente como Verbo y centro. Mientras que en un plano la Trinidad en su conjunto es ejemplar para el mundo, en otro plano el misterio de esta ejemplaridad se concentra de forma única en el Hijo, ya que en él se expresa la estructura trinitaria de Dios. Por tanto, así como el Verbo es la autoexpresión interior de Dios, el orden creado es la expresión exterior del Verbo interior. Así pues, el universo creado está relacionado, en su constitución interna, con el Verbo increado. Ya que el Verbo, a su vez, es la expresión de la estructura trinitaria interna de Dios, lo que es creado como expresión del Verbo lleva también el sello de la Trinidad. La encarnación, en consecuencia, es la realización perfecta de lo que potencialmente se encuentra contenido en la naturaleza humana, es decir, la unión con lo divino. En este sentido, Cristo y el mundo no se relacionan accidentalmente, sino que están intrínsecamente conectados. En la encarnación, ‘Dios culmina corona con un sentido eterno lo que él mismo inició en la creación’. El sentido de la creación centrada en Cristo es el misterio del Verbo encarnado, basado en el misterio del autocomunicativo amor divino. Hayes afirma: “El principio creador y sustentador de toda la realidad creada no es un misterio de arbitrariedad ni un misterio de dominación y control… Es un misterio de amor ordenado”.

            La centralidad de Cristo como meta y perfección del universo confiere optimismo al significado de Cristo y al universo en sí, lo que hace que se suscite la cuestión del pecado. ¿Expió Cristo el pecado o no? La relación ‘congruente’ que Buenaventura establece entre encarnación y creación le lleva a sugerir que la razón principal de la encarnación no es el pecado, ya que ve la encarnación como la obra más excelsa de la creación y evita cuidadosamente atribuir cualquier necesidad a Dios. Buenaventura entendió claramente el pecado como algo inmerso en la realidad histórica; sin embargo, no limitó el misterio de Cristo al pecado. “Cristo no pudo ser querido por Dios occasionaliter, esto es, meramente por el pecado”. La encarnación no es una ocurrencia tardía de Dios. Más bien, Dios contempló desde la eternidad la posibilidad de una caída del género humano y, por consiguiente, estructuró a la persona humana con la vista puesta en la redención. Como consumación del orden creado, la encarnación es querida por sí misma y no en aras de un bien menor como la expiación del pecado. El pecado no es la causa de la encarnación; este ocurre sencillamente por el exceso del amor y la misericordia divinos. En opinión de Buenaventura, la obra redentora de Cristo se relaciona con la superación del pecado, pero lo hace en una forma tal que lleva a su consumación la acción creadora de Dios en el mundo. Dios consuma y corona con un sentido eterno lo que Dios inicia en la creación. La doctrina bonaventuriana de la ‘redención-consumación’ no niega el pecado; el pecado es ubicado más bien en el contexto más amplio de la consumación cósmica.

La sacramentalidad de la creación

            La belleza de la teología franciscana radica en la sacramentalidad de la creación que emana del Verbo de amor pronunciado por Dios. Este Verbo transforma lo que es nada en algo que refleja amorosamente el corazón de Dios. Así como el Verbo eterno y divino es la autoexpresión interna de Dios, el orden creado es la expresión externa del Verbo interno. ‘Dios, quien es el amor interior más puro, crea movido no por necesidad alguna, sino por el deseo de manifestar exteriormente algo del misterio de la verdad, la bondad y la bellezas divinas, así como para dar existencia a criaturas capaces de participar en el esplendor de la vida divina’. La positiva relación intrínseca entre el mundo y el Verbo, que hace del mundo la expresión exterior de Dios, implica que conocemos el mundo a través del Verbo de Dios y que conocemos al Verbo de Dios a través del mundo. Esa es la razón de que Cristo sea la llave a la verdad de la creación: Cristo es el Verbo de Dios.

            Buenaventura describió al universo creado como la fuente primordial del ser expresado de Dios. Así como Dios se expresa a sí mismo en la creación, así también la creación, a su vez, expresa al creador. Buenaventura empleó dos imágenes para describir la creación: el espejo y el libro.  Son dos imágenes que connotan relación. La creación entera –rocas, árboles, estrellas, plantas, animales y humanos- refleja en cierta medida el poder, la sabiduría y la bondad de la Trinidad. Dios resplandece a través de la creación, y el rostro de Dios se refleja en la creación precisamente en la forma en que las cosas se expresan a sí mismas. La creación es un espejo de Dios en el que la Trinidad resplandece y es representada en tres niveles de expresión: una traza (vestigio), una imagen y una semejanza. En su Breviloquium, Buenaventrua escribe:

            De todo lo que hemos dicho podemos deducir que el mundo creado es una especie de libro que refleja, representa y describe a su Hacedor, la Trinidad, en tres niveles distintos de expresión: como un vestigio, como una imagen y como una semejanza. El aspecto del vestigio (huella) se encuentra en todas las criaturas; el aspecto de la imagen, solo en criaturas inteligentes o espíritus racionales; el aspecto de la semejanza, solo en aquellos espíritus conformados con Dios. El intelecto humano está diseñado para ascender gradualmente a través de estos niveles sucesivos, comparables a escalones, hasta llegar al principio supremo, que es Dios.

            La primera persona de la Trinidad se refleja en toda criatura como el poder que sostiene a esta en el ser. La segunda persona se refleja como la Sabiduría o la causa ejemplar por la que todo es creado. La tercera persona se refleja como la bondad que llevará a las criaturas hasta su consumación. La diferencia entre estos niveles de expresión refleja el grado de similitud entre la criatura y el Creador. La traza (o vestigio) es el reflejo más distante de Dios y se encuentra en todas las criaturas. Es decir, cada grano de arena, cada estrella, cada lombriz de tierra reflejan la Trinidad como su origen, su razón de ser y el fin al que están destinados. La imagen, sin embargo, se encuentra únicamente en los seres intelectivos (humanos). Esto refleja el hecho de que la persona humana no solo es creada a imagen de la Trinidad, sino que, en cuanto imagen de esta, es capaz de unión con lo divino. Buenaventura afirma que aquellos seres humanos conformados con Dios por la gracia son semejantes a Dios. Desde la perspectiva del teólogo franciscano, toda criatura es entendida como un aspecto de la autoexpresión de Dios en el mundo; y dado que toda criatura tiene su fundamento en el Verbo, todas son igualmente cercanas a Dios (aunque el modo de relación sea distinto). Dios se hace profundamente presente a todas las cosas y se expresa en todas las cosas; por tanto, toda criatura es un símbolo y un sacramento de la presencia y vida trinitaria de Dios. El mundo es creado como medio de autorrevelación de Dios para que, cual un espejo o una huella, pueda llevarnos a amar y alabar al Creador. Somos creados para leer el libro de la creación y así conocer al Autor de la vida. Este libro de la creación es una expresión de quién es Dios y está concebido para guiar a los seres humanos hacia lo que esto significa, a saber, la eterna Trinidad de amor dinámico y autodifusivo.

            El profundo reflejo de Dios en toda la creación implica que el mundo creado es un sacramento de Dios. Debido a que el mundo expresa al Verbo, a través del cual todo es creado (cf. Jn 1, 1), toda criatura es en sí un ‘pequeño verbo’, una pequeña ‘palabra’ de Dios. En este sentido, la creación entera es sacramental y encarnacional; todo aspecto de la creación es una ‘pequeña encarnación’ de Verbo divino. Escoto empleó el término haecceitas o ‘estidad’ (esto-idad, realidad singularizada; thisness, en inglés) para describir la distintiva dignidad no solo de las personas humanas, sino de toda la realidad creada. Cada ser creado tiene una ‘estidad’ característica que la diferencia de otras criaturas similares. Haecceitas se refiere a lo que es intrínseco, único y propio del ser mismo; a lo que hace de algo un singular ‘esto’ y ‘no aquello’, distinguiéndolo de otras cosas parecidas (o de la misma naturaleza). Solo puede conocerse por medio del trato directo, no a partir de una consideración de categorías más generales. Podríamos decir que denota la realidad profunda de cada ser únicamente cognoscible para Dios, la sacralidad de cada ser que no puede duplicarse ni clonarse. Prestar atención al otro significa, por consiguiente, relacionarse con él no como un objeto o ídolo, sino como un icono a través del cual irradia la infinita bondad de Dios. Este es el fundamento para contemplar la creación como una familia en la que nos relacionamos con todos los seres como hermanos y hermanas.

            En su Leyenda mayor de san Francisco, Buenaventura muestra que la vida de Francisco se hizo más profunda en Cristo y que esta profundización de su vida en Cristo le permitió conocer la realidad como el Verbo expresivo del amor de Dios. Toda una vida dedicada a seguir las huellas de Cristo llevó a Francisco a contemplar el unvierso como el misterio de Cristo. El Cántico de las criaturas de Francisco, compuesto al final de su vida, cuando ya estaba enfermo y ciego, revela una profunda unión interior con el Cristo manifestado en el cosmos. Su oración de alabanza y adoración, proclamada como miembro de la familia cósmica junto con el ‘hermano sol’ y la ‘hermana luna’, muestra que alguien que vive en Cristo ya no llama a Cristo por el nombre de Jesús, sino que se dirige a él como ‘hermano’ y ‘hermana’. Vivir en la experiencia de Cristo es vivir en la experiencia de la relación, es ser un miembro de la familia cósmica, porque Cristo es el Verbo de Dios a través del cual todas las cosas se relacionan.

Primacía de Cristo y evolución: aportación de la doctrina franciscana

            La doctrina franciscana de la primacía de Cristo es prometedora en esta época en la que buscamos comprender el sentido de un mundo evolutivo y el lugar que ocupan los humanos en el contexto de la evolución. Las bases para la renovación de esta doctrina en nuestra época han sido sentadas por Zachary Hayes. El franciscano estadounidense sugiere que este universo evolutivo tiene su sentido y un propósito debido a que está fundando en Cristo, el Verbo de Dios. Este mundo no es sencillamente una pluralidad de cosas no relacionadas entre sí, afirma Hayes, sino una verdadera unidad, un verdadero Kósmos centrado en Cristo. Aunque se basa en la cristología de Buenaventura, Hayes recurre también a Karl Rahner, quien señaló que Cristo es la meta hacia la que todo el cosmos se dirige y en quien el cosmos encontrará su consumación. Rahner consideraba el discurrir de la evolución como un movimiento desde la materia hacia el espíritu. Mientras que el espíritu es trascendencia natural, la materia es la alteridad del espíritu. La materia se desarrolla desde su ser interior hacia el espíritu; es dinámica porque siempre está ‘deviniendo’, una acción que ya en sí es autotrascendencia. Rahner afirma que, aun cuando la trascendencia de la materia viva con capacidad de reflexión, que es espíritu. Como pináculo del mundo creado, la persona humana espiritualizada y reflexiva está abierta al infinito y busca su realización en el misterio absoluto de Dios; o dicho de otra manera, la abierta trascendencia de la persona humana hacia el ser absoluto de Dios constituye el sentido y la estructura mismos de la condición humana.

            En la visión de Rahner, la encarnación se ‘corresponde a la perfección’ con la potencia de la creación para recibir la autocomunicación divina. El mundo, en su plano más profundo, se caracteriza por el potencial pleno para acoger en sí la autocomunicación del misterio del amor divino; en consecuencia, es un mundo adecuado para la realización del divino propósito. En relación con la evolución, la primacía de Cristo implica que el mundo no se precipita ciegamente hacia una expansión errática, sino que es conducido por Cristo hacia Cristo, para que Dios pueda serlo todo en todo. Hayes escribe: ‘Dios crea con una finalidad. Tal finalidad, tal como se personifica en Cristo, apunta hacia un mundo cristificado. El universo no carece de sentido o propósito, como algunos científicos afirman actualmente; la contrario, obedece a un designio divino que se realiza en la encarnación del Verbo. La relación intrínseca entre Cristo y la creación significa que ‘lo que ha ocurrido entre Dios y el mundo en Cristo apunta hacia el futuro del cosmos. Ese futuro implica la transformación radical de la realidad creada a través del poder unificador del amor de Dios’. Este universo, por tanto, tiene un destino; el mundo no será destruido. Antes bien, ‘será llevado a la culminación que Dios quiso para él desde un inicio, que se anticipa en el misterio del Verbo encarnado y el Cristo glorificado’. Hayes señala que lo puede aparentar ser un proceso mecánico de evolución biológica (sin sentido ni propósito) es, en otro plano, un ilimitado misterio de amor fecundo. ‘El  amor creador de Dios llama libremente desde el interior del mundo a un amor creado capaz de responder libremente a la llamada creadora de Dios’. Este amor creado se personifica en Cristo, en quien toda la creación halla su propósito. En Jesucristo, la autocomunicación de la propia realidad de Dios, querida para todos, se plasma de un modo histórico, tangible e irrevocable. Como entrega real, irreversible y absoluta que Dios hace de sí mismo y como aceptación de esta divina entrega, Jesús es salvación. Sin embargo, solo en la muerte de Jesús se acepta plenamente la ofrenda de Dios; y en la resurrección se revalida la promesa salvífica de Dios para todas las personas. Cristo es el propósito de este universo y el modelo de aquello a lo que está destinado, es decir, a la unión con Dios y la transformación en Dios.

            El fallecido filósofo escocés, John Macmurray decía que ‘el universo es una única acción de Dios informada por una única intención y que la intención de Dios al crear el universo consiste en crear un lugar donde los seres humanos puedan gozar de la comunión con la Trinidad y, así, de la comunión entre ellos’. La teología franciscana nos ayuda a entender que la Trinidad implica que Dios es amor relacional, autocomunicativo y personal. Dios es una comunión de personas en amor. Ya que Dios es relacional, la relación forma parte esencial de Cristo, quien, como Verbo divino, es el centro de la Trinidad y, en consecuencia, el centro de la creación. Cristo es hombre verdadero que está totalmente abierto a Dios como amor y en quien se revela el amoroso plan de Dios para la creación; a saber, la unidad de todas las cosas en el amor. Cristo es verdaderamente el sacramento del amor de Dios en el universo y, por así decir, la meta divina de este. En palabras de Zachary Hayes, “Un cosmos sin Cristo es un cosmos sin cabeza… Carece simplemente de cohesión. Pero con Cristo, todas las líneas de energía se coordinan y unifican… Todo es llevado finalmente a su destino en Dios”. El universo entero es diseñado y creado con miras a Cristo, quien es la noble perfección del universo, su meta y su centro. Dicho en términos contemporáneos, Cristo es el ‘plus’ en un universo evolutivo. Es decir, Cristo es a la vez la revelación de Dios como amor y el futuro del universo a la vista de ese amor. Si la única finalidad de Dios al crear el universo es la comunión de todos los seres vivos en el amor, entonces no hay otra razón para Cristo que el amor. El significado de Cristo, por tanto, se extiende a todas las personas, a la Tierra, a todos los planetas y, de hecho, al universo entero, a todos los universos.

            Al comienzo de la segunda era axial necesitamos redescubrir a Cristo no solo como sanador de una humanidad maltrecha y de la propia Tierra, sino como sentido y meta de este universo, sacramento de la unidad en el amor, centro integrador del cosmos. Y para hacer tal descubrimiento, hemos de contemplar el misterio de Cristo con nuevos ojos y escuchar su voz en nuevos idiomas. Es preciso que dejemos a un lado nuestras nociones preconcebidas de Cristo y nos permitamos experimentar el misterio del amor de Dios de forma nueva. Tenemos que convertirnos a Cristo. ¿Cómo tendrá lugar esta conversión? Explorando el misterio de Cristo a través de la oración y la contemplación, a través del camino del místico.



[1] Los contenidos de este epígrafe 5 están tomados, con ligeras modificaciones por razones didácticas y de claridad expositiva, de las ideas que la científica norteamericana franciscana Ilia Delio expone en este libro. En concreto: la presentación que hace el catedrático de Ciencia y Religión de la Universidad de Georgetown, John F. Haught, en el prólogo al libro (pp. 9-11) y las pp. 97-117 cuando la autora desarrolla ‘La cristología cósmica franciscana’, en el capítulo 3.
[2] El diseño inteligente es una teoría que desafía a la ciencia de la evolución, especialmente al neodarwinismo, diciendo que la vida tiene componentes de irreductible complejidad; las partes que componen la vida física no pueden reducirse a piezas o etapas que se integran con el tiempo. Existe más bien un ’diseñador inteligente’, que se encuentra detrás de los intrincados diseños de la vida. Sin embargo, la idea de que la complejidad de un organismo es evidencia de la existencia de un diseñador cósmico se desarrolló décadas antes del nacimiento de Darwin. Su defensor más conocido fue el teólogo inglés William Paley, creador de la famosa analogía del relojero. Si encontramos un reloj de bolsillo en medio del campo, escribe Paley, inferimos de inmediato que no ha sido fabricado por procesos naturales actuando ciegamente, sino por un intelecto humano diseñador. De igual forma, razonó, el mundo natural contiene pruebas abundantes de un creador sobrenatural. El argumento del diseño, que es el nombre con que se conoce este razonamiento, prevaleció como una explicación del mundo natural hasta la publicación de El origen de las especies de Darwin en 1850.
[3] Cf. SCHÖNBORN, Ch., “Finding Design in Nature”, New York Times, 7 de Julio de 2005.
[4] Cf. COYNE, G.V., “Science does not God. Or Does it?”, A Catholic Scientist Looks at Evolution, disponible en www.catholic.org. En opinión de Coyne, la evolución no es incompatible con la doctrina católica, porque la teoría científica de la evolución es completamente neutral con respecto al pensamiento religioso. Juan Pablo II, en su mensaje de 1996, admitió que la evolución es más que una hipótesis, afirmando lo siguiente: ‘Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es algo más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo a favor de esta teoría… Y a decir verdad, más que de la teoría de la evolución, conviene hablar de las teorías de la evolución. Esta pluralidad afecta, por una parte, a la diversidad de las explicaciones que se han propuesto con respecto al mecanismo de la evolución y, por otra, a las diversas filosofías a las que se refiere. Existen también lecturas materialistas y reduccionistas, al igual que lecturas espiritualistas. Aquí el juicio compete propiamente a la filosofía y, luego, a la teología”. Cf. JUAN PABLO II, “Mensaje del santo padre Juan Pablo II a los miembros de la academia pontifica de ciencias”.
[5] HAUGHT, J. F., Responses to 101 Questions on God and Evolution, Paulist Press, New York 2001, p. 5.
[6] Algunos piensan que ‘el diseño inteligente’ de universo no se encuentra separado de la información que guía el funcionamiento de la maquinaria de la vida. El diseño de la creación no es un plano de la creación, ni la forma o figura de su existencia. En este sentido, el diseño inteligente de la creación es Cristo, porque el diseño de la creación se basa en la libertad de Dios para amar. Dios, en su eterna sabiduría, quiso compartr la vida con otros seres y predestinó a Cristo por toda la eternidad, con independencia de que ocurriera o no el pecado. Así, Cristo, al ser el primero en la intención divina de amar, constituye el diseño del universo. Sin embargo, es precisamente la libertad de Dios para amar la que hace de la creación un proceso dinámico y en desarrollo de creciente complejidad. Dios es amor, y el amor es libre; por tanto, Dios crea en libertad. Las cosas pueden mantener su identidad y obedecer sus propios principios dinámicos.
[7] Karl Jaspers fue el filósofo alemán que definió la ‘era axial’ (periodo que transcurre entre los años 800 a. C y 200 a. C.) como la línea divisoria más profunda de la historia del hombre, durante la cual apareció la misma línea de pensamiento en tres regiones del mundo: China, India y el Occidente. Según Jaspers, lo humano, tal como lo conocemos hoy nació entonces. Esta primera era axial se caracteriza porque el hombre se hace consciente de sí mismo y de sus limitaciones, por ello anhela una salvación personal; intenta ganar esta salvación a través de la actividad reflexiva (Surge con fuerza pública la filosofía y sus diversas escuelas en disputa de donde surgen las principales corrientes actuales del pensamiento); las costumbres, los modos de actuar, la opinión sobre las cosas y los acontecimientos son puestos en tela de juicio, ello facilita el cambio y la evolución. Ahora hablamos de la ‘segunda era axial’. Esta tiene lugar desde hace aproximadamente dos siglos para acá al darse tres componentes globales nuevos: la revolución industrial, la revolución democrática y la revolución del conocimiento. Las tres revoluciones han supuesto un cambio global que afecta al ser humano, especialmente en cuanto su capacidad de relación consigo mismo, con el entorno natural, con lo sagrado y transcendente.
[8] Una breve panorámica del surgimiento de la cristología occidental revela un desplazamiento de acentos desde el significado cósmico de Cristo, proclamado por los autores orientales, hacia la concreta obra salvadora de Jesucristo, descrita por los autores occidentales. Siguiendo los pasos de Agustín en el siglo IV y de Anselmo de Canterbury en el siglo XI, la teología medieval, liderada por Tomás de Aquino, aseveró que Cristo había venido al mundo debido al pecado humano. El énfasis en la obra salvadora de Dios lo explicó por extenso Agustín, quien comparó a Jesús con un médico que acude a curar a un hombre enfermo. Agustín dijo que, en ausencia de enfermedad, no habría habido necesidad de mandar a buscar un médico. En opinión de Michael Meilach, sin embargo, el argumento de Agustín no es del todo correcto. Si bien cabe afirmar casi con total certeza que Dios se hizo hombre para redimirnos, de ahí no se puede inferir que Dios procedió así solo –o siquiera primordialmente- para redimirnos a nosotros. Meliach señala que esta sencilla proposición afirmativa se transformó en una aseveración excluyente. La ‘enfermedad’ de la humanidad puede ser un motivo para la encarnación, pero no es el único ni el principal. Así y todo, Agustín se basó en esta falacia para afirmar que sin el pecado (la enfermedad) no habría habido redentor (médico).
La idea de que la salvación se debía exclusivamente al pecado lastró las especulaciones de los teólogos escolásticos. En el siglo XI, Anselmo de Canterbury formuló una ‘teoría de la satisfacción’ que señalaba que el pecado era una afrenta tan grande al honor de Dios que la justicia divina exigía un desagravio, ya fuera por satisfacción o por castigo. La combinación de devoción profunda e innovación teológica presente en Anselmo lo convirtió en el catalizador especial de la distintiva visión latina del papel del Dios-hombre. En su Cur Deus homo, Anselmo considera la redención como el perdón de los pecados en el contexto de la satisfacción. La magnitud infinita de la ofensa causada por el pecado requiere una satisfacción parecida, que únicamente puede ser ofrecida por alguien a la vez divino (y por tanto, capaz de llevarla a cabo) y humano (y obligado a realizarla). Siguiendo la teoría de la satisfacción de Anselmo, la cristología occidental se centró en la pecaminosidad de la persona humana, la culpa en la que se incurría por el pecado y la obra salvadora de Cristo.
 

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