CRISTO Y EVOLUCIÓN




 REFLEXIONES CRISTOLÓGICAS DE HOY(1)


En un breve ensayo titulado “The Revolution of Jesus” [La revolución de Jesús], el monje camaldulense Bruno Barnhart plantea la pregunta: “¿Qué es lo distintivo del cristianismo?”, “¿Qué tiene de verdaderamente nuevo el acontecimiento Cristo que no estuviese presente antes, bien en la tradición bíblica o en otras tradiciones religiosas del mundo?”. En cierto sentido, en este curso hemos formulado las mismas preguntas, pero poniendo énfasis en la experiencia cristiana de la fe en Dios. ¿Cuál es el significado de Cristo para la vida cristiana? ¿Supone alguna diferencia creer en Cristo? Estas preguntas se han formulado no para afirmar que Cristo es la base de la vida cristiana, sino debido a que, en la actualidad, el significado de Cristo parece haber desaparecido de la vida cristiana y se está volviendo poco claro en vista del pluralismo religioso.
  La creencia de que Cristo representa una nueva relación con Dios en el mundo es fundamental. Durante mucho tiempo, la confesión cristiana de la fe en Cristo ha hecho de este una figura estática que se cierne sobre el mundo para juzgarlo. Cristo ha devenido más una ley de vida que una forma de vida. Esta figura estática de Cristo se alza como una fuerza adversa a la idea de Cristo en evolución, y en esto radica el problema. El mundo estático del cosmos griego y medieval fue escenario donde se concibió la comprensión tradicional de Jesucristo. En este mundo, caracterizado por le orden, la jerarquía y la estructura, Jesucristo era presentado como un existente individual, singular, nacido en un tiempo y espacio absolutos. Un mundo estático, ordenado y jerárquico dio lugar a una comprensión estática, ordenada y jerárquica de Jesucristo como Dios y hombre. La cuestión aquí no es tanto la unión de la divinidad y la humanidad cuanto el significado de Jesús como el Cristo. A través de un laberinto de cosmología griega, terminología, concilios ecuménicos y luchas políticas hemos encerrado el misterio de Dios en una persona humana individual, singular, Jesús de Nazaret, de suerte que Jesucristo se ha convertido en un superhéroe individual, singular; y nosotros, en simples espectadores del drama divino. No obstante, Jesús es el Cristo, el Mesías, el Ungido, el que resucitó de entre los muertos y se transfiguró en la gloria. Si nuestra confesión de fe está determinada por una cosmología medieval y un lugar inmutable para la humanidad caída, resulta difícil entender realmente la relevancia de Jesucristo para la vida cristiana. Sin embargo, la visión evolutiva del mundo nos ha abierto un significado totalmente nuevo de la humanidad y, dentro de esta, de la aparición de Jesucristo. John Haught ha hablado de la evolución como el regalo de Darwin a la teología; y creo que aquí podemos decir que la evolución es, en concreto, el regado de Darwin a la cristología. Pues el concepto global de evolución ha liberado a Cristo de los límites del hombre Jesús y nos ha permitido situar a Cristo en el centro de la creación: la primacía del amor de Dios, el modelo o causa ejemplar de la creación, el principio centrador de la evolución, el Punto Omega de un universo evolutivo. Más que fijar nuestra atención en una figura estática y solitaria de Jesucristo, ahora podemos situar a Cristo en el corazón del proceso evolutivo en su totalidad: de la evolución cósmica a la evolución biológica. En el marco de la evolución de la conciencia humana, Jesús aparece como el Cristo, como la plenitud de la autocomunicación de Dios en la historia, como la expresión absoluta de esa autocomunicación en amor. Teólogos como Rahner y Panikkar nos han ayudado a comprender que Cristo es la vida dinámica del mundo. Cristo simboliza la plenitud de la vida en Dios. Jesús es el Cristo, porque en Jesús se da la plenitud de la autocomunicación de Dios y se realiza la promesa de Dios para el mundo. Debido a que Jesús de Nazaret es el hombre verdadero en quien se expresa la plenitud de la comunicación divina, Jesús es el símbolo de toda persona en su relación con Dios. Al igual que Jesús, toda persona y toda criatura está concebida para resucitar de entre los muertos y compartir la gloria divina. Jesús el Cristo es la realización de lo que esperamos para el universo: unión y transformación en Dios.
  Sin embargo, Cristo es más que Jesús. Cristo es el Verbo encarnado, a través del cual todas las cosas son creadas y en quien todas las cosas alcanzarán su culminación en Dios. Cada persona y el universo entero encuentran su sentido en Cristo, quien mantiene una relación singular y única con cada ser; todo se relaciona con Cristo. Por tanto, Cristo es la unión de humanidad y creación con Dios, el verdadero centro integrador del universo. Debido a que el significado de Cristo se relaciona con el todo – la creación humana y no humana- es razonable hablar de la ‘naturaleza cósmica’ de Cristo, siempre y cuando ‘naturaleza’ se entienda como algo definido no por la sustancia (una ‘cosa’ en sí), sino por la relación (el Verbo mediante el cual todo es creado). Teilhard escribió: ‘Su nacimiento y su consumación gradual constituyen físicamente la única realidad definitiva en la que se expresa la evolución del mundo; ahí tenemos al único Dios, a quien podemos adorar sinceramente’. El acontecimiento Cristo es un acontecimiento orgánico; un acontecimiento vivo, dinámico y relacionado con la vida física y espiritual que se desarrolla en el universo. El universo se sostiene en Cristo, tal como escribió san Pablo: ‘Todo tiene en él su consistencia’ (Col 1, 17). Así, el significado de Cristo no puede ser considerado al margen del universo material ni de su anhelo espiritual de Dios.
Si Cristo se encuentra en evolución hacia una mayor complejidad, de suerte que el misterio de Cristo ya no se limita a un individuo (Jesús) o a una tribu o cultura local (cristianos), tal conocimiento de Cristo solo únicamente alcanzarse a través de la relación con Cristo. En opinión de Merton, esta relación comienza con una vida de oración y un despertar a nuestra identidad, o sea, a quienes somos en Dios. Conociéndonos a nosotros mismos en Dios y a Dios en nosotros mismos, llegamos a una comprensión más profunda de Jesús como el camino de la vida. Lo que ocurre en Jesús también ha de ocurrir en nuestras vidas, si es que deseamos alcanzar la plenitud de la vida en Dios. Tal como hemos visto con ayuda de Buenaventura, la espiritualidad es clave para conocer a Cristo y el significado de Cristo crucificado como el centro de la teología, ya que todo lo que puede conocerse de Dios (teología) se revela en el Cristo crucificado. Tal conocimiento le compete no tanto a la mente, sino al corazón, ya que únicamente el corazón centrado en Dios puede conocer la verdad de Dios y contemplar a Dios tal como él mismo se revela en la frágil creación. Las ideas y percepciones de nuestros guías místicos ponen de manifiesto que la espiritualidad es esencial para hacer cristología en la segunda era axial, la oración y la gracia deben acompañar a los esfuerzos intelectuales. Bede Griffiths nos recuerda que ‘solo a través del ser humano se abre camino el universo hacia una nueva realidad’. Por sí solo, el conocimiento no basta para que Cristo renazca en la actualidad. Antes bien, este nuevo nacimiento, como todo nuevo nacimiento, debe acontecer a través del amor crucificado, ya que el amor nace en la entrega del don del yo, es decir, en la relación.
La profundización de nuestras vidas en Cristo no solo nos hace tomar conciencia de quiénes somos, sino que nos conduce a una nueva fuente de energía, una energía libre y liberadora que fluye del corazón. Barnhart afirma: “Despertar a la trascendencia o a la realidad espiritual desata una revolución personal revitalizando todo lo que uno ha experimentado o conocido con anterioridad, posibilitando una nueva profundidad de conciencia y una nueva relación con la realidad más allá del yo”. Uno se percata de que el significado de Jesucristo es, de algún modo, el centro de la realidad y descubre que debe reorganizar su vida para que esta esté en consonancia con tal percepción. A juicio de Buenaventura, entonces comenzamos a ver (a contemplar) el misterio de Cristo como el misterio de nuestras vidas. Somos imágenes de Cristo; por tanto, somos creados para llevar a Cristo en nuestro interior y para expresar la vida de Cristo en el mundo. El místico señala que, para vivir en el misterio de Cristo, debemos participar en el misterio. Para los cristianos, tal participación tienen lugar en la vida sacramental de la Iglesia y en la vida sacramental del mundo en el que la Iglesia, el cuerpo de Cristo, existe verdaderamente. El significado de Cristo debe trasladarse del altar de la Iglesia al altar del mundo. Participar en el mundo, algo esencial para la conciencia de la segunda era axial, equivale a participar en Cristo en la medida en que la fe en Cristo empodera una nueva visión para el mundo que solo puede desarrollarse en y a través de nosotros. Conforme profundizamos nuestras vidas en Cristo a través de una vida espiritual activa, vemos ‘dilatarse’ el significado de Cristo desde la humanidad de Jesús hasta la contemplación de Jesús en nuestros hermanos y hermanas y también en las criaturas no humanas de la Tierra. Sin embargo, a menos que pongamos la espiritualidad en el centro de la cristología, terminaremos en un cristomonismo estéril que sofoca el significado de Cristo. Barnhart sintetiza muy bien esta idea de la siguiente manera:
“La revolución intelectual cristocéntrica, cuando se interrumpe, puede llevar a una visión no liberadora, sino restrictiva. Puede engendrar un ‘cristomonismo’, quedando entonces reducido el cristianismo a las dimensiones de un Cristo contenido y continente, es decir, un Cristo al que no se le ha permitido expandirse hasta su plena magnitud, hasta sus plenas dimensiones. Esto se traduce a menudo en un literalismo o fundamentalismo que blande el nombre de Cristo como un arma roma, suprimiendo las dimensiones del Padre (o profundidad unificadora) y del Espíritu Santo (dinamismo) e insistiendo exclusivamente en la imagen objetiva de Cristo a costa de la divinización de la persona, de la realización subjetiva del acontecimiento Cristo. El verdadero cristocentrismo es una revolución copernicana, en la que todo modo de pensamiento, toda estructura filosófica y teológica, debe ceder paso y encontrar su relación orbital respecto al Verbo Encarnado y al acontecimiento Cristo como centro vivo y activo de la historia”.
La importancia de que Cristo esté en evolución radica en que el misterio de Cristo deviene más complejo en tanto en cuanto el significado de Cristo se desplaza de un existente individual, histórico (Jesús de Nazaret) a la persona cósmica simbolizada por la humanidad de Jesús. La aparición en la primera era axial de la conciencia individual y de Jesucristo como mediador de la trascendencia personal es asumida en la segunda era axial y transformada en una conciencia relacional. Ahora es posible comprender a toda persona de toda religión y al propio mundo natural desde Cristo. El surgimiento de la globalización, debida a una serie de avances científicos, tecnológicos, económicos y políticos, ha propiciado una complejización de la conciencia humana y, más específicamente, de la conciencia religiosa. Actualmente nos enfrentamos con la interrelacionalidad, con independencia de que aceptemos o no nuestra naturaleza relacional y hallemos en ella nuestra identidad. A menos que empecemos a encontrarle un sentido metafísico al pluralismo religioso, corremos el riesgo de potenciar el fundamentalismo y la fragmentación en la medida en que las religiones aseguren firmemente sus culturas e identidades. Luis Carlos Susin describe acertadamente las dificultades a las que se enfrenta el nuevo paradigma:
“Enfrentadas con el pluralismo y la complejidad de nuestro tiempo, las sociedades contemporáneas están bien exasperándose mutuamente al afirmar sus identidades con énfasis religiosos fundamentalistas, bien fragmentándose sin ningún horizonte religioso unificador a la vista… La globalización puede traer valores positivos, tales como el apoyo a la democracia y los derechos humanos. Vista desde las extensas regiones donde las personas están cada vez más excluidas de los beneficios de sus beneficios, esta globalización, sin embargo, obliga a los pueblos que sufren sus efectos perniciosos a buscar formas para resistir en su humanidad recurriendo a las fuentes más profundas en sus raíces religiosas. En consecuencia, el pluralismo religioso puede parecer ambiguo: por un lado, puede ser fruto de la resistencia fundamentalista o incluso de la violencia en la afirmación de la propia identidad; por otro, puede ser expresión legítima y civilizada de identidad cultural, de sus raíces religiosas, de su ‘alma’ con derecho a ser distinta dentro de la biodiversidad humana, resistiéndose al abrumador poder de pretensiones de universalidad basadas en el privilegio del más fuerte”.
No cabe duda de que todo desarrollo evolutivo lleva dentro de sí fuerzas de resistencia; todo movimiento hacia una mayor complejidad tiene que luchar contra cierta inercia. Un problema puede radicar en la velocidad contra cierta inercia. Un problema puede radicar en la velocidad del avance evolutivo, que, como indican los especialistas en tecnología, debido al ingenio y la creatividad del propio hombre, está produciéndose con mayor rapidez de lo que el intelecto humano puede comprender. Hay quienes tal vez se pregunten si el individuo será o no tragado en esta nueva tribu global de la humanidad o en la noosfera del mundo de Internet. Si bien el miedo puede impeler a los individuos a afirmar su autonomía frente a otros, el verdadero individuo (y, por tanto, la verdadera personalidad) aflorará a través de la relación. La tecnología está posibilitando el descubrimiento de un nuevo tipo de personalidad a través de la comunicación inmediata y la realidad virtual. Así, podríamos decir que la segunda era axial trae consigo un redescubrimiento del individuo como alguien relacionado en comunidad, si no globalmente, al menos sí en lo que subraya la idea de Teilhard de que en un universo crístico las cosas existen precisamente en unión mutua. No obstante, a medida que avanzamos en complejización de la conciencia religiosa, me pregunto: ¿dónde posicionará el cristiano: del lado de la resistencia o en el horizonte del progreso?
  La aparición de la conciencia global en la segunda era axial puede ayudarnos a caer en la cuenta de que Cristo es el centro orgánico e integrador de la creación. La vida en Cristo no es solo ascender hacia Dios, sino descender hacia Dios encarnado, dar el paso a la solidaridad con el otro, que, aun diferente de mí, también es asimismo de Dios.
Ahora podemos entender mejor el acontecimiento Cristo en la escala de la historia humana, pero también en la escala del universo evolutivo mismo. Barnhart escribe: ‘Jesús ingresa en el discurrir evolutivo omnem novitatem portans: conteniendo en sí toda novedad, propiciando la necesaria transformación, la consumación esperada por un mundo agonizante (aunque siempre en evolución)’. A través de la persona humana aflora una nueva realidad, nacida de nuevas estructuras de conciencia. Cristo trae un ‘nuevo corazón’ a la humanidad, tanto en el ámbito individual como en el ámbito colectivo. Tal como indica Teilhard, la humanidad deviene un nuevo ‘centro creador’ dentro del proceso evolutivo, de suerte que la senda de esta evolución pasa a tener una dirección explícita; la evolución tiene una meta. Se revela el ‘diseño inteligente’ de la creación. El desarrollo evolutivo ‘de cosmos a cosmogénesis’ ocurre bajo la influencia de un divino poder creador que ha estado presente desde los inicios pero que ahora se torna explícito en la persona humana. Cristo se convierte en el punto focal concreto –o Punto Omega- de una nueva centración en el universo y la vida cristiana, la punta creciente de toda la tendencia evolutiva.
Panikkar emplea el término ‘cristofanía’ para liberar al título de Cristo de su forma ‘bautizada’ y para proponer el misterio de Cristo como el misterio central en toda persona. Y escribe: ‘Cada persona lleva el misterio de Cristo en su interior. La primera tarea de toda criatura, entonces, es completar y perfeccionar su propio icono de la realidad’. La forma en que cada persona perfecciona su icono de la realidad forma parte integral del misterio de Cristo, puesto que este misterio atañe a todas las religiones del mundo. Algunos preguntarán sin duda: ‘¿y qué ocurre con quienes no conocen a Cristo o no creen en él? ¿Participan igualmente en la evolución de Cristo? Denis Edward aborda esta cuestión de la siguiente manera:
“La tarea humana de llevar la creación a término deriva su sentido de la voluntad redentora y divinizadora de Dios. Esto vale incluso para quienes desconocen la importancia de sus contribuciones. Aquellos cuyas acciones se dirigen hacia el bien del cosmos, creyentes y no creyentes por igual, caen bajo el impulso de la gracia. Sus acciones tienen valor eterno”.
Ya se conozca o no a Jesús explícitamente, el misterio de Cristo se encuentra en el centro de la vida humana y de la vida en el universo. Dado que la naturaleza humana no tiene carácter accidental para Cristo, tampoco este puede ser un accidente para la persona humana; toda la humanidad y la creación entera son parte intrínseca del misterio de Cristo. Sin nosotros, Cristo no existe; y sin Cristo, nosotros no tenemos esperanza en el universo. Así, toda religión se encuentra en último término centrada en Cristo, en tanto en cuanto toda religión tiene un centro personal y busca unidad en Dios. Con todo, tal como indica Teilhard, el cristianismo es la única religión que afirma la existencia de un centro personal y personalizador del universo. Los cristianos, por tanto, tienen una tarea singular en el universo, a saber, la de contribuir a que se realice la plenitud de Cristo siguiendo el ejemplo de Jesús. Ser cristiano es hacer vivo a Cristo a través de relaciones de amor, entablar diálogo con personas de otras religiones y culturas, compartir vida con otros: ‘revestirse’ de Cristo. En opinión de Teilhard, esto implica sumergirnos en el mundo, comprometernos con las tribus de la humanidad, con la gente de la Tierra y con la propia Tierra. “La mística de la acción’ de Teilhard incluye al desarrollo creativo de la tecnología y se percata de que la creatividad humana y la aparición del techno sapiens dan una nueva expresión al hecho de que Cristo está en evolución. Si queremos tener alguna esperanza en Dios, Cristo es el misterio unificador de lo que somos en relación con Dios.
Habida cuenta de que los seres humanos estamos en evolución, debemos ver también a Cristo en evolución: la humanidad de Cristo es nuestra humanidad, la vida de Cristo es nuestra vida. Aunque Cristo representa el centro energizador y la meta de la creación, es el Espíritu, que actúa sin cesar en la creación, quien nos atrae hacia el misterio de Cristo. El Espíritu enviado por Cristo nos conduce a Cristo y, a través de Cristo, al Padre. Por esta razón, la vida en Cristo nunca puede ser privada o aislada, ya que Cristo es el Verbo del Padre y la fuente del Espíritu. Cristo es relacional por definición; de ahí que sea fuente de comunidad. Vivir en Cristo es vivir en comunidad; llevar a Cristo en la propia vida es devenir fuente de amor sanador por el bien de la comunidad. Nuestros guías para la segunda era axial abren para nosotros este misterio de Cristo y nos indican que debemos liberar a Cristo de una forma intelectual occidental, que es lógica, abstracta, privatizada e individualizada. Debemos participar en la complejización de Cristo en la segunda era axial, lo que significa aceptar la diversidad y las diferencias de los demás como parte integral de nosotros mismos y, por consiguiente, como parte integral del significado de Cristo. Comprometernos con el otro no implica disolvernos en él, sino ser fieles a nosotros mismos, a nuestra identidad, encontrándonos a nosotros mismos en Dios y a Dios en el otro. Para que este universo albergue alguna esperanza en Dios, Cristo debe tener libertad para ser Cristo; y si nosotros queremos ser portadores de esta esperanza, entonces debemos tener libertad para ser cristianos.
Cristo es el poder de Dios entre nosotros y en nuestro interior, la plenitud de la Tierra y de la vida en el universo. Los seres humanos tenemos el potencial para hacer que Cristo cobre vida; para eso hemos sido creados. Vivir el misterio de Cristo no es hablar sobre Cristo, sino vivir en la entrega del amor, la pobreza del ser y la cueva del corazón. Si permitimos que el Espíritu se adueñe realmente de nosotros y nos libere de nuestros temores, ansiedades, exigencias y deseo de poder y control, entonces podremos buscar de verdad a los vivos entre los muertos; podemos vivir en el Cristo resucitado, quien nos faculta para construir esta nueva creación. Podemos vislumbrar ese tiempo en el que habrá una sola persona cósmica uniendo a todas las personas, una sola humanidad cósmica uniendo a toda la humanidad y un solo Cristo en quien Dios será todo en todo.


[1] Esta reflexión final está tomada de las Conclusiones a las que llega Ilia Delio en su libro, ya citado, Cristo en evolución, pp. 283-294.

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