1 Fuertes de
Espíritu,
tiernos de corazón
Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
Mt 10,16.
Un filósofo francés
decía: «Un hombre
no es fuerte si no lleva impresa en su espíritu una antítesis». El hombre fuerte baraja en su conjunto
vital unas contradicciones muy acusadas. No es frecuente
que los hombres
lleguen a equilibrar estas contradicciones. Por regla general,
los idealistas no suelen ser realistas, y los realistas no son idealistas; los militantes no suelen conocerse
como pasivos, ni los pasivos ser militantes. Rara vez los humildes
están segu- ros de sí mismos, y los que están
seguros de sí mismos no son humildes.
Sin embargo, la vida, en
el mejor de los casos,
es una síntesis creadora de con-
tradicciones en fructífera armonía. El filósofo Hegel decía que la verdad no se encuentra ni en las tesis ni en las antítesis, sino en una síntesis, producto de ambas y que las concilia.
Jesús conoció la necesidad de refundir las contradicciones. Sabía que sus
discípulos tendrían que enfrentarse a un mundo difícil y hostil,
donde tropeza- rían con los recalcitrantes funcionarios políticos y la intransigencia de los pro- tectores del orden establecido. Sabía que encontrarían hombres fríos y arro- gantes, con el corazón
endurecido por el largo invierno del tradicionalismo.
Por eso les dijo: «Mirad
que os envío cual ovejas en medio de
lobos». Y les dio
una consigna de acción: «Sed, pues, prudentes
como serpientes y sencillos como palomas». Resulta difícil
imaginar que una persona
tenga simultánea- mente las características de la serpiente y de
la paloma, pero esto es lo que espera Jesús. Debemos combinar la dureza de la serpiente con la blandura
de la paloma: fuertes
de espíritu, pero tiernos de corazón.
I
Consideremos, en primer lugar, la necesidad de un espíritu fuerte,
carac- terizado por un pensamiento incisivo,
apreciación realista
y juicio firme. La
mentalidad fuerte es aguda y penetrante, rompe la costra
de las leyendas y mitos y separa lo que es verdadero de lo falso. El individuo
fuerte de espíritu es astuto y discernidor. Posee una mentalidad fuerte,
austera, que le propor- ciona firmeza de propósito y solidez en los compromisos.
¿Quién
pondrá en duda que esta fortaleza de espíritu es una de las más grandes necesidades del hombre? Pocas veces encontramos hombres
que de buena gana se comprometan a pensar con firmeza y solidez.
Existe una ten- dencia casi universal a buscar las respuestas fáciles y las soluciones para salir del
paso. Nada molesta
más a la gente que tener que pensar.
Esta
tendencia prevalente en la mentalidad comodona se destaca en la
increíble estupidez del hombre. Consideremos nuestra actitud ante los anun-
cios. ¡Con qué facilidad nos hacen adquirir un producto porque la radio o la televisión dicen que es mejor que otro! Los publicistas desde hace muchos años saben que la mayoría de la gente tienen el espíritu débil, y
explotan esta susceptibilidad con frases publicitarias hábiles y eficaces.
También
encontramos
esta
credulidad exagerada en la tendencia de muchos lectores a aceptar la palabra impresa
de los periódicos como la ver- dad
última. Pocas personas
se dan cuenta de que nuestros canales auténticos de información —prensa, tribuna,
y muchas veces el púlpito— no proporcio- nan una verdad objetiva e imparcial. Pocas
personas tienen la robustez de espíritu suficiente para poder juzgar críticamente y discernir lo verdadero
de lo falso, lo real de lo ficticio.
Nuestras mentes se ven invadidas
constantemente por verdades
a medias, prejuicios y falsos hechos.
Una de las grandes necesi- dades de la humanidad
es que la levanten por encima del montón informe de
la falsa propaganda.
Los individuos débiles de espíritu se inclinan a creer en toda suerte de supersticiones. Sus cabezas están invadidas constantemente por temores irra-
cionales, que van desde el miedo al martes y
trece al miedo al gato negro que se nos cruza en el
camino. Una vez, subiendo en ascensor en uno de los gran-
des hoteles de Nueva York, me di cuenta por primera vez de que no existía el piso trece; la planta catorce venía a continuación de la doce. Al preguntar al ascensorista
la razón de aquella omisión,
me contestó:
«Esto es muy
corriente en la mayoría de los grandes
hoteles por el miedo que
tiene tanta gente a vivir en el piso trece».
Y añadió: «¡La tontería de este miedo se demuestra por el hecho de que la planta catorce es realmente
la trece!» Estos temores fatigan durante el día las mentalidades débiles y las persiguen por la noche.
El hombre de espíritu débil tiene siempre miedo al cambio. Se siente seguro en el statu quo, y tiene un miedo casi morboso a la novedad.
Para él, el mal mayor es el mal de una nueva idea. Dicen que un antiguo segregacio-
nista del Sur dijo: «Ahora me doy cuenta de que la desegregación es inevita- ble. Pero ruego a Dios que esto no suceda mientras
yo viva». La persona
de espíritu débil quiere perpetuar el momento presente y subordina la vida al
juego de la inmutabilidad.
La debilidad de espíritu invade también muchas veces el campo de la
religión. Por eso la religión
ha rehusado algunas veces la nueva verdad con
una pasión dogmática. Por miedo a edictos y burlas, inquisiciones y excomu- niones, la Iglesia ha intentado prolongar la verdad
establecida y levantar
un nuevo e impenetrable muro en el camino del que
va
en busca de la verdad. Los débiles de espíritu consideran que la crítica histórico-filosófica de la Biblia
es una blasfemia,
y a menudo consideran
que la razón es el ejercicio de una
facultad corrompida. Las personas de espíritu débil
han
enmendado las Bie-
naventuranzas para leer: «Bienaventurados los ignorantes, porque ellos verán a Dios». Esto, a su vez, conduce a
la creencia muy difundida de que existe un conflicto entre ciencia y religión.
Pero esto no
es cierto.
Quizás exista un con-
flicto entre partidarios de la religión débiles de espíritu, y partidarios de la reli-
gión fuertes de
espíritu, pero no entre ciencia y religión. Sus mundos
res- pectivos son distintos
y también sus métodos. La ciencia investiga; la
religión interpreta. La ciencia proporciona conocimientos al hombre, que son poder; la religión da al hombre sabiduría, que es control.
La ciencia trata, sobre todo, de los hechos; la religión trata, sobre todo, de
los
valores. No son riva- les. Son complementarios. La ciencia evita que la religión se hunda en la irra-
cionalidad entumecedora y en el oscurantismo paralizador. La religión
impi- de que la ciencia
caiga
en el marasmo del materialismo
superado
y del nihilismo moral.
No es preciso
mirar muy allá para detectar
los peligros de la
debilidad de
espíritu. Los dictadores, aprovechándose de
la debilidad de espíritu, han lleva- do a los hombres a cometer actos de barbarie y terror inconcebibles en una
sociedad civilizada. Adolfo Hitler
se dio cuenta de que la debilidad
de espíritu era tan evidente en sus seguidores, que dijo: «Me valgo de la emoción para la mayoría, y reservo la razón para la minoría»
En Mein Kampf afirmaba:
Por medio de hábiles
mentiras, repetidas hasta la saciedad, es posible hacer creer a la gente que
el cielo es el infierno... y el infierno el cielo... Cuando más grande es la mentira, más la creen.
La debilidad de espíritu es una de las causas fundamentales del prejuicio
racial. La persona que posee robustez de espíritu examina también
los hechos antes de extraer
las conclusiones; es decir, juzga después de conocer
la cosa. La persona débil llega a una conclusión antes de haber examinado el hecho; es decir, prejuzga y cae en el prejuicio.
El prejuicio racial está basado en temo-
res infundados, en sospechas y en malentendidos. Existen los que son
sufi- cientemente débiles de espíritu para creer en la superioridad de la raza blanca
y en
la inferioridad de la negra a pesar de la investigación, llevada
a cabo con robustez de espíritu, de los antropólogos que evidencian la falsedad
de esta noción. Existen personas
débiles de espíritu
que arguyen que sería
preciso continuar la segregación porque
los negros tienen
un nivel académico, higié-
nico y moral inferior. Carecen de la fortaleza de espíritu suficiente
para darse cuenta de que los niveles inferiores
son el resultado de la segregación y de la
discriminación. No reconocen que racionalmente es defectuoso, y sociológi- camente
insostenible, utilizar los trágicos efectos
de la segregación como argu-
mento para su continuación. Demasiados políticos del Sur reconocen
esta enfermedad de la debilidad
de espíritu que inunda sus circunscripciones. Con un celo insidioso hacen declaraciones incendiarias y siembran falsedades y medias verdades que suscitan
temores anormales y
antipatías morbosas en los espíritus de los blancos sin instrucción ni privilegios, dejándolos tan confundi- dos que se sienten inclinados
a cometer actos de maldad y de violencia
que no cometería ninguna
persona normal.
Poca esperanza nos queda, a menos que los fuertes
de espíritu rompan las
trabas de los perjuicios, las verdades
a medias y la ignorancia
supina. La postura que adopta el mundo de hoy no nos permite el lujo de la debilidad de espíritu. Una nación o una civilización que continúa produciendo hombres débiles
de espíritu está comprando a plazos su propia muerte
espiritual.
II
Pero no debemos contentarnos con el cultivo de un espíritu fuerte. El
Evangelio exige también un corazón tierno. La fortaleza de espíritu sin la ter- nura de corazón es fría y egoísta, y deja la vida del hombre
en un
invierno per- petuo,
falta de calor de la primavera y la temperatura agradable del verano.
¿Hay algo más trágico que ver
a una persona que ha alcanzado
las dis- ciplinadas alturas de la fortaleza de espíritu, pero que
al mismo tiempo se ha hundido
en las heladas profundidades de la dureza de corazón?
La persona de corazón duro no ama la verdad. Se aplica a un utilitaris-
mo craso que valora a las demás personas principalmente por la utilidad
que le proporcionan. Jamás goza de la belleza de la amistad, porque es demasia- do fría para sentir
afecto por alguien
y piensa demasiado en sí misma para poder
compartir la alegría
o la aflicción de los demás. Es una isla solitaria. Nin- guna
deuda de amor le vincula
al continente de la humanidad.
La persona dura de corazón
carece de la capacidad de la verdadera com- pasión. No le conmueven los dolores y aflicciones de sus hermanos. Pasa cada
día junto a los hombres infortunados, pero en realidad no les llega a ver nunca. Da
dinero para una obra de caridad loable, pero no entrega su espíritu.
El hombre de corazón duro nunca considera a la gente como tal, sino como meros objetos o como engranajes
impersonales de una rueda que no se detiene nunca. En la inmensa rueda de la industria, ve a los hombres como si sólo fueran manos. En la multitudinaria rueda de
la vida en la gran ciudad, ve a los hombres
como dedos entre la masa. En la mortífera rueda de la vida en
el ejército,
ve a los hombres
como si fueran números de un regimiento. Des- personaliza la vida.
Jesús
solía poner de relieve las características de los duros de corazón.
El hombre rico se condenó, no porque no tuviera un espíritu fuerte,
sino porque no era tierno de corazón.
Para él, la vida era un espejo que sólo le reflejaba a él, y no una ventana por la que veía a sus semejantes.
El rico fue al infierno, no por ser rico, sino porque no tuvo
la suficiente
ternura para ver a Lázaro y porque no dio
paso alguno para salvar el abismo
abierto entre él y su hermano.
Jesús
nos recuerda que la vida ejemplar combina la fortaleza
de la ser- piente con la ternura de la paloma. Tener cualidades de serpiente cuando
fal- tan las de la paloma es ser frío, malvado
y egoísta. Tener las cualidades de la
paloma sin las de la serpiente es ser sentimental, anémico y abúlico.
Tenemos que
combinar antítesis fuertemente acusadas.
Nosotros, porque somos
negros, tendremos que unir a la fortaleza de espíritu la ternura de corazón,
si queremos
avanzar positivamente hacia la
meta de la libertad y de la justicia. Entre nosotros existen
individuos que son débiles de espíritu y creen que la única forma de tratar con la opresión es adaptándose a ella. Aceptan la segregación y se resignan.
Prefieren seguir
oprimidos. Cuando Moisés
condujo a los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto a la libertad
de la Tierra Prometida,
descubrió que los esclavos no siem- pre acogen bien a sus liberadores. Prefieren soportar los males que los afligen antes que, como decía Shakespeare, ir hacia los que ignoran.
Prefieren las
«ollas de Egipto» a las pruebas
de la emancipación. Sin embargo, la solución
no es
ésta. La aquiescencia de los débiles
de espíritu es cobardía. Amigos,
no podemos ganar el respeto de los pueblos blancos del Sur o de donde sea, si estamos dispuestos a vender el futuro de nuestros hijos por nuestra
seguridad y comodidad
personal. Más aún: debemos comprender que aceptar pasiva- mente un sistema injusto
es cooperar con ese mismo sistema y, por tanto, que
nos convertimos en partícipes de su maldad.
Entre nosotros existen
individuos de corazón duro y amargo, que com-
batirían al oponente con la violencia
física y el odio más corrosivo.
La violen- cia crea más problemas
sociales de los que
resuelve, y por tanto no conduce
nunca a una paz permanente. Estoy convencido de que, si sucumbimos
a la tentación de utilizar la violencia en nuestra lucha por
la libertad, las genera- ciones venideras son las destinadas a soportar una larga y desolada
noche de amargura, y nuestro
principal legado será para ellos el inacabable
reino del caos. Una Voz, que suena en el pasillo del tiempo, dice a cada Pedro impa-
ciente. «Mete la espada en la vaina» 1. La historia está llena de la ruina de las naciones que no supieron
seguir el mandato de Cristo.
III
Aún nos queda un tercer camino en nuestra búsqueda de la libertad,
es decir, la resistencia no-violencia, que
combina la fortaleza de espíritu con la
ternura de corazón, y evita la complacencia y la inactividad de los débiles y la violencia y el genio de los duros. Tengo la convicción de que ésta es la norma que debe guiar nuestras relaciones
raciales. Por medio de la resistencia no-vio- lenta podremos oponernos al sistema
injusto y al mismo tiempo
amar a los que lo han implantado.
Debemos trabajar apasionadamente,
infatigablemente para conseguir
nuestra plenitud como ciudadanos, pero que nunca pueda decirse,
amigos míos, que para ganarla
tuvimos que utilizar procedimientos despreciables como la falsedad, la malicia, el odio o la violencia.
No quisiera acabar sin aplicar
el significado del texto
a la naturaleza de Dios. La grandeza de nuestro Dios reside en el hecho de que es fuerte de espí-
ritu y tierno de corazón a la vez. Posee ambas cualidades,
la austeridad y la dulzura. La Biblia, siempre
subrayando los atributos de Dios, expresa
su for- taleza de espíritu
en su justicia y en su
ira, y su ternura de corazón en su
amor y en su gracia.
Dios está con los brazos abiertos. El uno
es suficientemente
robusto como para envolvernos con su justicia,
y el otro es lo bastante
dulce como para abrazarnos con la gracia.
Por una parte, Dios es un Dios de justi- cia que castigó a Israel por sus delitos y desviaciones, y por otra es un padre
que perdona y cuyo corazón se llena de inefable alegrí a cuando el hijo pródi-
go vuelve a casa.
Doy gracias porque adoramos a un Dios que es a la vez fuerte de espíri-
tu y tierno de corazón. Si Dios fuera solamente fuerte de espíritu, sería un dés- pota frío, inconmovible, ausente
en algún cielo lejos de nosotros y «contem- plándolo todo», como decía Tennyson
al describir El Palacio
del Arte. Sería el «motor inmóvil»
de Aristóteles, que se conoce a sí mismo, pero que no quie-
re a
los demás. Ahora bien, si Dios sólo fuera tierno de corazón, sería dema- siado blando y
sentimental para actuar cuando las cosas se pusiesen mal, e incapaz
de controlar lo que hubiera hecho. Sería como el simpático
Dios de H. G. Wells en Dios, el rey invisible,
que tiene el vivo deseo de hacer un mundo
bueno, pero se encuentra impotente
ante los poderes del mal que van
surgiendo. Dios no es duro de corazón ni débil de espíritu. Es lo bastante fuer-
1 Jn 18, 11.
te de espíritu como para trascender al mundo; y es lo suficientemente tierno de corazón para vivirlo.
No nos deja solos en nuestras agonías y combates.
Nos busca en los lugares oscuros y sufre con nosotros y por nosotros
en nuestra trágica
prodigalidad.
A veces nos conviene saber que el Señor es un Dios de justicia.
Cuando los adormecidos gigantes de la injusticia emergen a la tierra, debemos saber que existe un Dios de poder que puede cortarlos como la hierba
y dejarlos secar como un campo segado. Cuando nuestros esfuerzos más obstinados no consiguen detener
la ola de opresión creciente,
nos conviene
saber que en este universo
existe un Dios, cuya fortaleza incomparable es un contraste exac- to con la sólida debilidad
del hombre. Pero también muchas veces necesitamos saber que Dios posee amor y misericordia.
Cuando nos vemos azotados por los vientos glaciales de la adversidad
y abatidos por las tempestades furiosas
de la desesperanza, y cuando,
a través de nuestra locura y pecado, nos encaminamos hacia las apartadas
regiones de la destrucción y nos sentimos
frustrados por culpa de una extraña sensación de añoranza, nos conviene saber
que Alguien nos quiere, nos cuida, nos entiende, y nos dará una nueva oportunidad.
Cuando los días se oscurecen
y las noches se hacen lóbregas,
podemos dar gracias a que nuestro
Dios combine en su naturaleza una síntesis
creado- ra de amor y justicia
que nos guiará por los valles tenebrosos de la vida hasta los senderos soleados
de la esperanza y la plenitud.
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