LA ORACIÓN. BARTH Karl


KARL BARTH. LA ORACIÓN



ESTUDIAREMOS la oración bajo tres aspectos: en primer lugar, el problema de la oración; después la oración mirada como don de Dios; finalmente, la oración considerada como acción del hombre.


El problema de la oración

¿Qué lugar ocupa la oración en estos catecismos? Si se ojean, se nota que Lutero ha tratado en primer lugar los mandamientos, después el credo, es decir la exposición de la fe. Calvino comenzó por el credo; después vienen los mandamientos. Habla primero de la fe, luego de la obediencia.
Henos aquí, pues, a nosotros los cristianos, que nos consideramos creyentes  y obedientes, y como tales, colocados frente a un problema nuevo: el de la oración. ¿Es realmente un problema nuevo? ¿Más allá de la fe y de la obediencia? Así parece. Calvino dice que en la oración se trata de nuestra vida y de nuestra relación con las exigencias de este mundo. La cuestión es la si- guiente: yo que soy cristiano, ¿puedo vivir verdaderamente según la palabra del evangelio y de la ley, según mi fe y en la obediencia; podría vivir así en medio de las necesidades de mi existencia? Sí, es posible vivir en la santidad de la obediencia, según el evangelio, lo que nos es dado vivir, lo que debemos vivir. Para esto, tenemos que escuchar lo que se nos ha dicho de la oración y pedir al mismo Dios que venga en nuestra ayuda, que nos instruya, que nos conceda la posibilidad de recorrer este camino. Es preciso realizar esta búsqueda para que podamos vivir. Esta búsqueda es la oración.
En el catecismo de Lutero, esta situación del hombre en relación con la fe y la obediencia es examinada más de cerca. ¿Que decir, qué hacer frente al hecho de que nadie obedece perfectamente a la ley, cuando la ley exige una obediencia perfecta, y de que ninguno la cumple perfectamente, ni de ninguna manera? Sin embargo, somos creyentes, es decir gentes que tienen su comienzo en la fe. La fe, en efecto, no es algo que se tiene en el bolsillo, que se posee como algo propio. Dios me dice: pon tu confianza en mí, cree en mí. Y yo me lanzo, creo; pero al avanzar, digo: ayuda a mi incredibilidad. La vida está ahí ante nosotros con sus dificultades, sus exigencias; y la ley está ahí también, la ley que reclama la obediencia a pesar de nuestras debilidades y los obstáculos que se levantan ante nosotros. Y avanzo con una fe que no es más que un pobre comienzo. Se me exige entonces seguir adelante, llegar a ser perfectamente obediente, continuar el camino de la fe, después de este primer paso que he dado ya.
De un lado, existe nuestra vida interior, de hombres débiles y malignos; de otro, nuestra vida exterior en este mundo, con todos sus enigmas y sus dificultades. Existe también el juicio de Dios que nos busca y que nos dice a cada momento: esto no es suficiente. Y quizás llego a preguntarme: en el fondo, ¿eres cristiano? Ante tu pequeña fe y tu pequeña obediencia, ¿qué sig- nifican para ti estas palabras: creo, obedezco? El abismo es enorme: todo nos plantea problemas, incluso cuando creemos y obedecemos lo más posible. Orar en esta situación (y esta es la de todo cristiano) significa: ir a Dios, pedirle que nos conceda lo que nos falta, la posibilidad, la fuerza, el coraje, la serenidad, la prudencia; que nos conceda obedecer a la ley, cumplir los manda- mientos. Y después que nos conceda continuar creyendo, creyendo a pesar de todo, y que renueve nuestra fe.
Tal petición no puede ser dirigida más que a Dios. Calvino lo dice: se trata aquí de un honor que debemos a su divinidad. Un honor que debemos a aquél que se nos ha revelado por su palabra (Catecismo de Heidelberg). Porque es la palabra de Dios quien nos mantiene en esta situación en la que la oración llega a ser una necesidad.

Orar significa dirigirse a aquél que nos ha hablado ya en el evangelio y en la ley. Frente a él nos encontramos cuando somos atormentados por la imperfección de nuestra obediencia, por la dis- continuidad de nuestra fe. Por su causa nos encontramos en peligro. Sólo él es capaz de ayudarnos. Oramos para pedirle que lo haga.
Calvino revela que no estamos solos en esta situación difícil. Hay hermanos y hermanas cristianos. Pueden orientarnos y animarnos. Pero lo que los hombres pueden aportar a la miseria de nuestra situación no es más que un ministerio, una dispensación de los bienes de Dios. Dios mismo les hace este honor de utilizarlos para comunicarnos sus bienes, y por eso hace que nos sintamos obligados para con ellos. La oración no puede, pues, en ningún caso alejarnos de los hombres; no puede sino unirnos ya que la oración es una realidad que nos concierne a todos.
Antes de orar, por tanto, busco en primer lugar la compañía de otros hombres. que todos vosotros atravesáis las mismas dificultades que yo. Consúltemenos y démonos lo que podamos darnos. Sin embargo, no podemos poner nuestra confianza en la criatura. Es posible que haya hombres capaces de decirnos e indicarnos qué es lo que nos hace falta, pero el don mismo sólo puede venir de Dios. No podemos orar a los hombres. Ni a los santos, ni a los demás hombres.

En el siglo xvi, se afirmaba con firmeza que los santos de la Iglesia, los difuntos, no podían ayudarnos. Sin embargo, quizás se podría hacer algunas reservas a una afirmación tan categórica. No estoy tan seguro de que los santos de la Iglesia no puedan ayudarnos: los reformadores, por ejemplo, y los santos que están sobre la tierra. Vivimos en comunión con la Iglesia del pasado y recibimos de ella una ayuda. Pero hay un hecho cierto: ni los vivos, ni aquellos que ya han muerto pueden ser para nosotros lo que es Dios: una ayuda en este gran peligro que es nuestra existencia de cara al evangelio y a la ley. Lo mismo se puede decir respecto a los ángeles que pueden ayudarnos pero no pueden ser invocados.

Para los reformadores, todo se reducía a esta cuestión: ¿cómo podría encontrar a Dios? He oído su palabra, quiero escucharle sinceramente, pero veo mi insuficiencia. No ignoraban que existen otras dificultades además de aquélla, pero sabían que todas están implicadas en la realidad siguiente: estoy ante Dios con mis deseos, mis pensamientos, mis miserias; debo vivir con él, porque vivir no quiere decir otra cosa que vivir con Dios. Heme aquí aprisionado entre las exigencias de la vida pequeñas o grandes y la necesidad de orar. Los reformadores nos dicen: lo primero, orar.

La oración, don de Dios

La oración es una gracia, un ofrecimiento de Dios.
No comenzaremos, siguiendo a los reformadores, por una descripción de lo que el hombre hace cuando ora. Evidentemente el hombre hace algo, actúa; pero para comprender esta acción, es preciso comenzar por el final, es decir hablar en primer lugar de la favorable acogida de la oración. Este orden nos extrañará, porque según la lógica deberíamos preguntarnos en primer lugar: ¿qué es orar? Y sólo después: ¿somos acogidos cuando oramos? Pero para los reformadores, el punto vital, la base de todo, es esta certeza: Dios acoge favorablemente la oración. He aquí la primera cosa que es preciso  saber.  Calvino  lo  dice  expresamente:  obtenemos  lo  que pedimos. Nuestra oración está apoyada en este convencimiento.

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Abordamos el tema partiendo del hecho de que Dios acoge. No está mudo, escucha; más aún, actúa. No actúa de la misma manera tanto si oramos como si no oramos. Existe una influencia de  la oración sobre la acción, sobre la existencia de Dios. Esto es lo que significa la palabra "acogida".

En la cuestión 129 del Catecismo de Heidelberg, se dice que la acogida de nuestras oraciones es más cierta que el sentimiento que tenemos de las cosas que pedimos. Parece que nada hay más seguro que el sentimiento de lo que pedimos; pero el Catecismo dice que la acogida por parte de Dios es aún mucho más cierta. Es preciso que también nosotros tengamos este convencimiento interior. Quizás dudemos de la sinceridad de nuestra oración y del valor de nuestra petición. Pero una cosa está fuera de duda, la acogida que Dios le otorga. Nuestras oraciones son débiles y pobres. Sin embargo lo que importa no es que nuestras oraciones sean fuertes, sino que Dios las oiga. Aquí está la razón de por qué nosotros oramos.

¿Cómo nos escucha Dios? ¿Cómo acoge nuestra oración? Es preciso recordar aquí el artículo del Catecismo de Calvino sobre Jesucristo. Siguiendo este pensamiento es como mejor se puede comprender la acogida favorable por parte de Dios: Jesucristo es nuestro hermano, le pertenecemos, es el jefe del cuerpo del  que somos miembros y es, al mismo tiempo, hijo de Dios, Dios mismo. Nos ha sido dado como mediador, como abogado delante de Dios. No estamos separados de Dios y, lo que es más importante, Dios no está separado de nosotros. Se puede pensar que seamos hombres sin- Dios, pero no podemos concebir a Dios sin los hombres. Esto es lo que es preciso saber, y esto es lo que importa. Frente a los sin-Dios, existe Dios que nunca está sin los hombres, porque en el hombre Dios, los hombres, todos nosotros, estamos presentes. Si Dios conoce al hombre, si le ve y le juzga, es siempre en la persona de Jesucristo, su propio hijo, que ha sido obediente y que es el objeto de su com- placencia. Por él la humanidad está presente en Dios. Dios mira a Cristo y en él nos ve a nosotros. Tenemos un representante ante Dios.

Calvino dice incluso que oramos por su boca. Jesucristo habla por lo que ha sido, por lo que ha sufrido en la obediencia y la fidelidad a su Padre. Y nosotros oramos como por su boca, en cuanto que nos concede entrada y audiencia e intercede por nosotros. Por tanto, en el fondo, nuestra oración está ya hecha incluso antes de que la formulemos. Cuando oramos, no podemos sino volver a tomar esta oración que ha sido pronunciada en la persona de Jesucristo y que se repite siempre, porque Dios no existe sin el hombre.

Dios es el Padre de Jesucristo, y este hombre, Jesucristo, oró y sigue orando. Tal es el fundamento de nuestra oración en Jesucristo. Es decir Dios mismo respalda nuestra petición, ha querido ser él quien acoja nuestras oraciones, porque todas nuestras oraciones han sido recapituladas en Jesucristo. Dios no puede dejar de acogerlas, porque es Jesucristo quien ora.

El hecho de que Dios ceda a las demandas del hombre,  que cambie su intención y siga la oración del hombre no significa una debilidad. Es él quien en su majestad, en el esplendor de su poder, lo ha querido y lo quiere así. Quiere ser Dios, que ha sido hombre en Jesucristo. En él está su gloria, su omnipotencia. No disminuye, pues, cediendo a nuestra oración; por el contrario, de esta forma es como muestra su grandeza.

Si Dios mismo quiere estar en relación con el hombre, estar cerca de él como un padre de su hijo, no hay en ello un debilitamiento de su poder. Dios no quiere ser más grande de lo que lo es en Jesucristo. Si Dios acoge nuestra oración, no es sólo porque nos escucha y aumente nuestra fe (a veces se ha explicado de esta manera la eficacia de la oración), sino porque es Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios cuya palabra se ha hecho carne.


Vengamos ahora a Lutero que nos invita a orar, que nos lo ordena. No orar sería no darse cuenta de que estamos ante Dios. Sería desconocer lo que él es. Tal actitud nos haría incapaces de captar el hecho de que Dios nos sale al encuentro en Jesucristo. Porque cuando realizamos este misterio, es preciso que oremos: Jesucristo está ahí, él, Hijo de Dios y  nosotros, que le pertenecemos, que no tenemos otra posibilidad que seguirle, hablar por su boca, estamos con él. El buen camino ha sido encontrado, y ahora se trata de marchar por él. En este camino, el evangelio y la ley, la promesa y los mandamientos de Dios son una sola e idéntica realidad. Dios nos abre este camino, nos manda orar. De esta forma no es posible decir: yo oraré o no oraré, como si se tratase de un capricho. Ser cristiano y orar, es una sola e idéntica realidad, que no puede ser dejada a nuestro gusto. Es una necesidad, una forma de respiración necesaria para vivir.



El Catecismo de Heidelberg precisa todavía más. La oración, afirma, es simplemente el primer acto de reconocimiento con respecto a Dios. La palabra reconocimiento es más clara que la de gratitud, porque significa actuar según lo que conocemos (re- conocer). Todo hombre que conoce a Dios debe estarle reconocido. Reconoce lo que Dios es, lo que ha hecho por él en Jesucristo; en- tra en la posición que nos ha sido dada en Cristo;  y en esta posición, el hombre ora.


Lutero añade incluso que Dios se encolerizaría si no orásemos, porque esto sería despreciar el don que nos hace. Puesto que es él quien nos dice que oremos, ¿cómo podríamos olvidarnos de hacerlo? Los reformadores nos recuerdan así que no se ora cuando nos conviene, que la oración es, en la vida del cristiano, un acto esencial, necesario y espontáneo.

Por lo demás, Dios, porque es nuestro Dios, hace proceder nuestra oración de su gracia. Donde existe la gracia de Dios, el hombre ora. Dios trabaja en nosotros, porque no sabemos orar como es necesario. El Espíritu de Dios es el que nos incita, el que nos hace aptos para orar como conviene. Nosotros no estamos preparados para juzgar si somos dignos o capaces de orar, si tenemos bastante celo para hacerlo. La gracia es quien da la respuesta a esta cuestión. Cuando somos consolados por la gracia de Dios, comenzamos a orar, con o sin palabras.

Dios nos indica también un camino para comprometernos en la oración. La oración no es un acto arbitrario, ni una marcha a ciegas. Al orar, no podemos aventurarnos según nuestra fantasía por tal o cual camino, por cualquier requerimiento. Porque es Dios quien manda al hombre seguirle, tomar el puesto que le ha sido dado. Es este un asunto determinado por Dios, no por nuestra iniciativa.

¿Cómo es preciso orar? No es casual el que Jesús haya dado un formulario en el Padrenuestro, para enseñar a los hombres a orar bien. Dios mismo nos enseña cómo es preciso orar, porque tenemos una gran cantidad de cosas que pedir. Y creemos que lo que deseamos es siempre lo más importante. Por lo demás, es necesario que lo creamos. Pero para que nuestro acto llegue a ser una oración verdadera, es preciso aceptar el ofrecimiento que Dios nos hace. No podemos orar por nosotros mismos y si tenemos decepciones en la oración, es preciso aceptar que Dios nos muestra el camino de la verdadera oración. Nos pone, pues, con nuestras necesidades y nuestros problemas, sobre un determinado camino en el que podemos aportarle todo; pero es necesario comprometerse en ese camino. Esta disciplina nos es necesaria. Si falta, no debemos admirarnos de gritar en el vacío, en lugar de encontrarnos en la oración que está ya acogida.

Seamos felices por poseer esta fórmula del Padrenuestro, dicen los reformadores, a fin de que al orar así, podamos aprender la verdadera oración. Calvino declara con razón que para orar no podemos actuar como extranjeros, sino comportarnos como ciudadanos del pueblo de Dios, debemos aceptar su constitución, sus normas y reglas. Con esta condición es como se da una acogida favorable y se responde a los problemas de nuestra vida.

Porque es nuestro Dios en Jesucristo, Dios mismo nos impulsa a tomar ante él una actitud que parece a primera vista temeraria y osada; nos obliga a encontrarle con una cierta audacia: "Nos has hecho promesas, nos has mandado orar; y heme aquí, vengo, no con mis ideas piadosas, o porque me gusta orar (tal vez no me guste) y te digo lo que tú me has pedido que te diga: ayúdame en las necesidades de mi vida. Debes hacerlo; aquí me tienes". Lutero tiene razón: la postura del hombre que ora exige la mayor humildad al mismo tiempo que una actitud de audacia, de virilidad. Hay una humildad que es buena: consiste en aceptar en la libertad este lugar que tenemos en Jesús ante Dios. Si estamos seguros de nuestro asunto, y si no nos acercamos a Dios a causa de nuestras buenas intenciones, entonces esta libertad es espontánea.

De esta forma, la voluntad de Dios en favor nuestro, su misericordia en Jesús, es un elemento decisivo en la cuestión que nos ocupa. El Catecismo de Heidelberg, en la cuestión 117, afirma que nuestro sólido fundamento consiste en que Dios, gracias a nuestro Señor Jesucristo, puede acoger favorablemente nuestra oración a pesar de nuestra indignidad.

La oración, acción del hombre

Según lo que precede, la oración es el acto por el que aceptamos y hacemos uso del ofrecimiento divino; acto en el que obedecemos a ese mandamiento majestuoso de la gracia que se identifica con la voluntad de Dios. Obedecer a la gracia, ser aceptado, significa que la oración es también una acción del hombre que se sabe pecador y que apela a la gracia de Dios. Se encuentra frente al evangelio, frente a la ley, a la debilidad de su fe, incluso aunque no lo note. Experimentamos a la vez una cierta tristeza y una cierta alegría. Pero aún no hemos comprendido que somos pecadores, que no realizamos perfectamente la obediencia. No hemos aceptado aún que estamos bajo un velo. Es preciso descubrirlo. Cuando oramos, nuestra condición humana nos es desvelada, sabemos que estamos en este peligro y en esta esperanza. Dios es quien nos coloca en esta situación; pero al mismo tiempo, viene en nuestra ayuda. La oración, de esta forma, es la respuesta del hombre cuando comprende su pe- ligro y sabe que le llega un socorro.

No es lícito ver en la oración una buena obra por hacer, una cosa piadosa, bonita y bella. La oración no puede ser para nosotros un medio de crear algo, de hacer un don a Dios y a nosotros mismos; estamos en la posición de un hombre que no puede más que recibir, que está obligado a hablar ahora a Dios, porque no tiene a nadie a quien dirigirse. Lutero dijo: es preciso que seamos totalmente pobres, porque  estamos  ante  un  gran  vacío  y  tenemos  que  aprenderlo  y recibirlo todo de Dios.

La oración en cuanto acción del hombre no puede ser un parloteo, una serie de frases o murmullos. Los reformadores han insistido también en esto. Tenían en la Iglesia romana muchos ejemplos del tipo de oración que combatían. La cosa es sencilla e importante también para nosotros que no somos romanos: la oración debe ser un acto de afecto; no es sólo un asunto de labios, porque Dios pide la adhesión de nuestro corazón. Si el corazón no está allí, si esto no es más que una forma que se realiza más o menos correctamente, ¿qué puede ser? ¡Nada! Todas las oraciones hechas únicamente con los labios no sólo son superfluas, sino que desagradan a Dios; no sólo son inútiles, sino una ofensa contra Dios. A este respecto, es importante señalar también con Calvino que la oración en una lengua que no se comprende o que la comunidad que ora no comprende es una burla contra Dios, una hipocresía perversa, porque el corazón no puede estar allí. Es preciso que se piense, que se hable en una lengua comprensible, que tenga un sentido para nosotros.

Que nuestra oración no se haga según nuestro buen deseo, porque habría entonces, por nuestra parte, deseos desordenados. Que la oración sea hecha siguiendo la regla dada por aquel que conoce nuestras necesidades mejor que nosotros mismos. Nos ha ordenado en primer lugar someternos a él para presentarle nuestras peticiones. Para conformarnos a este orden, es necesario que en nuestras oraciones eliminemos cuestiones como ésta: ¿nos escucha Dios? Calvino es muy categórico en este punto: "Tal oración no es ora- ción". No está permitido dudar, porque ni decir tiene que seremos escuchados. Desde antes de la oración, es preciso estar en la actitud de un hombre que es escuchado favorablemente.

No somos libres para orar o no, o para orar solamente cuando tenemos necesidad, porque la oración no es un acto natural en nosotros. Es una gracia, y sólo del Espíritu Santo podemos esperarla. Esta gracia está allí, con Dios y su palabra en Jesucristo. Si decimos a todo esto, si recibimos lo que Dios otorga, entonces todo está he- cho, todo está reglamentado, no por el efecto de nuestro buen deseo, sino por la libertad que tenemos para obedecerle.

Sobre todo no vayamos a imaginarnos que el hombre está pasivo, que se encuentra en una especie de indolencia, en un sillón, y que puede decir: el Espíritu Santo orará por mí... No. El hombre es impulsado a orar. Es preciso que lo haga. Orar es al mismo tiempo un acto y una súplica al Señor para que nos coloque en esta disposición que le es agradable. Es ésta una de las caras del problema de la gracia y de la libertad: se actúa, pero al mismo tiempo se sabe muy bien que es Dios quien quiere realizar nuestra obra; se actúa por medio de esta libertad humana que no es destruida por la libertad de Dios; se deja actuar al Espíritu Santo y sin embargo, durante este tiempo, nuestro espíritu y nuestro corazón no duermen. Tal es la oración vista bajo el ángulo de una acción del hombre.
Nuestra participación en la obra de Dios, es el acto que consiste en adherirnos a esta obra. Gran cosa es predicar, creer, realizar nuestra pequeña obediencia a los mandamientos de Dios. Pero, en todas estas formas de obediencia y de fe, la oración es quien nos pone en relación con Dios, quien nos permite colaborar con él. Dios nos invita a vivir con él. Y nosotros respondemos: "Sí, Padre, quiero vivir contigo". Entonces nos dice: "Reza, llámame; te escucho, viviré y reinaré contigo".

La Reforma no se hizo sin estos hombres que se llaman Calvino, Lutero y algunos otros. Dios trabajaba haciéndoles participar en su obra. Pero la realiza con ellos no por el brillo de sus virtudes, de su sabiduría o de su piedad, sino por la oración a un tiempo humilde y audaz. A una oración, comprendida de esta forma, es a la que hemos sido invitados a participar en la soledad con Dios y en comunidad. Oración que es a la vez acto de humildad y de victoria. Tal acto nos ha sido mandado porque se nos ha otorgado el poder de hacerlo.


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